– No creo que sea buena idea hacer semejantes declaraciones en un espacio público -replicó Krum más que dispuesto a ponerle una demanda.
– ¿Público? -repitió Carl echando un vistazo al escenario de madera de teca, fibra de vidrio reluciente y cromo que los rodeaba-. Pero ¿existe algún sitio menos público que este?
Extendió los brazos con una sonrisa. Muchos lo habrían calificado de cumplido.
– ¿Y Kimmie Lassen? -continuó-. ¿Ella no destacaba? ¿No es cierto que su papel dentro del grupo era fundamental? ¿No es cierto que Florin, Dybbøl Jensen y Pram podrían tener cierto interés en que desapareciera de la faz de la tierra sin armar mucho jaleo?
La sonrisa de Krum le surcó el rostro de arrugas. No era una visión agradable.
– Le recuerdo que ya ha desaparecido. ¡Y por voluntad propia, que conste!
El subcomisario se volvió hacia Assad.
– ¿Lo tienes, Assad?
Su ayudante le hizo una señal afirmativa con el lápiz.
– Gracias -concluyó Carl-. Eso era todo.
Se levantaron.
– ¿Disculpe? -saltó Krum-. ¿Que si tiene qué? ¿Qué es lo que acaba de pasar?
– Bueno, acaba usted de decir que el grupo estaba interesado en que Kimmie Lassen desapareciera.
– No, de ninguna manera.
– ¿A que sí, Assad?
El hombrecillo asintió con vehemencia. Desde luego, era leal.
– Tenemos todo tipo de indicios que apuntan al grupo como responsable de la muerte de los hermanos de Rørvig -dijo Carl-, y no me refiero solo a Bjarne Thøgersen, de modo que volveremos a vernos, señor Krum. Conocerá además a una serie de personas de las que quizá haya oído hablar, o quizá no, todas ellas muy interesantes y con muy buena memoria. Por ejemplo, Mannfred Sloth, el amigo de Kåre Bruno.
El abogado no reaccionó.
– Y un profesor del internado, Klavs Jeppesen. Por no hablar de Kyle Basset, al que ayer interrogué en Madrid.
Esta vez la reacción de Krum no se hizo esperar.
– Un momento -lo interrumpió tomándolo del brazo.
Carl lanzó una mirada de desprecio hacia su mano y el abogado la retiró a la velocidad del rayo.
– Sí, sí, señor Krum -dijo-. Ya sabemos que siente usted el mayor interés por el bienestar del grupo. Es usted, por ejemplo, presidente del consejo de administración de la clínica Caracas. Puede que esa sea la principal razón que le permite frecuentar un entorno tan privilegiado.
Señaló hacia los restaurantes del muelle y el estrecho.
No cabía la menor duda de que Bent Krum estaba a punto de salir corriendo como alma que lleva el diablo a hacer una ronda de llamadas a los miembros de la banda.
Así estarían en su punto cuando él fuera a buscarlos. Tal vez hasta tiernecitos.
Assad y Carl hicieron su entrada en Caracas como un par de caballeros amantes de la belleza y deseosos de conocer el entorno antes de decidirse a dejarse aspirar un poquito de grasa de aquí y de allá. La recepcionista trató de detenerlos, pero el subcomisario echó a andar hacia lo que parecía la zona administrativa con paso decidido.
– ¿Dónde está Ditlev Pram? -le preguntó a una secretaria cuando al fin se topó con la placa donde ponía «Ditlev Pram, director ejecutivo».
La secretaria ya había echado mano al teléfono dispuesta a llamar a seguridad cuando él le mostró la placa y la deslumbró con una sonrisa que hasta la realista madre de Carl habría encontrado irresistible.
– Disculpe que irrumpamos de esta manera, pero tenemos que hablar con Ditlev Pram. ¿Cree que podría conseguir traerlo hasta aquí? Él se alegraría tanto como nosotros.
No cayó en la trampa.
– Lo lamento, pero hoy no vendrá -contestó con tono autoritario-. Si quieren puedo darles una cita. ¿Qué les parece el 22 de octubre a las 14:15?
Pues no iban a hablar con Pram. Mierda.
– Gracias, ya llamaremos -contestó Carl mientras tiraba de Assad.
Iba a avisar a Pram, sin duda. Ya se había dado la vuelta y se dirigía a la terraza con el móvil en la mano. Una secretaria muy competente.
– Nos han mandado ahí abajo -dijo Carl señalando hacia las habitaciones al volver a pasar frente a la recepción.
Por el camino fueron objeto de miradas muy atentas a las que ellos correspondieron con corteses inclinaciones de cabeza.
Cuando dejaron atrás la zona de los quirófanos se detuvieron un instante para cerciorarse de que Pram no aparecía. Luego pasaron por una serie de habitaciones individuales de las que salían acordes de música clásica y fueron a parar a la zona de servicio, frecuentada por personas con peor aspecto que iban vestidas con uniformes de menos calidad.
Saludaron a los cocineros y llegaron a la lavandería, donde una hilera de mujeres con un aspecto muy asiático los observaron extraordinariamente asustadas.
Carl estaba dispuesto a apostar cualquier cosa a que si Pram se enteraba de que habían estado allí abajo, se desharía de todas aquellas mujeres en menos de una hora.
En el viaje de regreso, Assad se mostró taciturno. Al llegar a la altura de Klampenborg se volvió hacia su jefe y le preguntó:
– ¿Adónde irías si fueras Kimmie Lassen?
Carl se encogió de hombros. ¿Quién podía saberlo? Aquella mujer era impredecible. Al parecer tenía la capacidad de improvisar en la vida como nadie. Podía estar en cualquier parte.
– Pero estamos de acuerdo en que su interés en que Aalbæk dejara de buscarla era grande. Quiero decir que ella y el resto del grupo no eran precisamente carne y uña.
– Uña y carne, Assad; uña y carne.
– Los de Homicidios me han dicho que el sábado por la noche, Aalbæk estuvo en algo que se llama Damhuskroen. ¿Te lo había contado?
– No, pero ya lo había oído.
– Y fue con una mujer, ¿no?
– Eso, en cambio, no lo sabía.
– Carl, si ha matado a Aalbæk no creo que los demás de la banda estén contentos.
Eso por decirlo suavemente.
– Entonces hay guerra entre ellos.
Carl asintió, cansado. Los últimos días no solo le estaban pasando factura a su cerebro, sino también a su sistema motor. De repente le costaba una barbaridad pisar el acelerador.
– ¿No crees que en ese caso volvería a la casa donde encontraste la caja para recuperar las pruebas que tiene contra los demás, entonces?
Carl asintió despacio. Era una posibilidad a tener muy en cuenta. Otra era hacerse a un lado y echar una cabezadita.
– ¿Vamos para allá? -concluyó Assad.
Encontraron la casa cerrada y con las luces apagadas. Llamaron un par de veces al timbre. Buscaron el número de teléfono y marcaron. Lo oyeron sonar en alguna de las salas, pero nadie contestó. Parecía inútil. Al menos, Carl no se sentía capaz de hacer mucho más. Las mujeres de cierta edad también tenían derecho a salir de entre las cuatro paredes de su casa de vez en cuando, qué carajo.
– Venga, vámonos -dijo-. Conduce tú, así me echo un sueñecito mientras tanto.
Cuando llegaron a Jefatura, Rose estaba recogiendo. Se iba a su casa y ya no la verían en el plazo de dos días. Estaba cansada, había trabajado duro el viernes por la tarde, el sábado y parte del domingo. Ya no daba más de sí.
Carl se sentía exactamente igual.
– Por cierto -dijo Rose-, he conseguido hablar con una persona que ha localizado el expediente de Kirsten-Marie Lassen en la Universidad de Berna.
Conque le había dado tiempo a terminar la lista, pensó su jefe.
– Fue muy buena estudiante mientras estuvo allí, nada de patinazos, me ha dicho. Por lo que cuenta su ficha, de no haber sido porque perdió a su novio en un accidente de esquí, se podría calificar su estancia allí de agradable.
– ¿Un accidente de esquí?
– Sí; por lo que me ha dicho la secretaria, fue un poco raro. En realidad, a veces todavía lo comentan. Su novio era muy buen esquiador, no era propio de él salir de la pista para adentrarse en una zona tan rocosa.
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