Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Fue un atardecer lleno de parpadeantes columnas de luz azulada que surgían del paso a nivel y a lo largo de la carretera que conducía a la finca. El paisaje estaba envuelto en su resplandor y en el vertiginoso sonido de las sirenas de los camiones de bomberos y los coches patrulla. Todo era un hervidero de placas policiales, vehículos de emergencia, periodistas con sus cámaras y lugareños curiosos en estado de shock . Abajo, en las vías, los equipos de socorro y los peritos de la científica trabajaban como buenamente podían chocando unos con otros.

Carl seguía mareado, pero los servicios sanitarios de urgencia le habían taponado la hemorragia del hombro. Por donde seguía sangrando era por dentro. Y aún tenía un enorme nudo en la garganta.

Se sentó a hojear el cuaderno de Kimmie en el banco que había bajo la marquesina de la estación de Duemose. Ferozmente, y con una sinceridad igualmente feroz, fueron apareciendo ante sus ojos las fechorías de la banda. La agresión a los hermanos de Rørvig. La casualidad de que fueran ellos y no otros. Cómo habían humillado al chico y lo habían desnudado tras asestarle el golpe fatal. Los gemelos a quienes amputaron los dedos. El matrimonio que desapareció en el mar. Bruno y Kyle Basset. Animales y personas una y otra vez. Todo estaba allí. También que era Kimmie la que mataba. Sus métodos variaban, sabía perfectamente cómo hacerlo. Era terriblemente difícil asimilar que se trataba de la misma mujer que acababa de salvarlos. La que estaba debajo del tren con su hija.

Encendió un cigarrillo y leyó las últimas páginas. Hablaban de arrepentimiento, no por Aalbæk, sino por Tine. Ella no quería suministrarle la sobredosis. Había cierta ternura en medio del horror de esa confesión, una especie de interés y comprensión de la que estaban desprovistas las demás abominaciones. Palabras como «adiós» o «el bendito último aliento de Tine».

Aquel cuaderno enloquecería a los medios y hundiría el precio de muchas acciones cuando se hiciera pública la complicidad del resto de la banda.

– Llévate el cuaderno y haz copias inmediatamente, ¿de acuerdo, Assad?

Asintió. El epílogo iba a ser febril, pero breve. Sin más acusados que un hombre que ya estaba en prisión, se trataba de informar a los desdichados familiares y asegurarse de que se hacía un reparto justo de las colosales indemnizaciones que saldrían de la herencia de Pram, Florin y Dybbøl Jensen.

Abrazó a Assad y rechazó con un gesto la ayuda de un psicólogo que insistía en que era su turno.

Él ya tenía su propia psicóloga preparada para cuando llegara el momento.

– Yo ahora me voy a Roskilde, así que tú vuélvete a Jefatura con los peritos, ¿vale? Mañana nos vemos y hablamos de todo con más calma, ¿de acuerdo, Assad?

Assad volvió a asentir. Ya había colocado cada cosa en su sitio mentalmente.

En esos momentos estaba todo en orden entre los dos.

En Roskilde, la casa de Fasanvej estaba sumida en la oscuridad. Habían echado las persianas y reinaba el silencio. En la radio del coche comentaban los terribles hechos ocurridos en Ejlstrup y la detención de un dentista que, al parecer, era responsable de las agresiones de los contenedores del centro. Lo habían atrapado cuando intentaba atacar a una agente de paisano en Nikolaj Plads, junto a Store Kirkestræde. ¿Pero qué demonios se había creído ese cretino?

Carl consultó el reloj y volvió a echar un vistazo hacia la casa a oscuras. Las personas mayores se acuestan pronto, lo sabía, pero no eran ni las siete y media.

Releyó las placas de «Jens-Arnold & Yvette Larsen y Martha Jørgensen» y llamó.

Aún tenía el dedo en el timbre cuando la frágil anciana salió a abrir intentando resguardarse del frío con su elegante kimono.

– ¿Sí? -dijo adormilada y confusa.

– Disculpe, señora Larsen. Soy Carl Mørck, el policía que vino a verlas el otro día. Se acuerda de mí, ¿verdad?

Ella sonrió.

– Ah, sí -contestó-. Es verdad, ahora me acuerdo.

– Creo que les traigo una buena noticia y me gustaría dársela a Martha personalmente. Hemos encontrado a la asesina de sus hijos. Podríamos decir que se ha hecho justicia.

– ¡Oh! -dijo ella llevándose una mano al pecho-. ¡Qué lástima!

Luego esbozó una sonrisa distinta. No solo triste, sino también de disculpa.

– Debería haberlo llamado, no sabe cómo lo siento, así se habría ahorrado un viaje tan largo. Pero Martha ha muerto. Murió la noche que vinieron ustedes. No fue culpa suya, por supuesto. Es que ya no le quedaban más fuerzas.

Después puso una mano en las de Carl.

– Pero gracias. Estoy segura de que para ella habría sido una alegría extraordinaria.

Pasó un buen rato sentado en el coche contemplando el fiordo de Roskilde. El alargado reflejo de las luces de la ciudad se agitaba en la oscura superficie del agua. En otras circunstancias lo habría sosegado, pero en esos momentos no había sosiego que valiera.

No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, le daba vueltas y más vueltas por la cabeza. No dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy, porque un buen día ya no hay mañana.

Dos semanas antes y habría bastado para que Martha Jørgensen pudiese morir con la certeza de que los verdugos de sus hijos habían dejado de existir. Qué descanso habría sido. Y qué descanso para Carl saber que ella lo sabía.

No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

Volvió a mirar el reloj, sacó el móvil y pasó largo rato contemplándolo antes de decidirse a marcar.

– Clínica de Lesiones Medulares -respondió una voz.

Al fondo se oía un televisor a todo volumen del que salían las palabras Ejlstrup, Dueholt, Duemose y una ambiciosa operación de rescate de animales.

También allí.

– Soy Carl Mørck -se presentó-, un buen amigo de Hardy Henningsen. ¿Sería usted tan amable de decirle que iré a recogerlo mañana?

– Por supuesto, pero Hardy ahora está durmiendo.

– Ya, pero quiero que sea lo primero que le digan cuando se despierte.

Volvió a contemplar el agua mientras se mordía el labio. No había tomado una decisión de semejante calibre en toda su vida.

La duda empezó a atenazarlo como un cuchillo en las entrañas.

Respiró hondo, marcó otro número y esperó unos segundos que duraron años hasta que contestó la voz de Mona Ibsen.

– Hola, Mona; soy Carl -comenzó-. Disculpa lo de la otra noche.

– Al cuerno -replicó ella entre unas risas que parecían sinceras-. Ya me he enterado de lo que ha pasado, Carl. Está en todos los canales. He visto imágenes tuyas, a montones. ¿Son graves las heridas? No paran de decirlo. ¿Dónde estás?

– Sentado en el coche, mirando el fiordo de Roskilde.

La psicóloga guardó silencio unos instantes. Seguramente trataba de sondear la profundidad de su crisis.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

– No -respondió-. Otra cosa no puedo decir.

– Salgo para allá ahora mismo. Tú quédate ahí tranquilo, Carl. No te muevas. Mira el agua y tómatelo con calma, no tardo nada. Dime exactamente dónde estás y voy.

Lanzó un suspiro. Era todo un detalle por su parte.

– No, no -objetó permitiéndose reír por un segundo-. No, no te preocupes por mí, me encuentro bien, de verdad. Lo que pasa es que hay algo de lo que me gustaría hablar contigo, una cosa que creo que no acabo de controlar. Así que si pudieras ir a mi casa me harías muy, muy feliz.

No había escatimado esfuerzos. Había neutralizado a Jesper con dinero para que fuera a la pizzería Roma y luego a ver una película al Allerød Bio. De sobra para dos personas. De sobra para que luego bajaran a tomar un kebab a la estación. Había llamado al videoclub y le había pedido a Morten que al salir del trabajo se metiera directamente en el sótano.

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