Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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– ¿Tú crees que Kimmie puede estar aquí, entonces? – preguntó Assad mientras avanzaba unos pasos.

El subcomisario paseó la mirada por las jaulas. La mayoría de ellas eran demasiado pequeñas para una persona.

– ¿Y aquí, entonces? -sugirió su ayudante señalando hacia una columna de congeladores que ronroneaban en uno de los pasillos laterales. Una vez junto a ellos, abrió el primero.

– ¡Uf, qué asco! -gritó sacudido por un visible escalofrío de repugnancia.

Carl echó un vistazo al interior del congelador, desde donde varias pilas de animales despellejados lo observaron con sus ojos sin párpados.

– Lo mismo en estos.

Assad iba abriendo y cerrando un arcón detrás de otro.

– Yo diría que en su mayor parte los usan como pienso -apuntó el subcomisario con los ojos clavados en la hiena. En un lugar como ese, todo bicho viviente debía desaparecer entre las fauces de aquellas criaturas hambrientas a la velocidad del rayo. Una idea de lo más aterradora.

Les costó cinco minutos comprobar que no había ningún ser humano en el resto de las jaulas.

– Mira, Carl -exclamó Assad al descubrir el tubo que había visto desde fuera-. Es un campo de tiro.

Efectivamente. Si la policía tuviera un cacharro como aquel en Jefatura, no iba a faltarles movimiento. Un prodigio de última tecnología, con inyectores de aire, y todo.

– Creo que no deberías meterte ahí dentro -le advirtió Carl al verlo adentrarse en el tubo en dirección a las dianas-. Si viene alguien no tendrás dónde esconderte.

Pero Assad no lo oyó. Acababa de descubrir las enormes dianas.

– ¿Qué es esto entonces, Carl? -le gritó pegado a una de ellas.

Carl echó un vistazo hacia atrás. No vio nada alarmante, de modo que se reunió con él.

– ¿Es una flecha o qué? -insistió su compañero, que señalaba hacia una barra de metal que había perforado el centro del blanco.

– Sí, es un dardo de los que se usan para las ballestas.

Assad lo miró desconcertado.

– ¿Qué es eso que has dicho? ¿Para qué? ¿Para las bayetas?

El subcomisario suspiró.

– Una ballesta es un arco que se tensa de una manera especial. Dispara con mucha fuerza.

– Vale. Eso ya lo veo. Y con precisión, Carl.

– Sí, con mucha precisión.

Cuando se volvieron, comprendieron que habían caído en la trampa.

En el otro extremo estaba Torsten Florin con las piernas separadas y tras él asomaban Ulrik Dybbøl Jensen y Ditlev Pram, este último con una ballesta tensada que los apuntaba directamente.

Me cago en la leche puta, pensó Carl; luego gritó:

– Métete detrás de las dianas, Assad, ¡ahora!

Con gesto ágil, sacó la pistola de la funda que llevaba al hombro y apuntó hacia el grupo en el preciso instante en que Ditlev Pram disparaba.

Cuando oyó que Assad se lanzaba hacia el otro lado de la diana, la flecha le atravesó el hombro derecho y la pistola cayó al suelo.

No dejaba de ser curioso, pero no le dolía. Lo único que pudo hacer fue constatar que la flecha lo había desplazado medio metro y ahora tenía la punta clavada en la diana y la pluma sobresaliendo de la herida ensangrentada.

– Caballeros -dijo Florin-, ¿por qué nos ponen en esta situación? ¿Qué vamos a hacer con ustedes?

Carl trató de obligar a su corazón a latir a un ritmo más pausado. Le habían sacado la flecha y rociado la herida con un líquido que casi le hizo perder el sentido, pero había frenado bastante la hemorragia.

Era una situación deplorable. A los tres les costaba ocultar su furia.

Mientras tanto, Assad se resistía como un loco a que los sacaran del túnel y los obligaran a sentarse en el suelo con la espalda contra una de las jaulas.

– ¿Es que no sabéis lo que les pasa entonces a los que les hacen esto a policías en acción? -gritaba.

Carl le dio un empujoncito en el pie con disimulo y eso lo apaciguó un poco.

– La cosa es muy sencilla -dijo Carl; sentía cada palabra como un latigazo en todo el torso-. Ahora nos dejan irnos y ya veremos qué pasa después. No ganan nada con amenazarnos o retenernos.

– ¡Claro!

Era Ditlev Pram. Aún llevaba la ballesta lista para disparar. Ya podía apuntar hacia otro lado.

– No somos imbéciles. Sabemos que estamos bajo sospecha por asesinato. Habéis hecho referencia a varios episodios. Os habéis puesto en contacto con nuestro abogado. Habéis encontrado una conexión entre Aalbæk y yo. Pensáis que lo sabéis todo de nosotros y de repente os creéis en posesión de eso que vosotros llamáis la verdad.

Se acercó y puso sus botas de piel junto a los pies de Carl.

– Pero esa verdad no nos concierne solo a nosotros tres. Si tenéis la suerte de convencer a un montón de gente de eso que creéis saber, varios miles de personas se quedarán sin sustento. Las cosas no son tan sencillas, Carl Mørck.

Hizo un gesto hacia cuanto los rodeaba.

– Enormes fortunas quedarán bloqueadas, y eso es algo que no deseamos ni nosotros ni nadie. Así que estoy con Torsten: ¿qué vamos a hacer con vosotros?

– Hay que limpiar esto bien -intervino Ulrik Dybbøl Jensen, aquel hombretón de pupilas dilatadas y voz temblorosa. No cabía duda alguna de sus intenciones. Pero Florin titubeaba, Carl lo advirtió. Titubeaba y pensaba.

– Os soltamos y os damos un millón a cada uno, así, sin más. Dejáis el caso y cogéis el dinero. ¿Qué decís?

Había que decir que sí, ¿qué si no? Desde luego, en la alternativa era mejor no pensar.

Miró a Assad. Asentía. Chico listo.

– ¿Y tú, Carl Mørck? ¿Eres igual de razonable que el amigo Mustafá? -preguntó Florin.

Carl lo miró con dureza y luego asintió también.

– Pero tengo la sensación de que no es suficiente, así que vamos a doblar la oferta. Dos millones para cada uno a cambio de vuestro silencio. Lo haremos con discreción, ¿estamos de acuerdo? -insistió Torsten Florin.

Asintieron los dos.

– Pero antes hay una cosa que necesito aclarar y quiero que contestéis con sinceridad. Si me mentís lo sabré, y adiós trato. ¿Entendido?

No esperó a que respondieran.

– ¿Por qué me habéis hablado de ese matrimonio de Langeland esta mañana? Lo de Kåre Bruno lo entiendo, pero ¿ese matrimonio? ¿Qué tiene que ver con nosotros?

– Una investigación minuciosa -contestó el subcomisario-. Tenemos un hombre en Jefatura que lleva años siguiendo ese tipo de casos.

– Pero si no tiene nada que ver con nosotros -insistió Florin.

– Querías una respuesta sincera y la respuesta es una investigación minuciosa -repitió-. La naturaleza del ataque, el lugar, el método, el momento. Todo encaja con vosotros.

Entonces, la banda decidió demostrar de lo que era capaz.

– ¡Contesta! -gritó Ditlev Pram golpeando a Carl en la herida con el mango de la ballesta.

Ni siquiera llegó a gritar, el dolor le hizo un nudo en la garganta. Y Pram golpeó otra vez. Y otra.

– ¡Que contestes! ¿Por qué nos relacionáis con ese matrimonio de Langeland? -gritaba.

Se disponía a darle con más fuerza cuando Assad lo detuvo.

– Kimmie tenía un pendiente -aulló-, la pareja del que encontraron en la playa. Lo guardaba en una caja con más pruebas de vuestras agresiones. Ya lo sabíais.

Si le hubiera quedado un ápice de energía en el cuerpo, Carl le habría hecho algún gesto contundente para que cerrara la boca.

Ahora era demasiado tarde.

Lo leyeron de inmediato en el rostro de Torsten Florin. Todo cuanto temían esos tres hombres acababa de hacerse realidad. Había pruebas en contra de ellos, y unas pruebas auténticas.

– Supongo que habrá alguien más en Jefatura que sepa de la existencia de esa caja. ¿Dónde está ahora mismo?

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