Assad pinchó con el ratón el icono de Skype, y la imagen de la pantalla desapareció. A lo mejor no quería que Carl viera con quién había estado hablando.
Carl levantó las manos con aire de disculpa.
– No voy a molestarte, Assad. Haz lo que tengas que hacer. Después puedes pasar por mi despacho.
Assad seguía sin decir palabra. Aquello era muy, pero que muy raro.
Cuando Carl se desplomó sobre la silla de su despacho estaba ya cansado. Unas pocas semanas antes el sótano de la Jefatura de Policía había sido su refugio. Dos compañeros razonables y un ambiente que en días buenos casi llegaba a ser entrañable. Ahora Rose había sido sustituida por alguien que era igual de singular, solo que de otra manera, y Assad tampoco parecía el mismo. Sobre esa base era difícil mantener a raya los demás contratiempos de su vida. Tales como la inquietud por lo que fuera a pasar si Vigga exigía el divorcio y la mitad de sus bienes terrenales.
Mierda.
Carl miró una oferta de trabajo que había clavado en el tablón de anuncios un par de meses atrás. «Comisario jefe de policía», ponía. Seguro que era algo apropiado para él. ¿Qué podía haber mejor que un trabajo con compañeros serviles, cruz de caballero, viajes baratos y un nivel retributivo que podía hacer que hasta Vigga cerrara el pico? Setecientas dos mil doscientas setenta y siete coronas, y después la calderilla. Solo para decir la cifra hacía falta casi una jornada laboral.
Una pena que no llegara a rellenar la instancia, pensó. Entonces vio a Assad de pie ante él.
– Carl, ¿es necesario que hablemos de lo de antes?
¿Hablar? ¿De qué? ¿De que hablara por Skype? ¿De que Assad fuera a Jefatura tan temprano? ¿De que le hubiera dado un susto?
Era una pregunta muy extraña.
Carl sacudió la cabeza y miró el reloj. Faltaba una hora para que empezara el horario normal de trabajo.
– Mira, Assad, lo que hagas tan temprano por la mañana no es asunto mío. Entiendo que tengas ganas de saludar a gente a la que no ves a menudo.
Su ayudante pareció casi aliviado. Algo extraño, una vez más.
– He mirado la contabilidad de Amundsen & Mujagic, S. A. de Rødovre, K. Frandsen de Dortheavej y después Herrajes JPP y Public Consult.
– Vale. ¿Has encontrado algo que quieras decirme?
Assad se rascó la calva incipiente tras sus rizos negros.
– Parecen ser unas empresas bastante sólidas casi todo el tiempo.
– Ya. ¿Y…?
– Pero les va mal justo unos meses antes de que ardan.
– ¿Cómo lo deduces?
– Piden dinero prestado. Sus pedidos caen, o sea.
– Así que ¿primero caen los pedidos, después les falta dinero y piden préstamos?
Assad hizo un gesto afirmativo.
– Eso es.
– Y después ¿qué ocurre?
– Eso solo puede verse en el de Rødovre. Los otros incendios son demasiado recientes.
– Y ¿qué pasó allí?
– Primero fue el incendio, después recibieron el dinero del seguro y a continuación liquidaron el préstamo.
Carl buscó el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Aquello era un clásico. Fraude a la aseguradora. Pero ¿por qué tenían los cadáveres el estrechamiento del dedo meñique?
– ¿De qué tipo de préstamo estamos hablando?
– A corto plazo. Un año de amortización. Para la empresa que ardió el pasado sábado, Public Consult, de Stockholmsgade, solo seis meses.
– ¿Y cuando vencían los préstamos no tenían dinero?
– Tal como lo veo yo, o sea, no.
Carl exhaló una bocanada de humo, y Assad se echó atrás haciendo aspavientos. Carl no le hizo caso. Estaba en sus dominios y eran sus cigarrillos. Al fin y al cabo, donde hay capitán no manda marinero.
– ¿Quién les prestaba el dinero? -quiso saber.
Assad se alzó de hombros.
– Varios. Prestamistas de Copenhague.
Carl asintió en silencio.
– Pues dame los nombres y dime quién está detrás.
Assad hundió un poco la cabeza.
– Tranquilo, Assad. Cuando abran las oficinas. Quedan todavía un par de horas. Tómatelo con calma.
Pero aquello no alegró su expresión, más bien al contrario.
Desde luego, no había dios que soportara a aquellos dos. Siempre de cháchara, con una animadversión apenas encubierta. Era como si Yrsa y Assad se contagiaran mutuamente. Como si fueran ellos quienes decidían lo que había que hacer. Si las cosas seguían así, iban a tener que ponerse ambos los guantes de goma verdes y fregar el suelo del sótano hasta dejarlo más limpio que una patena.
Assad alzó la cabeza e hizo un gesto afirmativo lentamente.
– Tranquilo, que no voy a molestarte, Carl. Puedes volver cuando hayas terminado.
– ¿A qué te refieres?
Assad guiñó el ojo. La sonrisa era algo retorcida. Una transformación de lo más desconcertante.
– Que no te va a faltar trabajo, entonces -dijo, volviendo a guiñar el ojo.
– Vuelvo a intentarlo. ¿De qué pelotas estás hablando, Assad?
– De Mona, por supuesto. No pretendas convencerme de que no sabes que ha vuelto.
Tal como dijo Assad, Mona había vuelto. Rebosante de sol tropical y demasiadas experiencias que, con gracia pero de forma evidente, se habían instalado en sus finas patas de gallo.
Aquella mañana Carl pasó un buen rato en el sótano ensayando palabras que, de entrada, pudieran bloquear los eventuales mecanismos de defensa de Mona, hacer que ella lo viera con ojos dulces, tiernos, deseosos de contacto, en caso de que pasara por allí.
Pero no pasó. Lo único femenino que hubo aquella mañana en el sótano fue el traqueteo de Yrsa con el carrito de la compra. Seguramente con buena intención, a los cinco minutos de llegar se plantó en el pasillo del sótano y con voz bien atiplada gritó:
– A ver, chicos, ¿quién quiere bollos de Lidl tostados?
Allí se percibía de veras la distancia con el entorno feliz que se extendía sin problemas por los pisos superiores.
Después de eso necesitó un par de horas hasta darse cuenta de que si quería probar suerte tendría que levantarse y salir en su busca.
Tras diversas indagaciones encontró a Mona en el juzgado de guardia, hablando en voz baja con la secretaria del juzgado. Llevaba un chaleco de cuero y unos Levi’s algo descoloridos, y parecía cualquier cosa menos una mujer que había dejado atrás la mayor parte de los retos de la vida.
– Buenos días, Carl -lo saludó, sin ganas de continuar. Le dirigió una mirada profesional que le decía con total claridad que en aquel momento no había nada entre ellos. Así que a Carl no le quedó más remedio que sonreír, y no pudo decir ni pío.
El resto del día podría haber transcurrido al ralentí entre frustraciones causadas por su machacada vida sentimental; pero Yrsa tenía otros planes.
– Puede que hayamos encontrado algo en Ballerup -dijo, mirándolo con un regocijo apenas oculto y con restos de bollo entre las paletas-. Estos días estoy teniendo una suerte extraordinaria. Justo como dice mi horóscopo.
Carl alzó la vista hacia ella con ojos esperanzados. De ser así, tal vez levitara hacia la estratosfera, para que él pudiera quedarse en paz y tranquilidad meditando sobre su funesto destino.
– Ha sido bastante complicado conseguir esas informaciones -continuó-. Primero hablé con el director de la escuela de Lautrupgård, pero solo llevaba allí desde 2004. Después encontré una maestra que estaba desde que construyeron la escuela, y tampoco ella sabía nada. Después hablé con el bedel, que tampoco sabía nada, y luego…
– ¡Yrsa! Por favor, vete al grano y ahórrate los detalles introductorios. Estoy ocupado -la reconvino, frotándose el brazo, que se le había quedado dormido.
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