Seguía siendo un cangrejo gigante. Agitaba los dedos ante los ojos de Ulrik. Se había mordido las uñas hasta hacerse sangre.
«Este tipo está como una cabra -pensó Ulrik-. ¿Sabrá alguien que estoy aquí? Ha cerrado la puerta con llave. Está cerrada.»
– Y así llegamos -dijo el hombre, que de pronto volvía a estar normal- a la razón por la cual no he dejado que un bicho como tú vuelva al mundo tan pronto como me hice con tus datos el sábado pasado. ¿Lo comprendes ahora?
Ulrik no se atrevía a contestar. Era evidente que daba igual que lo hiciera o no.
– Porque al aparecer el nombre de Trond Arnesen, esto pasó a ser algo más que un poco de droga para una fiesta -continuó el policía-. Porque todo…
Se quedó con la palabra en la boca e hizo un gesto rotativo, alentador, con la mano derecha.
– Está relacionado -murmuró Ulrik.
– ¡Bien! ¡Exacto! ¡Ya estamos llegando a algún sitio, chico! Así que te voy a dar algo que encontré en tu casa el otro día. Me tuve que dar otra vuelta, ya sabes, por ese piso tan fino y tan caro que tienes. -Se palmeó el trasero. Después se le iluminó la cara y sacó una libreta de notas del bolsillo del pecho-. Aquí está -dijo satisfecho-. Así que… Por lo que entiendo esto es tu pequeña contabilidad.
Ulrik abrió la boca para protestar.
– Ciérrala -dijo el hombre entre dientes-. Yo andaba encerrando a gente como tú antes de que a tu padre le hubiera salido pelo en la polla. Este es tu libro, y aquí están tus clientes. -El dedo índice martilleaba las iniciales en el margen de una hoja abierta al azar-. Aquí están los teléfonos y todo, así que a muchos de ellos ya los he identificado. Raro, la verdad, los secretos que guarda la gente. Pero a mí ya no me sorprende casi nada. -Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza. Daba la impresión de estar completamente absorto por el libro-. Pero no a todos -dijo de pronto-. Me faltan tres nombres. Quiero saber quién es «AC». Y «APL» y «RF». Y, Ulrik…
Se levantó lentamente. Se rascó el bigote, se estiró. Se tiró del lóbulo de la oreja. Sonrió, y de pronto se puso serio. Las palmas de las manos chasquearon contra la mesa. Ulrik pegó un brinco, literalmente.
– Ahora no me vengas con tonterías -dijo el hombre-. Ni lo intentes siquiera. Éstos son tus clientes y yo quiero saber quiénes son, ¿vale? Nos podemos quedar aquí hasta que se descuelgue la luna, pero sería jodidamente incómodo. Para los dos. Para ti más. Así que habla ya. Cuenta.
Puso la mano sobre la nuca de Ulrik. Apretó. No demasiado fuerte. Aflojó la presión, pero dejó la mano, enorme y ardiente.
– No nos hagas perder el tiempo, vamos.
– Arne Christiansen y Arne-Petter Larsen -dijo Ulrik, jadeando.
– RF -dijo el hombre-. ¿Quién es RF?
– Rudolf Fjord -susurró Ulrik-. Pero hace mucho que no lo veo. Un par de años. Por lo menos.
La mano le acarició suavemente el cogote y luego lo soltó.
– Buen chico -dijo el hombre-. ¿Qué te había dicho yo?
Ulrik lo miraba fijamente sin decir nada; la sangre le golpeaba contra las sienes y estaba sudando.
– ¿Qué es lo que te he contado? -repitió el hombre con amabilidad-. No me embrolles ahora.
– Que todo está relacionado -susurró Ulrik rápidamente.
– Que todo está relacionado -asintió el hombre-. Recuérdalo. Para otra vez.
– Ése habría conseguido que la madre Teresa confesara un asesinato triple -dijo Sigmund Berli con escepticismo y golpeando con el dedo sobre el informe que había escrito el policía tras el interrogatorio de Ulrik Gjemselund-. O que Nelson Mandela confesara haber cometido genocidio. O que Jesús…
– Ya te he entendido, Sigmund. Te he entendido enseguida, en realidad.
Estaban paseando. Yngvar había insistido en darse una vuelta por el parque de Frogner. Sigmund fue protestando todo el camino. Iban mal de tiempo. Caía aguanieve. Hacía un frío de muerte. Sigmund no llevaba muy buenos zapatos y tenía a su mujer enfadada por todas las horas extra. No conseguía entender por qué tenían que perder veinte minutos en un parque lleno de estatuas feas y de impetuosos perros sueltos.
– Necesito aire -había dicho Yngvar-. Tengo que pensar, ¿vale? Y no me lo pones nada fácil lloriqueando como un chiquillo de cinco años. Cállate, ya. Disfruta del ejercicio. Lo necesitamos, los dos.
Inger Johanne se equivocaba, pensó Yngvar incrementando la velocidad. Sentía una extraña vulnerabilidad bajo el tórax. Nunca había dudado de las capacidades de Inger Johanne. Las admiraba. Las necesitaba. La necesitaba a ella, y estaba desapareciendo. Sus instintos la engañaban. Tenía el intelecto mermado por las noches en vela y un bebé codicioso. La teoría no encajaba. Si lo que quería el asesino era alboroto, si lo que deseaba era jaleo y atención, no habría elegido a Vegard Krogh. Vibeke Heinerback; está bien. Todo el mundo la conocía. Pero ¿Vegard Krogh? ¿Un artista depravado, un bufón seudointelectual que casi nadie sabía siquiera quién era? Inger Johanne se equivocaba y no tenían nada a lo que agarrarse. No tenía ni idea de dónde estaban. De adónde iban.
– ¿Por qué no llamamos simplemente al tipo para declarar? -le daba la lata Sigmund, malhumorado. Tenía las piernas cortas y correteaba detrás de su compañero-. ¿Por qué tenemos que andar visitando a la gente en sus casas todo el rato? ¡Joder, Yngvar, estamos malgastando el dinero de los impuestos con todo este desperdicio de tiempo!
– El dinero de los impuestos se gasta en cosas peores que en intentar encontrar alguna salida al atolladero en el que estamos metidos -dijo Yngvar-. Déjalo ya. Casi hemos llegado.
– No me creo nada de lo que diga el chico ese, Gjemselund. Rudolf Fjord no es marica, ¿sabes? No tiene pinta de eso. ¿Por qué carajo iba a pagar él por follarse a unos chicos? ¿Eh? ¡Un tío guapo y grande, y menudo tirón con las chicas! Mi mujer lee revistas de ésas, ya sabes, con fotos de los estrenos y las fiestas y esas cosas, y ese tío no es marica.
Yngvar se detuvo. Tomó aire profundamente. El frío le rasgó la garganta.
– Sigmund -dijo tranquilamente-. A veces tengo la impresión de que eres bobo perdido. Como sé que no es verdad, ahora tengo que pedirte…
– Sí, dime.
Yngvar se calentó las orejas con las dos manos. Respiró de nuevo profundamente y de pronto berreó:
– ¡Que te calles!
Luego se puso otra vez a caminar.
Pasaron en silencio los portales ricamente decorados de la calle Kirkeveien. Dos autobuses de turistas estaban aparcados en diagonal al otro lado de la verja. Yngvar se colocó mejor la bufanda. Un grupo de africanos vestidos al modo tradicional, con amplias prendas de muchos colores, se estaba subiendo a uno de los autobuses. Que hubiera turistas que viajaban a Noruega, apenas se podía entender, pensó Sigmund. Pero en febrero, con ventisca en todas las direcciones y nieve sucia hasta las rodillas, era completamente incomprensible.
– Por lo menos tendrás que admitir que esos vestidos son ridículos -murmuró Sigmund.
– Con parche de cuero en el culo, torera y hebillas de plata en los zapatos, tú tampoco tienes muy buena pinta -dijo Yngvar-. Pero eso no te impide llevar el traje tradicional, por lo que he visto. Seguro que es alguna cosa oficial. ¿Qué hora es?
– Casi las seis -se quejó Sigmund-. Tengo un frío que me muero. Además no es una tore…, torera. Es una chaqueta de lana.
Quince minutos más tarde Yngvar pasaba el dedo por una lista de nombres sobre una placa de acero en una puerta gris.
– Rudolf Fjord -murmuró, y apretó el botón.
Nadie contestó. Sigmund entrechocó los pies y murmuró por lo bajo. Una mujer joven venía andando, con una bolsa al hombro. Sacó un manojo de llaves y le sonrió deslumbrantemente a Yngvar.
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