Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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El viudo no respondió. La puerta se cerró tan despacio tras de él que les permitió oír sus pasos, dura goma contra linóleo encerado, cada vez más tenues por el pasillo. Yngvar tomó el sitio de Helle en la silla.

– Así que ya sólo quedamos nosotros -dijo Sigmund.

La enferma parecía estar ahora aún peor. El sonrojo se había mitigado. La cara no estaba gris como cuando llegaron, pero tenía un amenazador tono blanco azulado. Los ojos se le cerraron. El labio inferior temblaba, siendo la única prueba de que Yvonne Knutsen seguía con vida.

– Comprendo que esto sea difícil -dijo Yngvar tanteando-. Y no voy a molestarla mucho rato. Sólo tengo que averiguar lo que pasó cuando…

– Váyase.

– Sí, sólo quiero…

– Váyase.

La voz se rompió.

– ¿Qué quería? -preguntó Yngvar-. Mats Bohus. ¿Qué pasó cuando apareció?

– Váyase.

– ¿Vive aquí en.,.?

– Por favor. Váyase.

Su mano buscaba el botón de alarma, que estaba pegado con cinta adhesiva a la cama. Él se levantó.

– Siento mucho todo esto -dijo calladamente-. Adiós.

– Pero -protestó Sigmund Berli cuando Yngvar lo agarró del brazo y lo condujo hacia el pasillo-. Tenemos que…

– El hombre se llama Mats Bohus y sabemos su fecha de nacimiento -dijo Yngvar mirándose por encima del hombro. A Yvonne Knutsen le costaba respirar y apretaba una y otra vez el botón de la alarma-. No puede ser tan difícil encontrarlo sabiendo todo eso -susurró, y se quedó de pie en la puerta.

Cuando un hombre en bata, en la treintena, llegó caminando para atender a las furiosas llamadas, y antes de echarse a andar, Yngvar volvió a agarrar a Sigmund de la manga.

– Dime -susurró éste.

– No puede ser tanto trabajo -dijo de nuevo, como si estuviera intentando convencerse a sí mismo. Miró brevemente el reloj-. Las doce y cuarto, ya. Vamos mal de tiempo.

El aire de la calle, frío, punzante y con el aroma de los abetos y la leña que ardía en una casa a poca distancia, hizo que Yngvar se quedara de todos modos de pie unos minutos antes de sentarse pesadamente en el asiento del copiloto.

– Conduce tú -le dijo a Sigmund, que se sentó al volante, sorprendido, y metió la llave de arranque-. Andamos mal de tiempo.

Ya no le resultaba tan difícil estar solo. Al contrario, hacía lo posible para evitar que la gente fuera a verlo. Hacían cola. Los padres, sobre todo su madre, llamaban varias veces al día. Aunque no le había visto el pelo a su hermano desde la inexplicable pelea, los amigos, los compañeros de trabajo y los conocidos, fueran más o menos cercanos o periféricos, parecían todos pensar que Trond Arnesen no cumplía ninguno de los requisitos necesarios para vivir solo. El día antes, dos antiguas compañeras de clase habían llamado a la puerta trayendo una lasaña casera. Dio la impresión de que se ofendieron cuando él no las dejó pasar.

Había leído que debía ser al revés.

En las coloridas revistas femeninas que aún tenía guardadas, ponía que los afectados por lo general eran silenciados después de que se dieran muertes trágicas en la familia. Había leído historias de niños que al morir dejaban tal vacío que el entorno de los padres se alejaba con silencioso pudor.

A él no le pasaba lo mismo. La gente se le pegaba. Su jefe le había dicho que se lo tomara con calma. «Pasar el luto», fue la expresión que usó cuando le puso el brazo por encima del hombro y se ofreció a llevarlo a casa en coche. A Trond, al haber aceptado la oferta, le resultaba difícil no invitarlo a entrar. Tenía alrededor de cincuenta años, con el pelo peinado sobre la calva y una nariz respingona y curiosa en medio de la cara completamente redonda. El jefe había lanzado miradas furtivas en todas las direcciones, como si estuviera recogiendo trazas con las que construir las historias que contaría al volver al trabajo. Al final se sació y se fue.

Habían encontrado muerto a otro famoso.

Trond dejó el periódico a un lado y salió a la cocina. Tenía en la nevera todo lo que necesitaba para el fin de semana. Su madre había insistido en hacerle la compra. Abrió una cerveza. Aún no era la una del mediodía, pero ya había cerrado la puerta con llave, había sacado las pilas del teléfono fijo y había apagado el móvil. Quería estar solo, hasta el lunes. La idea le infundía ánimos. Por primera vez desde que mataran a Vibeke sentía una especie de calma.

La hora y media secreta estaba casi olvidada. Se bebió medio bote de un trago antes de sentarse en un sillón con la prensa del día.

Incluso el periódico Aftenposten había girado contra el viento. Gran parte de la primera página y dos páginas del interior enteras estaban dedicadas a un asesino que, a juzgar por los sórdidos comentarios del periódico, era una máquina de matar sin parangón en la historia criminal de Noruega. Lo habían dibujado especulativamente como una oscura silueta que ocupaba seis columnas del periódico. Era evidente que se imaginaban a un hombre con rasgos fuertes y pelo rebelde. Sobre su pecho, habían colocado un montaje de fotografías de Fiona Helle, Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. Ya no se hablaba de un misógino rechazado por su madre. Ahora se inclinaban por un hombre laborioso y malogrado. En una gran entrevista a tres psicólogos famosos y a un policía retirado de Bergen, se podía leer entre líneas que el asesino probablemente fuera uno de los concursantes descalificados de Robinson, de los cantantes fracasados del concurso Idal o de los finalistas perdedores de Eurovisión. Probablemente el brutal autor de los hechos había tenido sus quince minutos de gloria y no había podido soportar el síndrome de abstinencia que surgió cuando de pronto se apagaron los focos. Eso pensaban los expertos.

Vegard Krogh era descrito como un brillante talento, un artista inconformista.

Lo encontraron con un bolígrafo introducido en el ojo.

Trond se río hasta que se le desbordó la cerveza.

Vegard Krogh pertenecía a la mierda más grande del mundo.

El tipo despreciaba a Vibeke y a todo lo que ella representaba. Eso le pasaba a mucha gente, pero Vegard Krogh no se había conformado con un desacuerdo corriente. Tras una de las diatribas de Vibeke contra la incapacidad del arte para adaptarse al mercado, Vegard se había acercado a ellos en la Casa del Artista. Era viernes, era tarde y todo el mundo estaba allí. Primero la había provocado en voz alta en busca de pelea. Cuando Vibeke le dio la espalda, formando con el dedo meñique un pequeño órgano sexual hacia el resto de los que estaban en la mesa, le había echado la cerveza sobre la cabeza. Siguió un enorme jaleo. Trond quería denunciar lo ocurrido a la policía.

– Eso solo va a conseguir que se crezca -había dicho Vibeke en aquella ocasión-. Quiere atención y yo no pienso tomarme la molestia de dársela.

Desde entonces no habían visto ni sabido nada de Vegard Krogh, aparte de algún que otro venenoso comentario suelto en los artículos que le mandaban a Vibeke del Observen. A ella le daba exactamente lo mismo, pero Trond siempre se ponía furioso con sus infames escritos. Cuando el tipo tuvo una breve, aparición en Entretenimiento absoluto, Trond dejó de ver TV2.

Un gilipollas de la peor calaña, pensó.

Lo que más deseaba en el mundo Vegard Krogh era ser famoso y por fin parecía haberlo conseguido.

Trond se bebió el resto de la cerveza y fue a buscar otra.

Iba a pasarse todo el fin de semana solo y había decidido beber hasta emborracharse. Quizá se diera un baño y viera una película. Se tragaría un par de pastillas para dormir del armario de medicinas de Vibeke y dormiría medio día.

La hora y media secreta estaba casi olvidada.

– Un boli -dijo Sigmund Berli dócilmente.

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