Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Nunca se le habían dado bien los árboles. Su madre le tenía prohibido jugar en sitios donde pudiera ensuciarse la ropa, y cuando ella faltó también le faltaron las ganas.

El roble era un árbol magnífico con unas ramas sinuosas llenas de protuberancias y una gruesa corteza. Resultaba sencillo trepar por él.

Era una sensación fantástica.

– Algún día tienes que probar… -se dijo en voz baja mientras seguía subiendo.

Una vez en lo alto empezó a inquietarse. De repente, la distancia hasta el suelo parecía muy real. El salto hasta las resbaladizas ramas del haya, definitivo. ¿Sería capaz? Desde abajo había sido casi un juego, pero allí arriba, no. Si se caía sería el fin. Se rompería los brazos y las piernas. La verían con las cámaras. La agarrarían y la tendrían en sus manos. Los conocía. Los vengadores pasarían a ser ellos.

Permaneció sentada unos minutos calculando la fuerza del impulso. Después se levantó con cuidado y se agarró a las ramas del roble con los brazos echados hacia atrás.

En cuanto saltó supo que había tomado demasiado impulso. Lo supo al volar por los aires y encontrarse con el tronco del árbol de debajo demasiado cerca. Sintió cómo se le partía el dedo en su intento de evitar la colisión, pero los reflejos la ayudaron. Si tenía un dedo inutilizado, le quedaban otros nueve de los que servirse. Ya se ocuparía más tarde del dolor. Aferrada al tronco, comprobó que las hayas tienen menos ramas en la parte baja que los robles.

Descendió hasta donde pudo y luego, agarrada a la rama más baja, calculó que aún quedaban tres o cuatro metros para llegar al suelo. Asió con fuerza la madera y permaneció colgando unos instantes mientras el dedo roto seguía sus propios dictados. Se balanceó hacia el tronco, se enganchó a él con un brazo como pudo, soltó el otro y se dejó caer. Los nudos del último trecho de la corteza le dejaron los antebrazos y el cuello ensangrentados.

Estudió el dedo torcido y lo colocó en su sitio de un tirón que le inundó todo el cuerpo de oleadas de dolor. Pero Kimmie estaba muda. Se lo habría arrancado a tiros de haber sido necesario.

Después se limpió la sangre del cuello y se adentró entre las sombras del bosque, esta vez por el lado correcto del cercado.

Era un bosque mixto, aún lo recordaba de su anterior cacería. Pequeños grupos de abetos, algunos claros con árboles de fronda recién plantados y enormes extensiones de abedules, espinos, hayas y robles silvestres dispersos aquí y allá.

Había un penetrante olor a hojas podridas. Quince años pateando el empedrado acentúan esas sensaciones.

Las voces le exigían que echara a andar y acabase con aquello de una vez, que fuera ella quien determinara las condiciones del enfrentamiento, pero Kimmie las ignoró. Tenía tiempo de sobra y lo sabía. Cuando Torsten, Ulrik y Ditlev jugaban a sus juegos sanguinarios, no lo dejaban hasta saciarse. Y no eran fáciles de saciar.

– Iré bordeando el bosque y el cortafuegos -dijo en voz alta para que las voces tuvieran que doblegarse-. El camino es más largo, pero llegaremos a la finca de todas formas.

Por eso vio a aquellos hombres morenos que esperaban mirando hacia el bosque. Por eso vio la jaula con aquel animal furioso. Y por eso reparó en los protectores que llevaban por encima de los pantalones hasta la altura de las ingles.

Por eso decidió adentrarse en el bosque y esperar a ver qué curso tomaban los acontecimientos.

Entonces resonaron los primeros gritos y cinco minutos después, los primeros disparos.

Estaba en el territorio de los cazadores.

41

Corría con la cabeza echada hacia atrás y vislumbraba el suelo a sus pies como un centelleo que iba alternando hojas secas y ramas traicioneras. Por detrás, a lo lejos, oyó durante algún tiempo las furibundas protestas de Assad hasta que al fin lo envolvió el silencio.

Aminoró el paso. Luchó contra la cinta aislante de las muñecas. La nariz reseca por la dificultad de respirar. La nuca doblada para alcanzar a ver algo.

Tenía que quitarse la cinta de los ojos, eso lo primero. No tardarían en llegar de todas partes. Los cazadores de la finca y los ojeadores de sabe Dios dónde. Hizo un giro completo y no vio más que árboles y más árboles por las estrechas rendijas que dejaba la cinta aislante. Después echó a correr unos segundos más hasta que una rama baja lo golpeó en la cabeza y le hizo caer hacia atrás.

– Me cago en la leche -se lamentó-. Me cago en la leche puta.

Consiguió incorporarse a duras penas y escogió una rama tronchada que había a la altura de su cabeza. Luego se acercó cuanto pudo al tronco, logró pasar la punta doblada de la rama por debajo de la cinta y que saliera en paralelo a la aleta de la nariz y se agachó muy lentamente. La cinta se le tensó por la nuca, pero no llegó a desprenderse de la zona de los ojos. La tenía demasiado pegada a los párpados.

Volvió a tirar intentando mantener los ojos cerrados, pero sentía que los párpados seguían la dirección del movimiento y los ojos se le ponían en blanco.

– Mierda, mierda, mierda -maldijo sacudiendo la cabeza de un lado a otro mientras la rama le arañaba el párpado.

Oyó por primera vez los gritos de los ojeadores. No estaban tan lejos como esperaba, quizá a unos centenares de metros, aunque era difícil determinarlo allí, en el bosque. Al levantar la cabeza para sacar la rama de la cinta comprobó que veía más o menos bien con un ojo.

Por delante de él se extendía un bosque tupido. La luz se filtraba de una manera bastante irregular y, a decir verdad, no tenía la menor idea de qué era el Norte y qué el Sur. Eso le bastó para comprender que aquello podía ser el principio del fin de Carl Mørck.

Los primeros disparos resonaron cuando acababa de entrar en el primer claro; los ojeadores estaban tan cerca que no le quedó más remedio que echarse al suelo. Por lo poco que podía ver, el cortafuegos estaba algo más adelante y tras él arrancaban los senderos que atravesaban la zona pública del bosque. A tiro de piedra, no habría más de setecientos u ochocientos metros hasta el lugar donde había aparcado el coche, pero ¿de qué le servía si no sabía en qué dirección?

Veía las aves que levantaban el vuelo por encima de los árboles y oía movimiento en el monte bajo. Los ojeadores gritaban y golpeaban tacos de madera unos contra otros. Los animales huían.

Si llevan perros, me encuentran en dos patadas, pensó mientras bajaba la mirada hacia un montón de hojarasca que el viento había acumulado junto a un tronco que formaba una «y».

Cuando saltaron los primeros corzos se estremeció sobresaltado, rodó instintivamente hacia el montón de hojas y se retorció, se arqueó y se agitó hasta quedar enterrado.

Ahora respira con calma y muy, muy despacio, pensó en el interior de aquel montón que olía a humus. Joder, ojalá que Torsten Florin no hubiese pertrechado a sus ojeadores con teléfonos móviles y no pudiera avisarlos de que en ese preciso instante andaba por allí un poli suelto que por nada del mundo debía escapar. ¡Ojalá! Pero ¿era probable? ¿Sería posible que un hombre como Florin no hubiese tomado precauciones? No, imposible. Los ojeadores sabían perfectamente qué y quién había por delante, por supuesto.

Una vez oculto entre las hojas descubrió que se le había vuelto a abrir la herida y sintió que la sangre que iba perdiendo lentamente le pegaba la camisa al cuerpo. Si había perros, lo olfatearían en un santiamén. Y si tenía que permanecer mucho rato allí tumbado, se desangraría.

Así, ¿cómo cojones iba a poder ayudar a Assad? Y si, contra todo pronóstico, sobrevivía y Assad moría, ¿cómo iba a poder volver a mirarse al espejo? No podría. Ya había perdido a un compañero. Ya le había fallado a un compañero. Así era.

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