Assad lo miró un instante.
– Sí, Carl, desde luego que es algo que no sabemos, y jamás lo sabremos si sigues diciendo que no debemos seguir adelante con el caso.
Salió del despacho sin decir palabra, dejando el tarro pegajoso y el cuchillo sobre la mesa de Carl. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Era por lo de escribir mal y ser inmigrante? Assad era capaz de aguantar eso y mucho más. O ¿es que estaba tan colgado con el caso que no podía concentrarse en otra cosa?
Carl ladeó la cabeza y se quedó escuchando las voces de Yrsa y Assad en el pasillo. Quejas, quejas y más quejas, seguro.
Después se acordó de la pregunta de Antonsen y se levantó.
– ¿Puedo interrumpiros un momento, pareja de tortolitos?
Se acercó a donde estaban ellos, delante del mensaje gigante. Yrsa seguía allí desde que le había entregado la contabilidad de las empresas. Unas cuatro o cinco horas, y no había escrito ninguna anotación en el cuaderno, que había dejado caer al suelo.
– ¿Tortolitos…? Creo que tienes que dar un centrifugado a las ideas de tu cráneo antes de halar -reaccionó Yrsa, volviéndose de nuevo hacia el mural.
– ¡Assad, escucha! El comisario de la Policía de Rødovre ha recibido una solicitud de Samir Ghazi. Samir quiere volver a la comisaría de allí. ¿Sabes algo de eso?
Assad miró a Carl sin comprender, pero era evidente que estaba alerta.
– ¿Por qué había de saberlo?
– Has evitado a Samir, ¿verdad? A lo mejor no os llevabais bien y es por eso. ¿Estoy en lo cierto?
¿Pareció un sí es no es ofendido?
– No lo conozco, no lo conozco bien. Será que quiere volver a su antiguo puesto, entonces -se evadió, y después mostró una sonrisa demasiado amplia-. A lo mejor es que no tiene aguante.
– ¡No me digas! ¿Eso es lo que tengo que contarle a Antonsen?
Assad se alzó de hombros.
– Ya tengo otro par de palabras -informó Yrsa.
Agarró la escalera y la puso en su sitio con dificultad.
– Escribo con lápiz, para poder borrarlo después -dijo desde el penúltimo peldaño-. Bueno, así es como queda. No es más que una propuesta. Sobre todo a partir de «Tiene» invento un poco. Me da que tiene que ser «cicatriz», y en algo que está a la derecha. Además, quien lo escribió tenía problemas con la ortografía, pero creo que a veces eso es una ventaja.
Assad y Carl se miraron. ¿No se lo habían dicho?
– Por ejemplo, estoy casi segura de que ese «ame» tiene que ser «amenazado».
Volvió a observar su obra.
– Bueno, y también estoy segura de que ese «asul» tiene que ser «azul», con la letra al revés. Mirad cómo queda.
SOCORRO
El 6 de fevrero de 1996 nos sequestraron nos llevaron de la parada de autovus de Lautropvang en Ballerup – El hombre mide 1,8. tiene el pelo corto… – Tiene una cicatriz en la… derrecha c… furgoneta asul Papá y mamá le conocen – Fr. d… con una B -… amenazado… li nos matara -… re… mer… hermano – Fuimos en coche casi 1 hora… junto al agua… vi… Aquí huele mal -… o… s. ry. g… -… años
P…
– ¿Qué os parece? -preguntó, todavía sin mirarlos.
Carl lo leyó un par de veces. Debía reconocer que parecía convincente. Aquello no era una serie de insultos a un profesor o compañero que le cayera gordo al remitente.
Pero aunque el grito de auxilio parecía auténtico, no era seguro que lo fuera. Tendría que enseñárselo a un experto. Si podía corroborar que era auténtico, entonces había un par de frases más inquietantes que las demás.
«Papá y mamá lo conocen», ponía. Una cosa así no se inventa. Y al final «nos matará».
Nada de «quizá».
– No sabemos dónde diablos tiene el secuestrador esa cicatriz, y eso me mosquea -añadió Yrsa con la mano en sus rizos dorados. Después continuó-. Hay demasiadas extremidades con cuatro letras. Y más aún si no sabes escribir bien. Pies, dedo, mano, codo. ¿No creéis que podemos suponer que la cicatriz está en alguna extremidad? Al menos yo no consigo pensar en nada de la cabeza o el tronco con cuatro letras. ¿Y vosotros?
– Bueno… -reconoció Carl tras cavilar un rato-, pelo, ceja, boca, nuca. Nariz y oreja tienen cinco. Pero tienes razón, aparte de esas no hay más palabras de cuatro letras que se refieran a partes de la cabeza o cuerpo. Porque no puede referirse al culo. Creo que la cicatriz está a la vista.
– ¿Qué está a la vista en febrero en este frigorífico de país? -preguntó Assad.
– Podría haberse desvestido -adujo Yrsa, resplandeciente-. Puede que se pusiera obsceno. A lo mejor es la causa de que sea secuestrador.
Carl asintió con la cabeza. Era una posibilidad. Por desgracia.
– Lo único visible es la cabeza, o sea, cuando hace frío -sostuvo Assad. Se quedó mirando a las orejas de Carl-. La oreja se puede ver si el pelo no la tapa, y ahí puede estar la cicatriz. Pero ¿y los ojos? ¿Se puede tener una cicatriz en un ojo?
Assad debió de tratar de imaginárselo.
– No, una cicatriz, no -concluyó-. En el ojo, no. Es imposible.
– Bueno, amigos, dejadlo estar. Creo que nos haremos una idea más clara del aspecto del autor de los hechos si los de Genética Forense consiguen algún rastro de ADN de la botella que nos sirva. Debemos esperar, estas cosas llevan su tiempo. ¿Tenéis alguna propuesta acerca de cómo seguir adelante aquí y ahora?
Yrsa se volvió hacia ellos.
– Sí, ¡es la hora del almuerzo! -exclamó-. ¿Queréis un bollo? Me he traído el tostador de casa.
Cuando la caja de cambios gruñe, hay que cambiar el aceite, y en aquel momento al Departamento Q le estaba costando una enormidad subir de marcha.
Hora de cambiar el aceite, pensó Carl, y llamó a Yrsa y Assad.
– Vamos a escarbar en el material, a ver si solucionamos el embrollo. ¿Estáis de acuerdo?
Ambos asintieron en silencio. Assad quizá con cierta reticencia, porque eran palabras difíciles.
– Bien. Entonces, coge tú la contabilidad de las empresas, Assad. Yrsa, tú llama a las instituciones y pregunta por Lautrupvang.
Carl asintió con la cabeza. Con aquella voz de niña espabilada no tendría problemas para que esas ratas de despacho volvieran a mirar en los archivos.
– Haz que la gente de las instituciones educativas del entorno pregunte a antiguos compañeros de trabajo por si sabían de alumnos o compañeros que hubieran desaparecido sin previo aviso -ordenó-. Y dales también alguna pista para que sepan qué más sucedió en febrero de 1996. Recuérdales, por ejemplo, que el barrio acababa de ampliarse.
Por lo visto, Assad estaba harto y se largó a su despacho. No cabía duda de que el reparto de papeles no le había gustado. Pero era Carl quien decidía, así que tendría que acostumbrarse. Además, el caso de los incendios tenía más sustancia y, cosa importante, era con el que más podía jorobar a los compañeros del Departamento A.
De modo que Assad tuvo que tragarse el cabreo y ponerse manos a la obra. Mientras tanto, el asunto del mensaje en la botella podía seguir su curso al propio ritmo de Yrsa.
Carl esperó hasta que ella salió, y después sacó el número de teléfono de la clínica para lesiones de médula de Hornbæk.
– Quiero hablar con el jefe de servicio y solo con él -se anunció, sabiendo que no podía exigir nada.
Pasaron cinco minutos hasta que el médico adjunto por fin hizo oír su voz.
No sonaba muy contento.
– Sí, sé perfectamente quién es usted -dijo con voz cansada-. Supongo que llama por Hardy Henningsen.
Carl lo puso a grandes rasgos al corriente de la situación.
– Vaya -cacareó el médico. ¿Por qué coño las voces de los médicos se volvían tan nasales cuando subían un peldaño o dos en el escalafón? Después continuó-. ¿Quiere saber si, en un caso como el de Hardy, es probable que se restituyan las vías nerviosas? El problema con el caso de Hardy Henningsen es que ya no lo tenemos bajo control diario, y por eso no podemos hacer nuestras mediciones como deberíamos. Usted se lo llevó a su casa por propia voluntad, no lo olvide. No puede decir que no lo avisáramos.
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