Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Carl no dijo nada, se limitó a mirar a su alrededor.

Desde el lugar donde se encontraban hasta la salida había diez metros, y desde allí hasta la linde del bosque, al menos otros cincuenta. Bosque a través sería un kilómetro y detrás se alzaba Gribskov. No había mejor escondite. El único problema era que estaba demasiado lejos y que no veía nada, absolutamente nada, que pudiera servirles como arma. Dos hombres armados con ballestas los apuntaban. ¿Qué podían hacer?

Absolutamente nada.

– Tenemos que hacerlo ahora y dejar esto bien limpio -dijo Ulrik Dybbøl Jensen con voz gangosa-. No hago más que repetíroslo. No podemos confiar en estos dos. No son como los demás que han aceptado el dinero.

Pram y Florin se volvieron lentamente hacia su amigo. Eso no ha sido muy inteligente por tu parte, se leía en sus rostros.

Mientras los tres decidían, Assad y Carl intercambiaron varias miradas. Assad le pidió disculpas y Carl le perdonó. ¿Qué coño importaba un tropezón cuando había tres hombres sin escrúpulos planeando su muerte?

– De acuerdo, lo haremos, pero no hay mucho tiempo. Los demás no tardarán ni cinco minutos -cedió Florin.

Y, sin mediar palabra, Dybbøl Jensen y Pram se abalanzaron sobre Carl mientras Torsten Florin los cubría a unos metros de distancia con la ballesta. Su eficacia lo tenía totalmente anonadado.

Le taparon la boca con cinta aislante y le ataron las manos a la espalda. Luego le echaron la cabeza hacia atrás y le pusieron más cinta aislante en los ojos. Cuando se revolvió un poco, la cinta se le pegó a los párpados y los levantó un milímetro. A través de esa ínfima rendija, un instante después pudo observar la terrible resistencia que oponía Assad, que repartía patadas y puñetazos y derribó a uno de ellos con un golpe sordo. Ulrik Dybbøl Jensen, al parecer. Estaba paralizado tras recibir un golpe en el cuello con el canto de la mano. Florin dejó la ballesta y acudió en ayuda de Pram. Mientras entre los dos intentaban reducir a Assad, Carl logró ponerse en pie y echó a correr hacia la luz que venía de la puerta.

En su situación, de poco iba a servirle a Assad en aquella contienda. Solo podría ayudarlo si escapaba.

Los oyó gritar que no llegaría muy lejos, que los chicos de la finca lo atraparían y lo traerían de vuelta. Su destino sería el mismo que el de Assad, la jaula de la hiena.

– ¡Qué bien lo vas a pasar con ella! -le gritaron.

Están perturbados, le cruzó por la mente mientras intentaba orientarse a través de aquellas diminutas rendijas.

Entonces oyó los coches en la entrada principal. Eran muchos.

Si la gente que llegaba en esos coches era como la que estaba en la nave, ya podía ir despidiéndose de la vida.

40

En cuanto el tren partió traqueteando y el sonido de las traviesas adquirió un ritmo sosegado, las voces arreciaron en la cabeza de Kimmie. No eran insistentes ni escandalosas, sino perseverantes y seguras de sí mismas. Había llegado a acostumbrarse.

Era un tren aerodinámico. Nada que ver con los viejos ferrobuses rojos de Gribskov que la habían llevado hasta allí con Bjarne la última vez muchos años atrás. Habían cambiado tantas cosas…

Aquellos fueron años locos. Habían estado bebiendo, esnifando y divirtiéndose todo el día, desde el momento en que el paisaje empezó a cambiar hasta que Torsten les mostró con orgullo su última adquisición. Bosque, pantano, lago y tierras de labor. El lugar perfecto para un cazador. Bastaba con preocuparse un poco de que las piezas heridas no acabaran en los bosques estatales y ya no se podía pedir más.

Bjarne y ella se burlaron de él. Nada más cómico que un hombre que andaba por ahí con toda seriedad con los pies metidos en unas botas de agua verdes de cordones. Pero él no se daba cuenta de nada. El bosque era suyo y allí era dueño y señor de todo animal de la fauna danesa que mereciera la pena ser cazado.

Pasaron varias horas matando venados y faisanes y al final, un mapache que ella misma le había conseguido en Nautilus, un gesto que Torsten supo apreciar. Después siguieron el ritual viendo La naranja mecánica en la sala de proyecciones de su anfitrión. Una jornada como otra cualquiera, del montón, en la que consumieron grandes cantidades de cocaína y sobre todo de alcohol que los dejaron embotados y desprovistos de la energía necesaria para salir en busca de nuevas víctimas.

Esa fue la primera y la última vez que estuvo allí. Lo recordaba como si acabara de ocurrir, de eso se encargaban las voces.

Hoy están los tres juntos, ¿te enteras, Kimmie? Ahí tienes tu oportunidad, ya está ahí , repetían una y otra vez.

Observó un instante a los demás pasajeros y luego metió una mano en su bolso de piel y palpó la granada, la pistola con silenciador, el bolso pequeño y su precioso fardito. Todo cuanto necesitaba estaba en ese bolso.

Una vez en el apeadero de Duemose esperó a que recogieran a los demás viajeros madrugadores o se fueran ellos mismos en las bicicletas que aguardaban aparcadas junto a la marquesina roja.

Un conductor se ofreció a llevarla, pero ella se limitó a sonreírle. También así podían usarse las sonrisas.

Cuando el andén se despejó y la carretera quedó igual de desierta que antes de su llegada, bajó de un salto a la vía y echó a andar por los raíles siguiendo la linde del bosque hasta que encontró un sitio donde dejar el bolso.

A continuación sacó el bolsito pequeño, se lo puso en bandolera, se remetió los vaqueros por dentro de los calcetines y ocultó el bolso grande bajo un arbusto.

– Mamá volverá, te lo prometo, mi vida. No tengas miedo -se despidió mientras las voces la apremiaban para que apretara el paso.

Resultaba sencillo orientarse en el bosque público. Continuó unos metros más por el camino, pasó por delante de una pequeña explotación y llegó a los senderos que conducían a la parte trasera de la finca de Torsten.

A pesar de la presión impaciente de las voces, tenía tiempo más que de sobra. Alzó la mirada hacia las últimas manchas de color que pendían de las ramas y aspiró el aire para que la fuerza y los colores del otoño se concentraran en aquel aroma.

Hacía años que no sentía algo así. Muchos años.

Al llegar al cortafuegos descubrió que era más ancho que la última vez. Se tendió junto a los últimos árboles y miró por encima en dirección al cercado que separaba el bosque de Torsten del público. Sus muchos años en las calles de Copenhague le habían enseñado que las cámaras de vigilancia no abultaban demasiado. Se tomó su tiempo para analizar cada árbol y cada metro del seto hasta tenerlas todas localizadas. En el tramo donde ella se encontraba había cuatro, dos fijas y otras dos que no dejaban de girar en un ángulo de ciento ochenta grados. Una de las fijas apuntaba directamente hacia ella.

Luego se retiró entre la maleza a considerar su situación.

El cortafuegos tenía una anchura de entre nueve y diez metros y estaba cubierto de una preciosa hierba recién cortada de no más de veinte centímetros de altura; es decir, era una zona llana y despejada. Miró hacia ambos lados. Lo mismo por todas partes. Solo había una manera de atravesarlo sin ser vista, y no era por la hierba.

Saltando de árbol en árbol. De rama en rama.

Reflexionó. El roble de su lado del cortafuegos era bastante más alto que el haya del otro lado. Sus ramas robustas y retorcidas se extendían cinco o seis metros por encima de la hierba y de las algo más endebles del otro árbol. Un salto desde el árbol más alto hacia el bajo suponía una caída de unos dos metros, pero a la vez había que saltar hacia delante para ir a parar lo más cerca posible del tronco del haya. De lo contrario, las ramas no podrían con su peso.

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