¿Qué más necesitaba saber?
Después de tranquilizarlos diciendo que volvería para liberarlos cuando su padre hubiera pagado, volvió al anexo y comprobó que el depósito estaba bien lleno. Luego apagó la bomba, enrolló la manguera, enchufó el serpentín calefactor al generador, introdujo el serpentín en el depósito y encendió. Sabía por experiencia que la lejía funcionaba mucho más rápido cuando la temperatura estaba por encima de veinte grados, y todavía podía haber heladas nocturnas.
Cogió el bidón de lejía del palé del rincón y se dio cuenta de que necesitaría más provisiones para la próxima vez. Luego puso el bidón boca abajo y vació su contenido en el depósito.
Cuando matara a la chica y arrojara su cadáver al depósito, se descompondría en un par de semanas.
Después, únicamente se trataba de meterse veinte metros fiordo adentro con la manguera y vaciar el contenido del depósito.
A poco que soplara algo de viento aquel día, los restos desaparecerían muy rápido.
Enjuagaría un par de veces el depósito, y todas las pistas desaparecerían.
Simple cuestión de química.
Era una pareja de lo más variopinta la del despacho de Carl. Yrsa con los labios encarnados, y Assad con una belicosa barba de días, un arma temible en caso de abrazo.
Assad parecía muy descontento. De hecho, Carl no recordaba haberlo visto nunca mostrar tanta reprobación como en aquel momento.
– ¡Esperemos, o sea, que no sea verdad lo que dice Yrsa! ¿No vamos a traer a ese Tryggve a Copenhague, Carl? ¿Y el informe, entonces?
Carl guiñó los ojos. La imagen de Mona abriendo la puerta del dormitorio se deslizó por su retina y lo arrancó de la realidad. De hecho, llevaba toda la mañana sin poder pensar en otra cosa. Tryggve y la locura del mundo tendrían que esperar hasta que volviera a estar listo.
– Esto… ¿qué? -Carl se enderezó en la silla del despacho. Hacía bastante tiempo que no sentía el cuerpo tan dolorido-. ¿Tryggve? No, sigue en Blekinge. Le pedí que viniera a Copenhague, de hecho le ofrecí traerlo en coche, pero no se veía con fuerzas para ello, me dijo, y tampoco podía obligarlo. Recuerda que vive en Suecia, Assad. Si no quiere venir por propia voluntad no podremos traerlo sin ayuda de la Policía sueca, y estamos en el principio del caso, ¿no?
Había esperado que Assad le hiciera un gesto afirmativo, pero no lo hizo.
– Voy a escribir un informe para Marcus, ¿vale? Después ya veremos. Y aparte de eso, no sé qué podemos hacer en este momento. Se trata de un caso de hace trece años que nunca ha sido investigado. Tenemos que dejar que Marcus Jacobsen decida de quién es el caso.
Assad frunció las cejas e Yrsa hizo lo propio. ¿Iba a llevarse el Departamento A la gloria por el trabajo que habían hecho ellos? ¿Lo decía en serio?
Assad consultó su reloj.
– Podemos subir ahora mismo a aclararlo, entonces. Jacobsen empieza a trabajar temprano los lunes.
– Vale, Assad -concedió Carl, enderezándose-. Pero antes debemos hablar.
Miró a Yrsa, que meneaba las caderas llena de expectación por lo que iba a desvelarse.
– Solo Assad y yo, Yrsa -advirtió Carl-. Tengo que hablar con él a solas.
– Oh…
Parpadeó un par de veces.
– Cosas de hombres -dijo, dejándoles un vaho de perfume.
Miró a Assad con las cejas arqueadas. Tal vez bastara para que el hombre le diera alguna explicación; pero Assad se limitó a mirarlo como si justo después fuera a ofrecerle una pastilla contra la acidez.
– Ayer estuve en tu casa, Assad. En el 62 de Heimdalsgade. No estabas.
En la mejilla de Assad se formó una fina arruga que, de forma prodigiosa, se convirtió al instante en una sonrisa.
– Qué lástima. Deberías haber llamado antes.
– Intenté llamar, pero no cogiste el móvil, Assad.
– Podría haber estado bien. Bueno, otra vez será.
– Ya, pero entonces tendrá que ser en otro sitio, ¿no?
Assad asintió con la cabeza. Trató de alegrar la cara.
– Te refieres a citarnos en el centro, o sea. Podría ser divertido.
– Entonces trae a tu mujer, Assad. Tengo muchas ganas de conocerla. Y a tus hijas.
Uno de los ojos de Assad se entornó un poco. Como si su mujer fuera lo último que quisiera llevar a un lugar público.
– Hablé con algunas personas en Heimdalsgade, Assad.
El otro ojo se entornó también.
– No vives allí, hace tiempo que no lo haces. Y en cuanto a tu familia, nunca ha vivido allí. ¿Dónde vives, entonces?
Assad hizo un amplio gesto con los brazos.
– Era un piso muy pequeño, Carl. No cabíamos allí.
– ¿No deberías haberme comunicado la mudanza y cancelar el alquiler del pisito?
Assad pareció reflexionar.
– Sí, tienes razón. Lo haré.
– ¿Y dónde vives ahora, entonces?
– Hemos alquilado una casa, ahora es barato. Ahora muchos tienen dos casas a la vez. Ya sabes, el mercado inmobiliario.
– Bien, suena estupendo. Pero ¿dónde, Assad? Me hace falta una dirección.
Assad inclinó la cabeza un poco.
– Oye, Carl, hemos alquilado la casa en negro, si no sale demasiado caro. ¿No podemos guardar la vieja dirección como domicilio postal, entonces?
– ¿Dónde está, Assad?
– Pues en Holte. Es una casita de Kongevejen. Pero ¿llamarás antes, Carl? A mi mujer no le gusta que la gente se presente sin más.
Carl asintió en silencio. Ya volverían a tratar de todo aquello otro día.
– Otra cosa. ¿Por qué has dicho en Heimdalsgade que eras musulmán chiita? ¿No decías que eras sirio?
El asistente sacó hacia abajo su labio carnoso.
– Sí. ¿Y…?
– ¿En Siria hay musulmanes chiitas?
Las cejas pobladas de Assad dieron un salto hasta media frente.
– Oye, Carl -dijo sonriendo-, musulmanes chiitas los hay en todas partes.
Media hora más tarde estaban en la sala de reuniones con quince compañeros malhumorados por ser lunes, con Lars Bjørn y Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios, en medio del círculo.
Era evidente que nadie estaba allí por diversión.
Fue Marcus Jacobsen quien reprodujo lo que Carl había contado, porque así funcionaban las cosas en el Departamento A. Si había alguna duda, no había más que preguntar.
– El hermano pequeño del asesinado Poul Holt, Tryggve Holt, ha contado a Carl Mørck que la familia conocía al secuestrador, o quizá debiéramos decir al asesino -dijo Marcus Jacobsen algo más adelante en su presentación del caso-. El asesino frecuentó en una época las sesiones de rezos que el padre, Martin Holt, celebraba para los miembros locales de los Testigos de Jehová, y todos esperaban que aquel hombre pidiera ingresar en la comunidad.
– ¿Tenemos fotografías del hombre? -preguntó la subcomisaria Bente Hansen, una de las viejas compañeras de grupo de Carl. El subinspector Bjørn sacudió la cabeza.
– No, pero tenemos una descripción de su aspecto, y tenemos un nombre: Freddy Brink. Seguramente falso, el Departamento A ya lo ha mirado, y en la pantalla no aparece nadie que se ajuste a la edad descrita. Hemos logrado que unos compañeros de Karlshamn enviaran un dibujante de la Policía donde Tryggve Holt; veremos qué sale de ahí.
El inspector jefe de Homicidios se colocó frente a la pizarra blanca y escribió las palabras clave.
– O sea, que secuestra a los niños el 16 de febrero de 1996. Es viernes, el día que Poul ha invitado a su hermano pequeño Tryggve a visitar la Escuela de Ingenieros de Ballerup. El supuesto Freddy Brink pasa junto a ellos en su furgoneta azul celeste y bromea porque se hayan encontrado tan lejos de Græsted. Les ofrece llevarlos a casa. Por desgracia, Tryggve no pudo dar más detalles del coche, aparte de que era redondo por delante y cuadrado por detrás.
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