Y mirando a Carl a los ojos, continuó:
– Eh, tú, pásame esa correa de una patada.
Le indicó dónde estaba, asomando por debajo de la jaula de la hiena.
– Ven aquí, bonita -susurró hacia la jaula donde jadeaba el animal herido, aunque sin perder de vista en ningún momento a sus tres prisioneros-. Ven, que está muy bueno.
Echó el pedazo de carne al otro lado de los barrotes y aguardó a que el instinto del hambre venciera al del miedo. Cuando al fin la hiena se acercó, Kimmie levantó el dogal del suelo y lo introdujo con cautela por entre las barras de metal de manera que el lazo quedara en el suelo alrededor de la carne.
El animal, confundido al verse rodeado de tantas personas y en tan gran silencio, tardó algún tiempo en rendirse.
Cuando agachó la cabeza para morder la comida y Kimmie tiró, la hiena quedó atrapada y Ditlev Pram echó a correr hacia la puerta mientras los otros dos chillaban de rabia.
Levantó la pistola y disparó. Pram se desplomó y al golpearse la cabeza contra el pavimento empezó a lanzar sonoros gemidos. Mientras tanto, Kimmie logró atar la correa a los barrotes a duras penas y dejó al animal retorciendo la cabeza de un lado a otro en sus intentos de liberarse.
– Arriba, Ditlev -dijo sin alzar la voz.
Al ver que no podía, condujo hasta él a los otros dos y les ordenó que lo llevaran de vuelta al punto de partida.
Carl ya había tenido ocasión de ver otros disparos que habían detenido a fugitivos, pero nada tan limpio y efectivo como aquella herida, que había partido en dos la cadera de aquel tipo.
Ditlev Pram estaba blanco como la cera, pero no decía nada. Era como si Kimmie y aquellos tres hombres se hallaran en mitad de una ceremonia impostergable. Algo mudo y silencioso, pero de sobra conocido.
– Abre la jaula, Torsten.
Después levantó la vista hacia Assad.
– Tú eres el que me encontró en la estación. Ya puedes bajar.
– ¡Alabado sea Alá! -se oyó en las alturas. Assad desenroscó las piernas de la reja y se dejó caer. Al llegar al suelo era incapaz de tenerse en pie o caminar. Tenía todos los miembros dormidos desde hacía largo rato.
– Sácalo, Torsten -ordenó Kimmie sin perderse uno solo de sus movimientos hasta que Assad estuvo fuera de la jaula.
– Ahora, meteos los tres -les dijo en tono tranquilo.
– ¡Dios, no, deja que me vaya! -susurró Ulrik-. Yo nunca te hice daño, ¿no te acuerdas, Kimmie?
Intentó apelar a su compasión con gesto lastimero, pero ella no reaccionó.
– Vamos -se limitó a contestar.
– Para eso, mátanos directamente -dijo Florin mientras ayudaba a Ditlev a entrar en la jaula-. Ninguno de nosotros sobrevivirá en una cárcel.
– Lo sé, Torsten. Y te voy a hacer caso.
Pram y Florin guardaron silencio, pero Ulrik Dybbøl Jensen empezó a sollozar.
– Nos va a matar, ¿es que no os dais cuenta?
Cuando la puerta de la jaula se cerró con un golpe, Kimmie se echó hacia atrás sonriente y lanzó la pistola hacia el fondo de la nave con todas sus fuerzas.
La oyeron aterrizar con claridad, metal contra metal.
Carl se volvió hacia Assad, que se frotaba los miembros con una sonrisa en los labios. Si ignoraba la sangre que seguía escurriéndole por el brazo, las cosas habían tomado un rumbo de lo más grato.
De repente, los tres hombres empezaron a gritar quitándose las palabras de la boca.
– ¡Eh, tú, ve a cogerla! -le chilló uno a Assad.
– ¡No confíes en ella! -lo azuzó Florin.
Pero aquella mujer no se movió ni un milímetro. Se limitaba a contemplarlos en silencio como quien ve una vieja película que ya había caído en el olvido y ahora recuerda un poco a regañadientes.
Luego se acercó a Carl y le quitó la cinta de la boca.
– Sé quién eres -dijo.
Nada más.
– Lo mismo digo -contestó él antes de aspirar una liberadora bocanada de aire.
Su intercambio de impresiones hizo que los hombres abandonaran sus protestas.
Florin se aproximó a los barrotes.
– Policías, si no reaccionáis ahora mismo, dentro de cinco minutos la única que va a respirar aquí dentro va a ser ella, ¿os dais cuenta?
Miró a Carl a los ojos y después a Assad.
– Kimmie no es como nosotros, ¿comprendéis? La que mata es ella, no nosotros. Es cierto que hemos atacado a unas cuantas personas, que les hemos pegado hasta dejarlas inconscientes, pero la única que ha matado es Kimmie, ¿entendéis?
Carl sacudió la cabeza de un lado a otro con una sonrisa. Así eran los supervivientes como Florin. Para ellos, una crisis no era más que el comienzo de un nuevo éxito. Nadie estaba acabado para siempre hasta que no llegaba el tipo de la guadaña. Luchaba, y lo hacía sin escrúpulos. ¿Acaso no acababan de intentar matarlo? ¿No habían arrojado a Assad a la jaula de la hiena?
Se volvió hacia Kimmie. Esperaba encontrar una sonrisa, no aquella mueca fría y gozosa. Los escuchaba como en un trance.
– Sí, mírala. ¿Tú la ves protestar? ¿Crees que tiene un solo sentimiento? Fíjate en su dedo. Lo lleva colgando. ¿Llora? No, ella no llora por nada, y tampoco llorará por nuestra muerte -dijo Ditlev Pram, que estaba tendido en el suelo de la jaula con el puño apretado contra la repulsiva herida.
En un instante, todo el horror que la banda había desencadenado pasó ante los ojos del policía. ¿Habría algo de verdad en lo que estaban diciendo o solo formaba parte del juego?
Entonces volvió a tomar la palabra Torsten Florin. Ya no era el rey, el director de la orquesta. No era más que lo que era.
– Actuábamos siguiendo órdenes de Kristian Wolf, ¿me oís? Escogíamos las víctimas de acuerdo con sus instrucciones y arremetíamos contra ellas de forma colectiva hasta que dejaba de divertirnos. Mientras tanto, esta condenada esperaba a que le llegara el turno con la cabeza echada hacia atrás. A veces ella también tomaba parte en los castigos, naturalmente.
Hizo una pequeña pausa y asintió, como si estuviera viendo la escena.
– Pero la que mataba siempre era ella, creednos. Menos aquella vez que Kristian discutió con Kåre, su ex, la que mataba siempre era ella. Nosotros le allanábamos el camino, nada más. Ella era la asesina. Solo ella. Y le gustaba.
– ¡Oh, Dios! -gimoteó Ulrik Dybbøl Jensen-. Tenéis que detenerla, ¿es que no lo entendéis? Torsten está diciendo la verdad.
Carl sintió que los ánimos cambiaban, no solo a su alrededor, sino también en su interior. Advirtió que Kimmie abría el bolso muy despacio, pero, atado y extenuado como estaba, no pudo hacer nada. Vio que los hombres contenían el aliento. Observó que Assad se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo y trataba desesperadamente de ponerse de rodillas.
Kimmie encontró lo que buscaba en el bolso y lo sacó: una granada de mano; le quitó el pasador y mantuvo el dedo en el seguro.
– Tú no has hecho nada, amiguita -dijo mirando a la hiena a los ojos-, pero no vivirás con esa pata, lo sabes, ¿verdad?
Se volvió hacia Carl y Assad mientras Ulrik Dybbøl Jensen proclamaba a gritos su inocencia desde la jaula y aseguraba que si lo ayudaban aceptaría cualquier castigo.
– Si le tenéis algún apego a la vida -dijo Kimmie a los policías-, apartaos. ¡Ahora!
Carl protestó mientras retrocedía con las manos atadas a la espalda y el corazón a mil por hora.
– ¡Vamos, Assad! -exclamó al ver que su compañero reptaba hacia atrás como podía.
Cuando vio que estaban lo suficientemente lejos, Kimmie metió la granada en el bolso, lo lanzó a través de los barrotes al último rincón de la jaula y saltó hacia atrás. Florin se abalanzó sobre él y trataba inútilmente de sacarlo cuando el bolso estalló, transformando la nave en un infierno de chillidos de animales atemorizados y de ecos sin fin.
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