– Ya. Pues hoy he llamado a la Escuela de Ingenieros, y ahí he conseguido algo.
Fue como si se le despertara el brazo.
– ¡Fantástico! -exclamó-. ¿Cómo lo has hecho?
– Muy sencillo. Estaba en el despacho una profesora, Laura Mann, que esta mañana acababa de incorporarse al trabajo tras haber estado de baja. Me ha contado que llevaba en la escuela desde que empezó, en 1995, y que solo podía haber un caso así, por lo que ella recordaba.
Carl se incorporó en la silla.
– Ah, ¿sí? ¿Cuál?
Yrsa lo miró con la cabeza ladeada.
– Vaya. Crece el interés del hombrecillo -se cachondeó, dándole una palmada en el peludo antebrazo-. ¿Te gustaría saberlo?
¿Qué diablos era aquello? Llevaba resueltos por lo menos cien casos complicados, y ahora tenía que jugar a las adivinanzas con una sustituta con pantis de color verde claro.
– ¿Qué caso recordaba? -repitió Carl, saludando levemente con la cabeza a Assad, que asomaba por la puerta. Parecía pálido.
– Ayer llamó Assad a la oficina para preguntar por el caso. Hoy los profesores hablaban de ello mientras tomaban café, y la mujer lo ha oído -continuó.
Assad escuchaba con interés; había recuperado su aspecto habitual.
– Ha recordado el caso de inmediato -dijo Yrsa-. En aquella época tuvieron un alumno superdotado. Un chico con un síndrome de algo. Era bastante joven, pero algo extraordinario en matemáticas y física.
– ¿Un síndrome? -preguntó Assad, sin comprender.
– Sí, es algo así como ser muy hábil para algunas cosas y un negado para otras. No es autismo, pero algo parecido. ¿Cómo se dice?
Frunció el entrecejo.
– ¡Ah, sí! Era el síndrome de Asperger, eso es lo que tenía.
Carl sonrió. Seguro que Yrsa se identificaba con él sin problemas.
– ¿Y qué le pasaba al chaval? -inquirió.
– Pues que sacó sobresalientes el primer trimestre y después dejó la escuela.
– ¿Y eso…?
– Vino la víspera de las vacaciones de Navidad con su hermano pequeño para enseñarle la escuela, y desde entonces no volvieron a verlo.
Tanto Assad como Carl entornaron los ojos. Ahora venía lo bueno.
– ¿Cómo se llamaba? -quiso saber Carl.
– Se llamaba Poul.
Carl se quedó helado.
– ¡Eso es! -exclamó Assad, agitando brazos y piernas como un pelele.
– La profesora ha dicho que lo recordaba muy bien porque Poul Holt era el candidato más seguro a un premio Nobel que iban a tener jamás en la escuela. Por otra parte, desde entonces no ha vuelto a encontrar alumnos con aquel tipo especial de síndrome de Asperger en la Escuela de Ingenieros. Era algo bastante fuera de lo común.
– ¿Se acordaba de él por eso? -preguntó Carl.
– Sí, por eso. Y porque estuvo en la primera promoción de la escuela.
Media hora más tarde, Carl repitió la pregunta en la Escuela de Ingenieros y obtuvo la misma respuesta.
– Hombre, de alguien así te acuerdas -le dijo Laura Mann con una sonrisa amarillo marfil-. Usted también recordará su primera detención, ¿verdad?
Carl asintió en silencio. Un pequeño alcohólico sucio que se había tumbado en medio de la carretera en Englandsvej. Carl aún veía el escupitajo que salió volando y aterrizó en su placa de policía cuando intentó poner a salvo a aquel idiota. No, la primera detención no se olvidaba así como así, era verdad. Con o sin escupitajo.
Miró a la mujer sentada frente a él. A veces salía en la tele dando su opinión como experta en fuentes energéticas alternativas. En su tarjeta de visita ponía «Laura Mann, doctora ingeniera», seguido de un montón de títulos. Carl se alegró de no ser así.
– Era una especie de autista, ¿no?
– Sí, supongo que sí, pero una variante suave. La gente con SA suele ser muy, muy inteligente. La mayoría los llamaría frikis. Tipo Bill Gates. Einsteins. Pero Poul tenía también un talento práctico. En realidad, era muy especial en muchas cosas.
Assad sonrió. También él se había fijado en que ella llevaba gafas de concha y moño. Sí, seguro que fue la profesora más adecuada para Poul Holt. Lo más parecido a un friki es otro friki, que se dice.
– Dice que Poul trajo aquí a su hermano pequeño aquel 16 de febrero de 1996, y que ya nadie volvió a verlo. ¿Cómo es que sabe que fue precisamente aquel día? -preguntó Carl.
– Los primeros años pasábamos lista. Simplemente, sabemos cuándo dejó de venir. No volvió después de las vacaciones. Si quieren ver el libro de asistencias, está en el despacho contiguo.
Carl miró a Assad. Tampoco él parecía estar demasiado interesado.
– No, gracias, nos fiaremos de su palabra. Pero después se pondrían en contacto con la familia, ¿no?
– Sí, pero se pusieron muy a la defensiva. Sobre todo cuando les propusimos visitarlos y hablar del asunto con Poul.
– Entonces, ¿habló con él por teléfono?
– No. La última vez que hablé con Poul Holt fue aquí, en la escuela, y eso fue una semana antes de navidades. Cuando más tarde llamé a su casa, su padre dijo que Poul no quería ponerse al teléfono. Y a partir de ahí no hubo nada que hacer. Acababa de cumplir dieciocho años, así que el joven estaba capacitado para decidir qué deseaba hacer con su vida.
– ¿Dieciocho? ¿No era mayor?
– No, era muy joven. Terminó el bachillerato con diecisiete, así que iba muy adelantado.
– ¿Tienen algún dato sobre él?
La mujer sonrió. Ya los tenía preparados, por supuesto.
Carl leyó en voz alta mientras Assad asomaba la cabeza tras su hombro.
– Poul Holt, nacido el 13 de noviembre de 1977. Bachiller científico en el Instituto de Birkerød. Media: 8.
Luego venía la dirección. No estaba lejos. A lo sumo, tres cuartos de hora en coche.
– Una media bastante modesta para un genio, ¿no? -aventuró Carl.
– Sí, es lo que pasa cuando tienes dieces en las asignaturas de ciencias y cincos en las de humanidades -respondió la profesora.
– Dice que el danés no era lo suyo entonces, ¿verdad? -quiso saber Assad.
Ella sonrió.
– Al menos la ortografía, no. Sus trabajos eran bastante pobres desde el punto de vista gramatical. Pero suele ocurrir. Incluso oralmente se expresaba de forma algo primitiva si el tema no le interesaba lo bastante.
– ¿Puedo llevarme esta copia? -preguntó Carl.
Laura Mann asintió con la cabeza. De no ser por sus dedos manchados de nicotina y su piel grasienta, le habría dado un abrazo.
– Fantástico, Carl -declaró Assad cuando se acercaban a la casa-. Teníamos un problema y lo hemos resuelto, o sea, en una semana. Sabemos quién escribió el mensaje. Y ahora estamos ante la casa familiar.
Dio un golpe en el salpicadero para subrayar el éxito.
– Sí -asintió Carl-. Esperemos que todo fuera una broma.
– Si lo fue, vamos a reñir a ese Poul.
– ¿Y si no, Assad?
Assad movió la cabeza arriba y abajo. Entonces habría otro problema que resolver.
Aparcaron junto a la verja del jardín y se dieron cuenta enseguida de que el nombre de la placa no era Holt.
Cuando llamaron a la puerta, y tras un buen rato, abrió un hombrecillo en silla de ruedas que les aseguró que en la casa no había vivido nadie aparte de él desde 1996, un sexto sentido hizo que Carl torciera el gesto y se sintiera cabreado.
– ¿Compró usted la casa a la familia Holt, quizá? -preguntó.
– No, de hecho se la compré a los Testigos de Jehová. El hombre de la casa era una especie de sacerdote. El salón grande solía ser una sala de reuniones. ¿Quieren entrar a verla?
Carl sacudió la cabeza.
– Así que ¿nunca conoció a la familia que vivía aquí?
– No -repuso el hombre.
Читать дальше