Mañana a las diez de la mañana dejaría las colinas de Dollerup con los niños a su lado en el asiento delantero, y cuando se extrañaran porque se desviaba demasiado pronto, los anestesiaría. Sabía con exactitud dónde podía hacerlo sin problemas, lo había pensado bien. Entre unos árboles frondosos, que esconderían el coche y sus propósitos durante los escasos minutos que necesitara para neutralizarlos y esconderlos en la parte trasera de la furgoneta.
Cuatro horas y media después, incluyendo una visita para almorzar con su hermana, que vivía en Fionia, habría llegado a la caseta de botes junto a Nordskoven, en Jægerspris. Ese era el plan. Solo quedarían veinte pasos a través de matorrales hasta el local de techo bajo con las cadenas. Veinte pasos con las dos figuras tambaleantes a su lado.
Antes ya había oído gritos de súplica durante el paseíto. Ahora volvería a oírlos.
Después empezarían las negociaciones con los padres.
Vació de humo los pulmones y arrojó el cigarrillo al pequeño trozo de césped. En suma, lo aguardaban una noche y un día atareados.
Las terribles sospechas de que en su casa ocurría algo que podía poner toda su vida patas arriba tendrían que esperar. Si su mujer le era infiel, peor para ella.
Oyó un chirrido en la puerta de la terraza y se volvió hacia el rostro perplejo de Isabel. La bata apenas cubría su tembloroso cuerpo desnudo. Dentro de un par de segundos iba a decirle que la dejaba porque era demasiado vieja, aunque no era verdad. Su cuerpo era excitante y sabroso, irradiaba algo que apelaba a lo insaciable que había en él. Era una pena, por varias razones, que la relación tuviera que terminar, pero había pensado lo mismo muchas veces antes.
– Estás aquí sin ropa con este frío, ¿estás loco? Hace un frío que pela -dijo ella ladeando la cabeza, pero sin mirarlo-. Dime, ¿qué diablos pasa?
Él se colocó ante ella y asió el cuello de la bata.
– Eres demasiado vieja para mí -dijo con frialdad mientras cerraba la bata en torno al cuello desnudo.
Por un instante pareció quedarse paralizada. Dispuesta a pegarle o gritarle a la cara el cabreo y la frustración que le producía. Las maldiciones se apelotonaban en su lengua, pero él sabía que no diría nada. Las mujeres educadas, divorciadas y empleadas del ayuntamiento no montan escenas cuando tienen ante sí en la terraza a un hombre desnudo.
La gente pensaría mal. Ambos lo sabían.
Cuando despertó temprano, a la mañana siguiente, ella ya le había recogido sus cosas y se las había metido en la bolsa. No había mesa puesta para el desayuno, solo una serie de preguntas certeras, prueba de que la mujer aún no estaba hundida.
– Has andado en mi ordenador -dijo con voz controlada, aunque su rostro mostraba una palidez amenazadora-. Has buscado información sobre mi hermano. Has dejado más de cincuenta huellas de elefante en mis archivos. ¿No podías haberte hecho el favor, ya puestos, de investigar en qué trabajo en el ayuntamiento? ¿No ha sido algo estúpido e irrespetuoso no hacerlo?
Mientras tanto, él pensó que tendría que utilizar la ducha, aunque ella protestara. Que la familia de Stanghede no iba a dejar a sus niños en manos de un hombre sin afeitar y apestando a sexo.
Pero cuando ella siguió hablando se vio obligado a movilizar todos sus sentidos.
– Soy la experta en informática, con E mayúscula, del ayuntamiento de Viborg. Soy la encargada de la seguridad de los ordenadores y de las soluciones informáticas. Y claro, por eso sé lo que has hecho. Para mí es un juego de niños ver los registros del navegador desde mi portátil, ¿qué te pensabas?
Lo miró a los ojos. Con total tranquilidad. Había superado su primera crisis. Le quedaban cartuchos que la ponían muy por encima de la autocompasión, el llanto y la histeria.
– Has encontrado mis claves bajo la carpeta del escritorio -informó-. Pero las has encontrado porque las dejé ahí a propósito. Te he acechado estos últimos días para ver qué hacías. Un hombre que dice tan poco sobre sí mismo es siempre raro. Muy extraño. Verás, a los hombres les suele encantar hablar sobre todo de sí mismos, ¡pero igual no lo sabías!
Sonrió con ironía cuando se dio cuenta de su estado de alerta.
– Este hombre ¿por qué no me avasalla con datos sobre sí mismo?, me preguntaba. La verdad es que me parecía interesante.
Él relajó el entrecejo.
– Y ahora ¿crees que sabes todo acerca de mí porque no he dicho nada de mis asuntos privados y he sentido curiosidad por los tuyos?
– Curiosidad; sí, ya lo creo. Entiendo que quieras ver mi perfil para las citas de internet, pero ¿por qué quieres saber nada de mi hermano?
– Creía que era tu ex. A lo mejor descubría qué fue lo que salió mal.
Ella no picó. No le importaban sus motivos. Había metido la pata hasta el fondo, no cabía la menor duda.
– Aunque debo decir en tu favor que no has vaciado mi cuenta por internet -admitió a continuación.
Él trató de sonreír, indulgente, ante aquella salida. En realidad esa expresión debería haber sido su mímica inicial antes de ducharse, pero no fue así.
– Pero ¿sabes?, me parece que somos tal para cual -continuó Isabel-. También yo he husmeado en tus cosas. Y ¿qué encontré en los bolsillos y en la bolsa? Nada. Ni carné de conducir, ni tarjeta de la Seguridad Social, ni tarjeta de crédito, ni cartera ni llaves del coche. Pero ¿sabes qué, amiguito? Así como las mujeres siempre dejan sus claves en sitios fáciles de encontrar, los hombres dejan con la misma seguridad las llaves del coche sobre la rueda delantera si no quieren llevarlas encima. Vaya bolita de bolos más chula tienes en tu llavero. ¿Juegas a bolos? No me lo habías dicho. Lleva un «1» impreso. ¿Tan bueno eres?
Él empezó a transpirar lentamente. Hacía mucho tiempo que no perdía el control de aquella manera. No había nada peor que eso.
– Tranquilo, hombre. He vuelto a dejar las llaves en su sitio. También tu carné de conducir. Y el permiso de circulación del coche y tus tarjetas de crédito. Todo, tranquilo. Está todo donde lo encontré en el coche. Bien escondido bajo las esterillas de goma.
Miró al cuello de ella. No era delgado, así que habría que agarrar bien. Harían falta un par de minutos, pero tenía tiempo de sobra.
– Es cierto que soy una persona muy retraída -dijo, avanzando un paso mientras le colocaba con cuidado la mano en el hombro-. Escúchame bien, Isabel. Estoy muy enamorado de ti, de verdad, pero no he podido actuar con franqueza, ¿sabes? Verás, es que estoy casado, tengo hijos, y la situación se me estaba yendo de las manos. Por eso tengo que dejarte, ¿no lo entiendes?
Ella alzó la cabeza, orgullosa. Herida, pero no vencida. Estaba seguro de que ya habría conocido a hombres casados que mentían. Tan seguro como de que ahora iba a tener que encargarse de ser el último hombre de su vida que pudiera engañarla.
Isabel apartó su mano.
– No sé por qué nunca me has dicho tu verdadero nombre, y tampoco sé por qué todo lo que me has contado era mentira. Intentas convencerme de que era porque estabas casado, pero ¿sabes qué? Tampoco me lo creo.
Después se retiró un poco, como si le hubiera leído la mente. Como si estuviera dispuesta a coger un arma ya preparada.
Cuando tienes la sensación de estar en una placa de hielo a la deriva junto a un oso polar babeante, hay que sopesar las posibilidades. En aquel momento veía cuatro.
Saltar al agua y nadar.
Saltar a alguno de los otros témpanos.
Analizar la situación y ver si el oso estaba hambriento o saciado.
Y, finalmente, matar al oso.
Todas las posibilidades tenían sus evidentes ventajas e inconvenientes, y en aquel momento no le cabía la menor duda de que la cuarta posibilidad era la única viable. La mujer que tenía ante sí estaba herida, y dispuesta a defenderse con todos sus medios. Seguramente porque él había conseguido que se enamorase. Debería haberse dado cuenta antes. Porque la experiencia le decía que en tales situaciones las mujeres se vuelven fácilmente irracionales, lo que muchas veces tiene consecuencias funestas.
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