No tenía ninguna importancia.
La invitación le llegó.
Vegard Krogh la había estado esperando. De vez en cuando se sentía completamente seguro. Llegaría. Había pasado las noches pensando en la invitación. La última imagen consciente que recordaba, antes de haberse dormido, era una bella invitación con un monograma y su nombre escrito con primorosa caligrafía.
Entonces llegó.
Le temblaban las manos al abrir el sobre; papel grueso, tieso y de color huevo. La tarjeta era exactamente tal y como se la había imaginado. La tarjeta de sus sueños, que apareció en el buzón en el momento en que más la necesitaba.
Por fin Vegard Krogh había llegado a su destino.
Finalmente podía ser uno de los que contaban. A partir de ahora sería uno de ellos. Uno de los elegidos, que respondía «sin comentarios» cuando lo llamaba la prensa del corazón; los que llamaban constantemente, y para su disgusto, eran los amigos de su pareja.
– Me van a acosar -murmuró Vegard Krogh ahogando su eufórica sonrisa en el vaso de cerveza.
Los hijos de los reyes de Suecia se rodeaban de buenas familias, la aristocracia antigua y los personajes decadentes, pensó. En Noruega todo era distinto. En Noruega lo que importaba era la cultura. La música. La literatura. El arte.
Habían pasado seis años desde la primera vez que invitó a beber vino a un dandi de ojos de cachorro y ropas femeninas. El muchacho estaba sentado en un rincón mirando a las chicas. Vegard estaba como una cuba, pero siempre tenía olfato para saber dónde iban las muchachas. El joven le dio cortésmente las gracias y charló con él un rato, antes de que Vegard se largara enganchado al brazo de una morena.
Se encontraban de vez en cuando. Bebían una copa. Compartían historias. Hasta hacía un par de años, cuando, por razones evidentes, hubo que purgar el círculo de amistades y Vegard salió del show.
Puenting tenía que haber causado impresión.
Había firmado un ejemplar y se lo había mandado. Hasta ahora el libro no había sido beneficiado con una sola reseña, ocho días después de su publicación. De todos modos, le había llegado al crítico más importante de todos.
«De un practicante de puenting a otro. ¡Atreverse! Tu amigo, Vegard.»
Le había llevado una hora encontrar la formulación. Ahora se trataba de no presionar demasiado.
Vegard Krogh se bebió el resto de la cerveza de un solo y entusiasmado trago.
Por fin la copa de Merlot barato estaba empezando a dar frutos.
«Atuendo: Casual & Sharp», ponía.
Tendría que arrastrarse hasta la cruz y pedirle dinero a su madre.
Esta vez no se iba a enfadar.
– Pero ¡si me estás diciendo que el tipo ese, Stubø, es majo!
Bård Arnesen se inclinó sobre la mesa del comedor y le propinó a su hermano una palmada de ánimo en el brazo. Después se rascó la cabeza, antes de salvar una hoja de lechuga que estaba a punto de ahogarse en el aliño.
– Mentirle a la policía no es una gran idea, Trond.
Trond no respondió. Miraba insistentemente al frente sin fijar la mirada. Tenía el plato medio vacío. Movía los restos de la comida de acá para allá; carne y patatas fritas. Distraídamente cogió un pedazo de espárrago con los dedos, se lo metió en la boca y masticó lentamente sin tragárselo.
– ¡Hola! ¡La Tierra llamando! Pareces una vaca.
Bård agitó una mano abierta ante la cara de su hermano.
– Será mucho peor si lo descubren ellos mismos -dijo insistentemente-. En realidad es bastante raro que no hayan…
– Hombre, tienes que comprender que… -dijo Trond-, que no puedo decirle nada a Stubø sobre esto. En primer lugar me hunde la coartada. En segundo lugar estoy de mierda hasta aquí…
La mano hizo un agresivo corte sobre la frente.
– Sólo por haber mentido. Me van a enchironar directamente, Bård. Directamente.
– Pero si estás diciendo que saben que eres inocente. El Stubø ese te dijo que eras el primero que habían tachado de la lista. Has dicho que…
– ¡He dicho! ¿Qué coño importa lo que haya dicho?
Los puños resonaron sobre la mesa. Tenía problemas para mantener la expresión tranquila; le temblaba el labio inferior, se le dilataban las fosas nasales y los ojos estaban a punto de desaparecer en el cráneo. Apartó de sí el plato, lo trajo de vuelta, hizo equilibrios con el cuchillo sobre el tenedor y dobló la servilleta hasta que ya no se dejaba plegar más.
Bård mantenía la boca cerrada. El olor a asado que inundaba la cocina, obstinado y graso, había adquirido un matiz dulzón a causa del miedo de su hermano. Bård nunca lo había visto así. Había sido miedoso y remilgado desde que Bård tenía memoria. Temeroso ante todo. Un niño de mamá. Lloriqueaba las raras veces que se hacía daño.
Pero esto no eran ni preocupaciones ni nervios.
El hermano estaba aterrorizado y seguía masticando esforzadamente un espárrago que no conseguía tragar.
– Oye -dijo Bård amablemente, y le dio aún otra suave palmada-. Nadie creería en serio que tú hubieras matado a Vibeke. Joder, ¡era toda una mujer! Guapa, una chica divertida con dinero, casa y todo. ¿No podrías simplemente…? ¡Oye! ¡Trond!
Chasqueó desalentado los dedos.
– ¡Escúchame, hombre! -gritó Trond.
– Te estoy escuchando.
– Escupe eso.
Bård escupió. Una bola irregular y verde grisácea cayó sobre el puré del plato.
– Confías en mí, Trond. -La afirmación no provocó ninguna reacción en el destinatario-. Eres mi hermano, Trond. -El silencio continuó-. ¡Me cago en la puta mierda!
Bård se levantó con tanta brusquedad que la silla cayó hacia atrás. El respaldo resonó contra la puerta del armario y le hizo un desconchón a la pintura. Desconcertado, acercó el dedo a la mancha verde en medio de todo lo blanco.
– Lo arreglaré -dijo-. Lo pintaré en otro momento. -Tampoco esta vez su hermano reaccionó. Se limitó a pasarse rápidamente el torso de la mano por los ojos-. ¿Qué estuviste haciendo esas horas? -preguntó Bård-. ¿No podrías contármelo por lo menos a mí? ¿Eh? ¡A tu propio hermano, joder!
– Fue hora y media. Has dicho horas: no fueron varias horas. Fue una hora y media. Una hora y media escasa.
Trond Arnesen había conseguido olvidar el pequeño lapso de tiempo mantenido en secreto. Le había costado menos de lo que esperaba. Había sido sorprendentemente sencillo. Todo el incidente se le borró de la memoria de camino a casa. Cuando el taxi que lo llevaba a casa, a las siete menos veinte de la mañana del sábado 7 de febrero, se detuvo en la cuneta para que vomitara, estuvo un rato intentando enfocar el vómito sobre la nieve. Agachado, con las manos sobre las rodillas, reconoció un cacahuete no digerido, en medio de todo el rojo del vino tinto. Al ver las tiras de carne que había alrededor, vomitó una vez más. El taxista le berreó con impaciencia. Trond se quedó quieto. Esta era la última vez, pensó espeso. Fascinado, había estudiado su propio vómito, los repugnantes restos de todo lo que había ingerido aquel día. Ya se había deshecho de ellos. Fuera. Había acabado con eso.
Nunca más.
Rascó la nieve con la punta de la bota, quería cubrir la guarrería, pero perdió el equilibrio. El taxista lo ayudó a volver al coche. Lo transportó a casa. Todo estaba olvidado y ésta iba a ser, definitivamente, la última vez.
Desde entonces nadie le había preguntado.
La despedida de soltero de la que finalmente se había arrancado para ir a casa había ido en incremento a lo largo de la noche. A las seis de la tarde del viernes, diecinueve hombres impecablemente vestidos de esmoquin se lanzaron a la calle. Después se encontraron con el equipo de fútbol de Bård, con las camisetas rojas sucias y una victoria que celebrar. La fiesta trajo cola. Las cosas se fueron liando. Diez o doce colegas de Bård aparecieron sobre las ocho, en el momento en que el novio estaba vendiendo besos con lengua en un quiosco de la calle Karl Johan por cincuenta coronas el beso. Cuando el hermano, a las diez y media, le pidió a Trond que lo ayudara a ir al servicio para aligerar la presión, la despedida de soltero se había convertido en una fangosa panda de hombres berreantes reunidos aleatoriamente; chicos de Skeid y economistas de Telenor, una panda de jugadores de bolos de Hokksund, que se había apuntado sobre las nueve, además de algún que otro tipo que bebía cerveza y que nadie tenía ni la menor idea de quién era.
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