Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Lo que había comenzado como un doble asesinato podía conducirlos a esclarecer otros delitos, quizá incluso algún crimen.

Ya solo le faltaba una confrontación directa con los miembros de la banda; si formulaba las preguntas oportunas podía llegar a asustarlos, tal vez hasta a separarlos. Y si no podía lograr una prisión preventiva, tendría que intentarlo jugando en su terreno.

Lo más complicado era dar con el eslabón más débil de la cadena. ¿En quién concentrar los primeros ataques? Bjarne Thøgersen era la opción más evidente, claro, pero tantos años en la cárcel le habían enseñado a tener la boca cerrada. Además, contaba con la protección de los barrotes. No tenía por qué hablar con ellos de una cosa por la que ya lo habían condenado. Si querían sacarle algo, primero tendrían que encontrar pruebas irrefutables de nuevos delitos.

No; si no podían empezar por él, ¿entonces por quién? ¿Torsten Florin, Ulrik Dybbøl Jensen o Ditlev Pram? ¿A cuál de los tres sería más fácil hincarle el diente?

Dar con la respuesta adecuada requería conocerlos personalmente, por supuesto, pero su intuición le decía que no iba a ser nada fácil. La cagada de la víspera en la clínica de Pram lo demostraba. Evidentemente, Ditlev Pram había estado enterado de la llegada de la policía desde el primer momento. Quizá hasta se hallara en las inmediaciones, quizá no, pero independientemente de dónde se encontrara, sabía que ellos dos estaban allí.

Y no dio señales de vida.

No; si quería hablar con alguno de los tres tendría que pillarlos en la cama. Por eso Assad y él estaban en danza desde tan temprano esa mañana.

El primero sería Torsten Florin, y no era una elección dejada al azar. En muchos aspectos parecía el más débil, con su figura delgada y esa profesión tan poco masculina. Sus declaraciones a los medios en materia de moda también daban la impresión de que ocultaba algo, era frágil. En eso era diferente a los demás.

Al cabo de dos minutos, Carl recogió a Assad en la glorieta de Trianglen. Esperaban llegar a la finca de Ejlstrup en el plazo de media hora y sorprender a Florin con su más que intempestiva visita.

– Tengo la información sobre la banda -le comunicó Assad desde el asiento del copiloto-. Esta es la carpeta de Torsten Florin, entonces.

Durante el trayecto por Lyngbyvejen, sacó un expediente de la cartera.

– Su casa me parece una especie de fortaleza -continuó-. Tiene una verja de acero supergigantísima que corta el camino hacia la finca. He leído que cuando da fiestas, los coches de la gente entran de uno en uno, entonces. Y en realidad es verdad.

Carl le echó un vistazo a la hoja impresa en color que sostenía su ayudante. Era complicado hacerse una idea sin perder demasiado de vista la estrecha carretera que serpenteaba a través del bosque de Gribskov.

– Mira esto, Carl. Se ve todo muy bastante bien en la foto aérea. Aquí está la casa de Florin. Aparte del antiguo edificio de la granja, que es donde vive él, y entonces de esta casita de madera -explicó señalando hacia una mancha que aparecía en el mapa-, entonces todo lo demás, incluido este edificio gigante y todas las casitas que tiene detrás, no lo construyeron hasta 1992.

Desde luego era extraño.

– ¿No te parece que están dentro de Gribskov? ¿Será posible que le hayan dado una licencia de construcción? -preguntó el subcomisario.

– No, no están dentro del bosque. Entre Gribskov y el bosquecito de Florin pasa un cortas… un cortas…? ¿Cómo se llaman esas cosas, Carl?

– ¿Un cortafuegos?

Sentía la mirada algo sorprendida de Assad clavada en él.

– Bueno, lo que sea, se ve muy bien en la foto. Mira. Esa rayita marrón estrecha. Y ha cercado sus tierras. Con lagos y colinas y todo.

– Vete tú a saber por qué lo habrá hecho. ¿Le dan miedo los paparazzi o qué?

– Tiene que ver con eso de que caza.

– Sí, sí. No quiere que los animales de sus terrenos se le escapen al bosque público, conozco a los de su calaña.

En Vendsyssel, de donde era Carl, la gente se reía de los que hacían esas cosas, pero al parecer, en el norte de Selandia era distinto.

Habían llegado a un punto donde el paisaje se abría, al principio en pequeños claros y más adelante en campos amplios de los que aún asomaba el rastrojo.

– ¿Ves ese chalé de estilo alpino, Assad?

Señaló hacia una casa baja que había a la derecha y no aguardó respuesta. Destacaba a más no poder en medio del valle anegado por las aguas.

– Al otro lado está la estación de Kagerup. Una vez encontramos allí a una niña que creíamos que estaba muerta. Se había escondido en el aserradero porque le daba miedo un perro que había llevado a casa su padre.

Sacudió la cabeza. ¿Sería esa la verdadera razón? De repente sonaba inverosímil.

– Gira aquí, Carl -le indicó Assad señalando hacia un letrero donde se leía «Mårum»-. Después tenemos que torcer a la derecha en la encima de la colina. Desde allí son unos doscientos metros cuesta abajo hasta la entrada. ¿Quieres que lo llame antes entonces?

Su jefe negó con la cabeza. Y una leche, no pensaba darle la oportunidad de que se esfumara como Ditlev Pram.

En efecto, Torsten Florin había cercado su propiedad a conciencia. «Dueholt» ponía con enormes letras de latón sobre un bloque de granito que había junto al portón de hierro forjado que asomaba por encima del seto.

Carl se inclinó sobre un interfono que había sobre un poste a la altura de la ventanilla.

– Soy el subcomisario Carl Mørck -anunció-. Ayer hablé con el abogado Bent Krum. Nos gustaría hacerle unas preguntas a Torsten Florin. Solo será un momento.

El portón tardó al menos dos minutos en abrirse.

Al otro lado del seto, el paisaje era más abierto. Lagos y colinas a la derecha en una pradera asombrosamente lozana para la época del año en la que se encontraban; más abajo, una serie de arboledas que acababan convirtiéndose en un auténtico bosque y, como telón de fondo, la inmensa columnata de robles centenarios de Gribskov con sus copas casi desnudas.

Un buen montón de fanegas de tierra, se dijo Carl. Tal y como andaban los precios del suelo por la zona, la finca debía de costar varias docenas de millones.

Al girar hacia la casa, que estaba situada junto al bosque, la sensación de riqueza se multiplicó. El edificio de la granja Dueholt era una delicia de cornisas cuidadosamente restauradas y tejas vidriadas en negro. Contaba con varios salones acristalados, probablemente orientados hacia los cuatro puntos cardinales, y el jardín y el patio de la granja estaban tan bien cuidados que harían quitarse el sombrero al mismísimo equipo de jardineros de la reina.

Detrás de la vivienda principal había un edificio de madera pintado de rojo que debía de estar protegido. Al menos, con los casi doscientos años que tenía a sus espaldas, desentonaba del resto. Un contraste innegable con la enorme construcción de acero que asomaba por detrás. Enorme y hermosa. De cristal y metal reluciente, como el Palacio de Cristal de Madrid, que había visto en un póster en el aeropuerto.

El Crystal Palace a lo Ejlstrup.

También había unas cuantas casitas que se arracimaban en la linde del bosque como una aldea, con sus pequeños jardines y sus porches, rodeadas de terrenos roturados donde, al parecer, se cultivaban verduras. Por lo menos quedaban grandes sembrados de puerros y coles.

Joder, esto es inmenso, pensó Carl.

– ¡Huy, qué bonito! -exclamó Assad.

No vieron a nadie hasta que llamaron a la puerta y salió a abrirles nada menos que Torsten Florin en persona.

El subcomisario le tendió la mano y se presentó, pero Florin, que solo tenía ojos para Assad, permaneció como un bloque de granito impidiéndoles la entrada.

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