Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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Crepúsculo En Oslo: краткое содержание, описание и аннотация

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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– Como soléis enfadaros cuando os avisamos demasiado tarde… -dijo finalmente el comisario-. Lo hemos dejado todo tal y como estaba, aunque, como ya he dicho, hemos acabado la mayor parte de…

– Nosotros nunca acabamos -dijo Berli-. Pero gracias. Habéis hecho bien. Especialmente con esta mujer. ¿La prensa ya ha…?

– Todavía no. Hemos enganchado al filipino, lo estamos interrogando y lo vamos a retener todo lo posible. Fuera hemos tenido todo el cuidado que hemos podido. Es importante proteger las huellas, sobre todo con la nieve y esas cosas, y supongo que los vecinos se habrán sorprendido un poco. Pero por ahora ninguno puede haber dado el chivatazo a nadie. Supongo que más bien estarán pendientes de la nueva princesa. -Una fugaz sonrisa se transformó en seriedad-. Pero claro… La mismísima «Fiona en faena» asesinada. En su propia casa, y de este modo…

– De este modo -asintió Berli-. Estrangulada, ¿no?

– Eso pensaba el médico. No tiene cortes ni balazos. Marcas en el cuello, ya lo ves.

– Ya, pero ¡mejor échale un vistazo a esto!

Berli se puso a mirar la lengua sobre el escritorio. Realmente el papel había sido plegado con primor, formaba un jarrón chato con una apertura para la punta de la lengua y con elegantes alas simétricas.

– Casi parecen pétalos -dijo el agente más joven frunciendo la nariz-. Con algo desagradable en el centro. Bastante…

– Llamativo -murmuró Berli-. El asesino tiene que haberlo traído hecho. No consigo imaginarme a nadie que primero mate a alguien de este modo y luego se tome el tiempo para hacer «origami».

– Creo que podemos descartar que haya nada sexual en esto.

– «Origami» -repitió Sigmund Berli-. El arte japonés de plegar papel. Pero…

– ¿Qué?

Berli se inclinó aún más sobre el órgano cercenado. Lo mismo hizo el comisario. Y así se quedaron los dos policías, coronilla contra coronilla, y sus respiraciones no tardaron en acompasarse.

– No sólo la han cortado -dijo finalmente Berli enderezando la espalda-. Tiene un tajo en la punta. Alguien la ha dividido en dos.

El agente uniformado que estaba junto a la puerta se volvió hacia ellos por primera vez desde que Sigmund Berli llegó al lugar de los hechos. Tenía el rostro desnudo, como el de un adolescente, con espinillas; la lengua recorría los labios una y otra vez mientras que la nuez brincaba sobre el ceñido cuello de la camisa.

– ¿Me puedo ir ya? -preguntó débilmente-. ¿Me puedo ir?

– Visceredera al trono -dijo la chiquilla, y sonrió.

El hombre medio desnudo se pasó la cuchilla lentamente por el cuello antes de enjuagarla y volverse. La niña estaba sentada en el suelo sacándose el cabello a través de los agujeros de un gorro de baño estropeado.

– Así no puedes ir -dijo él-. Quítatelo, anda. Podemos coger el gorro que te han regalado para Navidad. ¡Seguro que te quieres poner guapa para ver a tu hermana por primera vez!

– Visceredera al trono -repitió Kristiane, y se caló más aún el gorro de baño-. Peredera al trono. Heredera al tono.

– Quizá lo que quieres decir es heredera al trono -dijo Yngvar Stubø, y se aclaró con agua el resto de la espuma-. Eso es alguien que antes o después acaba siendo reina.

– Mi hermana va a ser reina -dijo Kristiane-. Supongo que eres el hombre más grande del mundo, en realidad.

– ¿Eso crees?

Alzó a la niña y se la colocó sobre la cadera. Los ojos de la chiquilla vagaron de un punto al otro, sin determinación, como si mirada y contacto físico al mismo tiempo fueran demasiado para ella. Era pequeña para sus casi diez años de edad.

– Heredera al trono -dijo Kristiane mirando al techo.

– Correcto. Resulta que nosotros no somos los únicos que hemos tenido hoy un bebé. También…

– Mette-Marit es tan guapa -le interrumpió la niña aplaudiendo entusiasmada con las manos-. Sale en la tele. Nos han dado pan con queso para desayunar. La mamá de Leonard ha dicho que ha nacido una princesa. ¡Mi hermana!

– Sí -dijo Yngvar, y la volvió a dejar en el suelo para intentar quitarle el gorro de baño sin tirarle demasiado del pelo-. Nuestro bebé es una hermosa princesa, pero no es heredera al trono. ¿Cómo piensas que se debería llamar?

Por fin el gorro se aflojó. Largos cabellos se adherían a su interior, pero Kristiane no reaccionó al dolor cuando él se lo quitó.

– Abendgebet -respondió ella.

– Eso significa «oración nocturna» -le explicó él-. No se llama así. La muchacha encima de tu cama, quiero decir. Es alemán, y explica lo que hace la chica de la foto…

– Abendgebet -dijo Kristiane.

– A ver qué dice mamá -dijo Yngvar, y se puso los pantalones y la camisa-. Ve a buscar el resto de tu ropa. Tenemos que poner tierra de por medio.

– Tierra de por medio -dijo Kristiane, y salió al pasillo-. Tierras. Con vacas y caballos y gatitos. ¡ Jack ! ¡El rey de América! ¿Quieres venir a ver al bebé?

Un enorme perro, con el pelo marrón dorado y una lengua que le caía de entre sus fauces sonrientes, salió corriendo del cuarto de Kristiane. Meneaba el rabo con entusiasmo al mismo tiempo que correteaba en torno a la niña.

– Jack se va a tener que quedar en casa -dijo Yngvar-. ¿Dónde se habrá metido tu gorro?

– Jack se viene con nosotros -dijo Kristiane alegremente, y ató una bufanda roja al cuello del animal-. La heredera al trono también es hermana suya. En Noruega hay igualdad entre los sexos. Las chicas pueden hacer lo que quieran. Eso dice la mamá de Leonard. Y tú no eres mi papá. Isak es mi papá. Eso lo digo yo.

– Y es todo verdad -se rió Yngvar-. Pero yo te quiero mucho. Y ahora vamos a tener que irnos. Jack se queda en casa. Está prohibido llevar perros al hospital.

– El hospital es para los enfermos -dijo Kristiane cuando él le puso el abrigo-. El bebé no está enfermo. Mamá no está enferma. Pero están en el hospital.

– Eres una pequeña muy lógica.

La besó en los labios y le caló el gorro sobre las orejas. De pronto ella lo miró a los ojos. Él quedó petrificado, como hacía siempre en estos raros momentos de apertura, repentinas mirillas a una existencia que nadie conseguía apresar del todo.

– Ha nacido una heredera al trono -dijo ella con solemnidad, antes de coger aire y seguir citando las noticias matutinas de la televisión-: Un acontecimiento para el país, para el pueblo, pero sobre todo para los padres, claro. Y todos nos alegramos especialmente de que en esta ocasión haya sido una niñita. -Un pitido sonó medio ahogado bajo la fila de ropa de abrigo que colgaba de un perchero-. El teléfono móvil -apuntó mecánicamente-. Dam-di-rum-ram .

Yngvar Stubø se levantó y se puso a palpar frenéticamente las chaquetas y los abrigos que colgaban en un caos hasta encontrar lo que estaba buscando.

– Hola -dijo con escepticismo-. Aquí Stubø.

Tranquilamente, Kristiane se volvió a quitar la ropa. Primero el gorro, después el abrigo.

– Un momento -dijo Yngvar al aparato-. ¡Kristiane! No… Espera un poco.

– No.

La chiquilla ya se lo había quitado casi todo. Sólo le quedaban la camiseta y las braguitas rosas. El leotardo se lo puso en la cabeza.

– Ni hablar -dijo Yngvar Stubø-. Tengo quince días de baja por paternidad. Llevo despierto más de veinticuatro horas, Sigmund. Por Dios, hace menos de cinco horas que ha nacido mi niña y ya…

Kristiane se colocó las piernas del leotardo como si fueran largas trenzas que bajaban por su tripita.

– Pipi Calzaslargas -dijo alegremente-. Tararí tarará.

– No -dijo Yngvar tan cortante que Kristiane pegó un respingo y rompió a llorar-. Estoy de baja. He tenido una hija. Yo…

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