Jussi Adler-Olsen - Los Chicos Que Cayeron En La Trampa

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Los Chicos Que Cayeron En La Trampa: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales de los años noventa, la policía encuentra, en una casa de veraneo en el norte de Dinamarca, a dos hermanos adolescentes brutalmente asesinados. Han sido golpeados, torturados y violados sin compasión. La investigación policial apunta a que los culpables pueden hallarse entre un grupo de jóvenes de buena familia, hijos de padres exitosos, ricos, cultos. Sin embargo, el caso se cierra muy pronto por falta de pruebas concluyentes hasta que, pocos años más tarde, uno de los sospechosos se entrega sin razón aparente y confiesa el crimen. Supuestamente, el misterio se ha resuelto. Pero entonces ¿por qué los archivos del caso aparecen veinte años después en el despacho del inspector Carl Mørck, jefe del Departamento Q? Al principio Mørck piensa que el caso está ahí por error, pero pronto se da cuenta de que en la investigación original se cometieron muchas irregularidades…

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Todos sus mecanismos de defensa se vinieron abajo. Dejó de correr. Se detuvo con la cabeza gacha y esperó a que se abalanzaran sobre él. Aquel hermoso patio adoquinado sería el altar de su propio sacrificio.

Cogió aire y se volvió lentamente. Los tres hombres y sus cuatro ojeadores no eran los únicos que lo observaban, inmóviles. También había un puñado de negritos de ojos curiosos.

– Ya está, podéis iros -dispuso Florin. Los negros abandonaron el grupo y azuzaron a los niños para que los acompañaran.

Finalmente solo quedaron Carl y los tres hombres. Estaban sudorosos y lucían una sonrisa irónica. La cola del zorro colgaba de la ballesta de Ditlev Pram.

La cacería había terminado.

42

Avanzó a empellones con los ojos clavados en el suelo. La luz de la nave era muy fuerte y no deseaba ver así los restos de Assad. Se negaba a ser testigo de lo que las contundentes mandíbulas de una hiena eran capaces de hacer con un cuerpo humano.

En realidad no quería ver ni eso ni nada más. Podían hacer de él lo que gustaran, pero no tenía intención alguna de mirar cómo lo hacían.

De repente se oyó la risa de uno de ellos, una risa que le salía de las entrañas y no tardó en arrastrar a los otros dos a un desagradable coro de carcajadas que lo obligó a cerrar los ojos con toda la fuerza que le permitía la cinta aislante.

¿Cómo podían reírse de la desdicha y la muerte de otra persona? ¿Qué era lo que los había llevado a estar tan mal de la cabeza?

Entonces oyó una voz que escupía maldiciones en árabe, unos desagradables sonidos guturales destinados a engendrar rabia, pero que durante el breve instante en que perdió la noción de la gravedad de su situación le hicieron tan indescriptiblemente feliz que levantó la cabeza.

Assad estaba vivo.

Al principio no localizaba la procedencia del sonido, tan solo veía los relucientes barrotes de acero y a la hiena, que los observaba de reojo, pero al echar la cabeza hacia atrás descubrió a Assad, que se había encaramado a lo alto de la jaula como un mono y desde allí se defendía con la mirada extraviada y los brazos y el rostro cubiertos de arañazos.

Solo entonces reparó Carl en la fea cojera de la hiena. El animal renqueaba como si le hubiesen cortado una pata de un tajo. A cada tímido paso que daba, lanzaba un gemido. Las risas de los tres hombres enmudecieron.

– Marranos -resonaban los irrespetuosos gritos de Assad desde las alturas.

Carl estuvo a punto de sonreír bajo la cinta. Ni siquiera a tan corta distancia de la muerte dejaba de ser él mismo.

– Tarde o temprano caerás y entonces te verás cara a cara con ella -bufó Florin, que al ver a la joya de su zoológico mutilada de aquel modo echaba fuego por los ojos. Pero aquel demonio tenía razón. Assad no podría quedarse ahí arriba para siempre.

– No sé yo -dijo la voz de Ditlev Pram-. Ese orangután no parece muy asustado que digamos. Si se cae encima de la hiena con ese corpachón, no va a ser ella la que salga ganando.

– Pues que le den a la hiena. Al fin y al cabo no ha cumplido con la misión para la que ha venido a este mundo -replicó Florin.

– ¿Y qué vamos a hacer con estos dos hombres?

Era una pregunta tranquila, formulada en un tono muy diferente al de los otros dos. Ulrik Dybbøl Jensen volvía a intervenir. Parecía menos alterado que antes. Más sensible. La cocaína solía tener ese tipo de efectos secundarios en la gente.

Carl se volvió hacia él. De haber podido hablar habría dicho que los dejaran marchar. Que matarlos era inútil, absurdo y peligroso. Que si no aparecían al día siguiente, Rose les echaría encima a todos los departamentos policiales. Que registrarían la finca de Florin y encontrarían algo. Que tenían que soltarlos y luego irse a tomar por culo a la otra punta del planeta y quedarse allí bien escondidos para los restos. Que esa era su única oportunidad.

Pero no podía hablar. Llevaba la cinta aislante de la boca demasiado tirante. Además, no habrían mordido el anzuelo. Torsten Florin no descansaría hasta haber borrado todas las huellas de su fechoría, aunque eso supusiera pegarle fuego a todo. Y Carl lo sabía.

– Echar a este con el otro. Me da igual lo que pase -contestó Florin con calma-. Esta noche volvemos para dar un vistazo y, si no están liquidados, les echamos algún animal más. Hay donde elegir.

De repente, Carl empezó a hacer ruidos y a dar patadas. No se le acercarían sin encontrar resistencia. Otra vez, no.

– ¿Qué coño pasa, Carl Mørck? ¿Alguna queja?

Ditlev Pram se aproximó a él esquivando sus desmañados pataleos, alzó la ballesta y le apuntó directamente al ojo con el que veía.

– Quietecito -le ordenó.

Carl consideró la posibilidad de dar una patada más y acabar con todo aquello de una vez, pero no hizo nada, y Pram alargó la mano que le quedaba libre, cogió la cinta que cubría los ojos de subcomisario y tiró.

Fue como si le arrancaran los párpados, como si los ojos se le hubieran quedado al descubierto en las cuencas. La luz le taladró la retina y lo cegó unos momentos.

Después los vio. A los tres de una vez. Con los brazos abiertos, como si fueran a estrecharle entre ellos. Con una mirada que decía que aquel era su último combate.

A pesar de que había perdido mucha sangre y se sentía enormemente débil, trató de alcanzarlos con el pie una vez más y les rugió desde detrás de la cinta que eran unos cabrones y no escaparían a su destino.

Aún no había acabado de gritarles cuando una sombra se deslizó rápidamente por el suelo a sus pies. Florin también la vio. Despues se oyó un golpeteo al fondo de la nave, y otro, y otro más. Unos gatos pasaron frente a ellos en dirección a la luz. Después, los gatos se convirtieron en mapaches y en armiños y en aves que aleteaban hacia el armazón de aluminio que soportaba el tejado de cristal.

– ¿Qué coño está pasando? -gritó Florin mientras Ulrik Dybbøl Jensen observaba embobado la carrera paticorta de un jabalí de Indonesia por los pasillos que separaban las jaulas. La actitud de Ditlev Pram se transformó y, con la mirada alerta, levantó con cuidado la ballesta que había apoyado en el suelo.

Carl retrocedió. Aquel repiqueteo que surgía del fondo de la nave era cada vez más intenso. El sonido de la libertad se multiplicaba con creces.

Oyó la risa de Assad desde lo alto de los barrotes, oyó las maldiciones de aquellos tres individuos y oyó patas, gruñidos, bufidos, silbidos y un batir de alas.

Pero no oyó a la mujer hasta que la vio.

Apareció de pronto, con los vaqueros metidos por dentro de los calcetines, la pistola con silenciador en una mano y la otra torpemente aferrada a un pedazo de carne congelada.

Estaba magnífica allí de pie, con su bolso en bandolera. Realmente hermosa. Con el rostro muy sereno y los ojos brillantes.

Los tres hombres se quedaron mudos al verla y dejaron de prestar atención a todos los animales enloquecidos que corrían de un lado a otro. Parecían paralizados. No por la pistola ni por aquella mujer, sino por lo que representaba. Era tan evidente como el negro linchado frente al clan, como el librepensador frente al inquisidor.

– Hola -los saludó al tiempo que inclinaba la cabeza ante cada uno de ellos-. Suelta eso, Ditlev.

Señaló hacia la ballesta de Pram y les pidió que retrocedieran un paso.

– ¡Kimmie! -intentó Ulrik Dybbøl Jensen. Era un grito lleno de afecto y miedo. Tal vez más afecto que miedo.

Ella sonrió cuando una ágil pareja de nutrias se detuvo a olisquearle las piernas a uno de ellos antes de desaparecer rumbo a la libertad.

– Hoy todos seremos libres -anunció-. ¿No es un día maravilloso?

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