Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Levantó la vista hacia la pizarra, donde estaba el teléfono del abogado, y lo marcó.

– Agnete Krum -contestó una voz.

Tras aclararse la garganta, el subcomisario pisó el acelerador y arrancó a hablar varios tonos por encima del habitual. No le molestaba que su fama lo precediera, pero no si era mala.

– No -le explicó la mujer-, ya no vive aquí. Si quiere algo de él, haga el favor de llamarlo al móvil.

Le dio el número con voz tristona.

Carl marcó de inmediato y escuchó un mensaje que decía que Bent Krum había ido a poner a punto su barco, pero que al día siguiente estaría localizable en ese mismo número entre las nueve y las diez.

Y una leche, pensó mientras volvía a llamar a la mujer. Le informó de que el barco estaba anclado en el puerto de Rungsted.

No se podía decir que le pillara de sorpresa.

– Vamos a salir, Assad, prepárate -le gritó por el pasillo-. Hago una llamada más y listo, ¿vale?

Marcó el número de Brandur Isaksen, un antiguo compañero y rival de la comisaría del centro que era mitad de las islas Feroe mitad de Groenlandia y con un espíritu casi igual de noratlántico. El carámbano de Halmtorvet, lo llamaban.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Me gustaría que me contaras algo sobre una tal Rose Knudsen que he heredado de vosotros. He oído que os dio algunos quebraderos de cabeza por ahí. ¿Podrías decirme qué hizo exactamente?

Carl no había contado con la carcajada que siguió.

– ¿Te la han colocado a ti? -le preguntó Isaksen en medio de unas risotadas de muy mal agüero, un acontecimiento tan insólito como oírle decir algo agradable-. Te lo cuento así, a grandes rasgos. Primero empotró su Daihatsu contra los vehículos privados de tres compañeros al dar marcha atrás; después dejó una cafetera de Bodum que se salía encima de unas notas manuscritas con las que el jefe pensaba elaborar los informes semanales; mangoneaba a todas las administrativas, mangoneaba a todos los investigadores, metía las narices en su trabajo y, para concluir, y por lo que me han contado, se tiró a dos compañeros en una cena de Navidad.

En aquellos momentos parecía a punto de caerse de culo de la silla, tanta gracia le hacía.

– ¿Te la han colocado a ti, Carl? Pues será mejor que no le des nada de beber.

El subcomisario respiró hondo.

– ¿Algo más? -preguntó.

– Sí, tiene una hermana gemela. Bueno, no son univitelinas, pero casi igual de raras.

– Ajá, ¿y qué más?

– Pues verás, cuando empiece a llamar a su hermanita desde el trabajo te vas a enterar de lo que son dos tías cotorreando. En pocas palabras, es torpe, indomable y a veces, enormemente recalcitrante.

Vamos, nada que no supiera ya, aparte de lo de las copas.

Tras colgar el aparato aguzó el oído en un intento de descifrar qué ocurría en el despachito de Rose.

Luego se levantó y se escabulló por el pasillo. Efectivamente, estaba hablando por teléfono.

Se acercó a la puerta y apuntó con la oreja hacia el vano.

– Sí -decía ella en voz baja-, qué remedio. Ya te digo. ¿Tú crees…? Pues muy bien.

Y muchas más cosas por el estilo.

Carl apareció en el hueco de la puerta y la miró con dureza. Tal vez produjera algún efecto.

Al cabo de dos minutos, Rose colgó. Lo del efecto había salido así así.

– ¿Qué, de charleta con los amigos? -preguntó su jefe con sarcasmo. Al parecer, a la señorita le resbalaba.

– Los amigos -repitió ella cogiendo aire-. Sí, supongo que se podría decir así. Era un jefe de sección del Ministerio de Justicia. Solo llamaba para decirnos que la Kripo esa de Oslo les ha enviado un mensaje poniéndonos por las nubes y diciendo que este departamento es lo más interesante que ha ocurrido en la historia de la policía criminal del norte de Europa en los últimos veinticinco años. Y ahora los del ministerio querían preguntarme si yo sabía por qué no te han propuesto para un ascenso a comisario.

Carl tragó saliva. ¿Otra vez iban a empezar con esa cantinela? Y un huevo, al colegio él no volvía. Eso ya lo tenía más que hablado con Marcussen.

– ¿Y tú qué le has dicho?

– ¿Yo? Bueno, he cambiado de tema. ¿Qué querías que le dijera?

Buena chica, pensó.

– Oye, Rose -arrancó haciendo un esfuerzo extraordinario. Para un tipo de Brøndslev no era fácil pedir perdón-. Antes he estado un poco desagradable. Olvídalo. El viaje a Madrid fue muy bien. Desde el punto de vista del ocio, bastante por encima de la media, ahora que lo pienso. Vi a un mendigo desdentado, me robaron todas las tarjetas y el dinero y recorrí por lo menos dos mil kilómetros con una desconocida cogiéndome de la mano. Pero, para otra vez, avísame primero, ¿quieres?

Rose sonrió.

– Y, antes de que se me olvide, una cosa más. ¿Fuiste tú la que habló con la asistenta que llamó desde casa de Kassandra Lassen? Se me había olvidado la placa, te acuerdas, y llamó para verificar mi identidad.

– Sí, fui yo.

– Cuando te pidió una descripción de mi aspecto, ¿qué le dijiste? ¿Podrías contármelo?

En sus mejillas se abrieron dos hoyuelos traicioneros.

– Ah, pues le dije que si era un tipo con un cinturón de cuero marrón, los quesos metidos en unos zapatones negros del cuarenta y cinco y pinta de no ser ni fu ni fa, había bastantes probabilidades de que fueses tú. Y si, además, te veía una calva con forma de culo en la coronilla, entonces bingo.

Joder, no tiene ni un átomo de piedad, se dijo mientras se echaba el pelo un poco hacia atrás.

Encontraron a Bent Krum en el muelle 11, sentado en un sillón acolchado que había en la cubierta de popa de un yate que, con toda seguridad, valía mucho más que un tipo como él.

– Es un V42 -comentaba un chiquillo delante del restaurante tailandés del paseo marítimo. Eso es lo que se llama una buena educación, sí señor.

El entusiasmo del abogado Krum al ver subir a bordo de su paraíso a uno de los guardianes de la ley, seguido de un individuo moreno, de pelo ralo, exponente de la Dinamarca alternativa, era más bien escaso, pero no tuvo la menor oportunidad de decir ni pío.

– He estado hablando con Valdemar Florin -lo informó Carl- y él me ha remitido a usted. Lo considera adecuado para hablar en nombre de la familia. ¿Dispone de cinco minutos?

Bent Krum se puso las gafas de sol a modo de diadema. También podría haberlas llevado allí desde el principio, porque no había ni un rayo de sol.

– Cinco minutos y ni uno más. Mi mujer me espera en casa.

El subcomisario sonrió de oreja a oreja. Sí, seguro, decía su sonrisa. Bent Krum tomó buena nota de ello como el perro viejo que era. Tal vez tuviera más cuidado con las mentiras en adelante.

– Valdemar Florin y usted estaban presentes cuando condujeron a aquellos jóvenes a la comisaría de Holbæk en 1986 como sospechosos de haber cometido el crimen de Rørvig. El señor Florin ha insinuado que algunos de los chicos destacaban del resto del grupo y que usted podría darme más detalles al respecto. ¿Sabe a qué se refería?

Allí, bajo el sol, era un hombre muy pálido. No era una cuestión de falta de pigmentos, sino de anemia. De desgaste a causa de todas las bajezas que había tenido que urdir a lo largo de los años. Carl estaba harto de verlo. Nadie más pálido que los policías con asuntos por resolver y que los abogados con demasiados asuntos resueltos.

– ¿Que destacaban, dice? Supongo que todos ellos destacaban. Unos jóvenes estupendos, en mi opinión. Y han tenido ocasión de demostrarlo desde entonces, ¿no le parece?

– Sí, bueno -contestó Carl-. Yo no sé mucho de esas cosas, pero con uno que se pega un tiro en sus partes bajas, otro que vive de inflar mujeres a base de bótox y silicona, un tercero que obliga a un puñado de crías desnutridas a tambalearse de un lado a otro mientras la gente las mira, un cuarto que está en la cárcel condenado a cadena perpetua, un quinto que se ha especializado en hacer que los millonarios se lucren a costa de la ignorancia de los pequeños ahorradores y, para terminar, otra más que lleva doce años viviendo en la calle, la verdad, no sé que decirle.

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