Tenía los tirantes bien ajustados. El compañero los comprobó una última vez.
– Ya está -dijo en voz alta-. Ya puedes saltar.
– ¿Así que estás seguro de que la cuerda aguanta? -gritó innecesariamente Vegard Krogh una vez más.
– Hasta el último gramo -le gritó su compañero-. ¡Te pesé tres veces antes de elegirla, joder! ¡La última vez que medí esta grúa fue ayer! ¡Salta! ¡Me estoy congelando!
Vegard Krogh le echó una última mirada al fotógrafo. La capucha con ribete de piel de lobo cubría la mitad de la cámara. El objetivo estaba dirigido hacia los dos que estaban en lo alto. A lo lejos se oía una sirena. Se aproximaba.
Vegard Krogh apuntó al libro, su última colección de ensayos, una mancha casi invisible sobre una plancha circular de color naranja.
Saltó.
La caída fue demasiado lenta.
Tuvo tiempo de pensar. Tuvo tiempo de pensar demasiado. Pensó que pronto cumpliría cuarenta años. Pensó en que su mujer no parecía demasiado fértil; llevaban ya tres años intentando tener un hijo, sin otro resultado que las decepciones mensuales sobre las que ya no merecía la pena hablar en voz alta. Pensó en que seguían viviendo en un piso de dos habitaciones en Granland y que nunca conseguían ahorrar más que unas minucias.
Cuando estaba a media caída, dejó de pensar.
Iba demasiado rápido.
Demasiado rápido, pensó el fotógrafo; el objetivo seguía el periplo del hombre hacia el suelo.
El libro crecía ante los ojos de Vegard. No era capaz de pestañear, sólo veía la cubierta blanca que crecía constantemente; echó los brazos hacia delante y hacia abajo, cayó contra el suelo y al final pensó: esto va demasiado rápido.
El viento le había arrancado el gorro, y su pelo rubio, muy escaso en la frente, rozó levemente la plancha naranja en el momento en que Vegard Krogh comprendió que todo había pasado. Con delicadeza, como si tuviera todo el tiempo del mundo, agarró su libro y se lo apretó contra el corazón; el hueso de la frente sintió un golpecito de tierra firme, el flequillo besó la madera fosforita.
La cuerda de goma pegó un tirón. El movimiento se trasladó al cuerpo, una tremenda presión desde la planta de los pies, un pulso oprimente que subía por las piernas desde las pantorrillas; fue como si la columna vertebral se le distendiera del violento empujón.
Se echó a reír.
Pegaba alaridos mientras se bamboleaba de arriba abajo, de lado a lado. Hipaba de risa en el momento en que la policía entró al descampado de la obra maniobrando con el coche y el fotógrafo procuraba recoger sus cosas al tiempo que corría hacia el agujero en la valla que rodeaba el recinto.
Vegard Krogh nunca se había sentido tan vivo. Con tal de que la película sirviera, todo sería perfecto. El salto había sido exactamente como tenía que ser, como era el libro, tal y como Vegard Krogh pensaba que había sido siempre: audaz, peligroso y desafiante, al límite de todo lo permitido.
No murió este lunes a mediados de febrero; muy al contrario, se sintió inmortal botando bajo la grúa amarillo fósforo, sobre una plancha de madera naranja, bajo los potentes focos azules, de espectáculo, del coche de policía que aullaba contra él allá abajo, en el suelo. Vegard Krogh flotaba entre llamativos colores una ventosa tarde gris, y se aferraba al primer ejemplar de su último libro: Puenting .
La muerte de Vegard Krogh se pospondría una semana y tres días, pero de eso él, naturalmente, no sabía nada.
Inger Johanne no conseguía que le gustara Sigmund Berli. El hombre no tenía el menor encanto. Se sacaba los mocos sin pudor. Se tiraba constantemente pequeños pedos sin ni siquiera pedir disculpas. Se hurgaba en los oídos, se mordía las uñas delante de cualquiera y, en estos precisos momentos, estaba desgarrando en pedazos una servilleta de papel sucia, sin pensar siquiera en que la corriente de aire se llevaba los pedazos haciéndolos caer al suelo.
– Es un chico majo -solía decir Yngvar, desanimado por la tibia actitud de Inger Johanne-. Un poco maleducado, nada más. Además Sigmund fue la única persona que realmente habló conmigo tras la muerte de Elisabeth y Trine.
El último argumento era irrebatible. Tras la brutal muerte de su primera mujer y su hija, Yngvar había estado a punto de hundirse. Estaba desvinculándose de la vida laboral y encaminándose a una seria y destructiva depresión, cuando Sigmund, con súbita fortaleza y tiernos cuidados, lo arrastró de vuelta hacia una especie de existencia que no acabó de tomar forma hasta que, dos años más tarde, conoció a Inger Johanne y empezó desde el principio.
– ¿Qué importan unos mocos en los pantalones frente la auténtica lealtad? -había preguntado Yngvar, con el resultado de que ahora el hombre estaba sentado sobre una de las banquetas de corcho en casa de Inger Johanne y que acababa de ingerir tres raciones de auténtico pollo de corral y ensalada de rúcula.
– ¡Qué comida tan rica haces! -dijo con una gran sonrisa. La mirada iba dirigida a Yngvar.
– Gracias -dijo Inger Johanne.
– Bueno, yo he preparado el aliño de la ensalada -bromeó Yngvar-. El aliño es lo más importante. Pero tienes razón. Inger Johanne es la cocinera de la casa. Yo no soy más que el… feinschmeckeren. Me encargo de los detalles. Todo aquello que eleva una comida ordinaria hasta…
Se echó a reír cuando ella lo atacó con el trapo de cocina.
– No soporta que le tomen el pelo -dijo, y la cogió entre sus brazos-. Pero en el fondo es buena.
La besó y se negaba a soltarla.
– La discusión en la cocina -empezó Sigmund arrugando con embarazo la servilleta, antes de dejarla a un lado, sin saber bien qué hacer con los restos destrozados-. Puede haber sido una tontería.
– Sí -dijo Yngvar, dejando que Inger Johanne se fuera-. Pero de todos modos creo que deberíamos recordarlo, por si hubiera algo en ese asunto. No es sólo que Kari Mundal y Rudolf Fjord se pelearan, sino que la discusión era tan importante como para que se perdieran el discurso perfectamente preparado de Kjell Mundal. No es propio de Kari Mundal dejar que se le escape una ocasión así de cultivar y apoyar a su marido. Y Rudolf Fjord parecía bastante alterado.
– La política -dijo Inger Johanne-, como es bien sabido, no es la catequesis. Si las discusiones violentas entre los bastidores políticos fueran fundamento suficiente para ser sospechoso de homicidio, no daríais abasto.
– Pero de todos modos…
Yngvar acercó la otra banqueta a la barra americana y se aposentó. Las piernas abiertas, los antebrazos sobre el banco.
– Había algo en toda la situación -dijo a media voz-. Algo… -Después meneó la cabeza-. Está apuntado -dijo con ligereza-. Pero por ahora lo dejamos así. Tenemos otras cosa de las que ocuparnos. Por ahora, quiero decir.
– Por ahora no tenemos prácticamente nada -dijo Sigmund hoscamente-. En ninguno de los casos. Nada de nada.
– Te estás poniendo muy duro -dijo Yngvar-. Algo tenemos.
– Algo -repitió Sigmund.
– Pero nada encaja -dijo Yngvar-. Nada nos lleva a ningún sitio. En eso estoy de acuerdo. No encontramos más líneas de conexión entre las dos mujeres que las más obvias, lo que determinamos desde el principio. Y que hemos repasado mil veces. La brutalidad de los asesinatos. El sexo de las víctimas. Su vida como personajes públicos. El municipio en el que vivían. -Bostezó largamente y prosiguió-: Pero es muy dudoso que estemos buscando a un asesino con especial predilección por Lørenskog. Vibeke y Fiona no se conocían, no tenían amigos comunes, ni siquiera conocidos, más allá de los que siempre se tienen en un país tan pequeño como éste. No han estado implicadas en ningún trabajo común. Llevaban vidas muy diferentes. Una era soltera y fiestera, la otra mujer de familia y madre. Me da la impresión de que…
Читать дальше