Anne Holt - Crepúsculo En Oslo

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En la ciudad de Oslo, una conocida presentadora de televisión aparece asesinada en su domicilio. El superintendente Yngvar Stubø y la que fuera profiler del FBI Inger Johanne Vik son requeridos para llevar a cabo la investigación. Pareja tanto en la vida real como en la profesional, Stubø y Vik se muestran reticentes a llevar el caso ya que acaban de ser padres; sin embargo, se ven forzados a aceptarlo dada la naturaleza del mismo.
Todo apunta a un asesino en serie de gusto perverso que se deleita escenificando sus crímenes. Mientras Stubø se vuelca en el análisis meticuloso de los detalles que rodean cada crimen, Vik ahonda en una teoría que coge fuerza a medida que traza el perfil del presunto asesino; la posible conexión entre los hechos presentes y su pasado como miembro del FBI.

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Cuando Vibeke Heinerback fue elegida como líder del partido, la más joven de Noruega, permitió que un compacto grupo de periodistas la acompañaran a la cama al salir del congreso del partido. Tanto los periódicos como las revistas enfocaron alegremente sobre el baño nocturno. Con la pierna izquierda, bien formada y depilada, apoyada sobre el canto de la bañera, en un mar de espuma rosa, Vibeke elevaba la copa de champán hacia los lectores. Según el pie de foto de esa imagen, estaba completamente agotada.

La escena parecía sacada de una habitación de hotel.

Vibeke Heinerback constituía el concepto mismo de éxito joven y escandinavo. Un par de años en la Facultad de Ciencias económicas fue toda la educación que alcanzó a recibir antes de que la política la absorbiera totalmente. Llevaba zapatos de tacón en el lodazal que se forma en invierno en la calle Karl Johan, pero también se dejaba fotografiar calzada con botas de lluvia en el campo de Marca. En el Parlamento siempre iba impecable. Seguía estrictamente el código del vestir en los debates transmitidos por la televisión, pero cuando tomaba parte en programas más ligeros, ostentaba un gusto que el año anterior le había valido el tercer puesto en la lista de mujeres más elegantes de Noruega. «Tiene tanto gusto para los detalles descarados», dijo el jurado con admiración. Y por supuesto que iba a tener niños, más adelante, le sonrió al impertinente periodista, y siguió escalando en un partido que, en los días en que las encuestas le eran favorables, triunfaba por poco margen sobre los demás.

Yngvar sintió una pizca de culpabilidad por sus propios prejuicios cuando, por tercera vez, recorrió el salón con la vista. Su mirada se posó en la hermosa pantalla de una lámpara, hecha de cristal blanco leche. Tres finos tubos de acero sostenían la cúpula haciendo que el conjunto pareciera un ovni de una película de los cincuenta. La estancia llamaba la atención, un sofá color crema en ángulo recto estaba colocado tras una mesa de acero y cristal. Las sillas eran de un naranja intenso, color que se repetía en las pequeñas manchas de una colosal pintura no figurativa que colgaba de la pared de enfrente. Todas las superficies estaban limpias. No había otro objeto decorativo en la habitación que un jarrón de Alvar Aalto sobre el sobrio mueble bar. Un colorido ramo de tulipanes estaba a punto de extenuarse de sed.

La cesta de los periódicos, fabricada con acero trenzado, estaba rebosante, sobre todo de revistas y prensa amarilla. Yngvar cogió un ejemplar de la revista Her og Nå. Coronaban la portada dos divorcios, un aniversario de artistas y la trágica vida en el alcoholismo del cantante de una orquesta de baile.

Aunque la atención que Yngvar le había prestado a Vibeke Heinerback era escasa, no le cabía más remedio que admirar su instintiva y profunda comprensión de la necesidad que siente la gente de encontrar soluciones sencillas. Sin embargo, nunca había vislumbrado en ella una auténtica comprensión de la política, una postura ética y de autoridad. Vibeke Heinerback opinaba que había que bajar el precio de la gasolina y que la política de asistencia a los ancianos era un escándalo para la nación, quería bajar los impuestos y reforzar la policía. Consideraba el hecho de que el pueblo fuera de compras a Suecia era un muy comprensible acto de protesta; si los políticos decidían imponer al alcohol los precios más altos de Europa, era problema de ellos.

Así la había visto él: simple, superficial y con picardía callejera. Poco cultivada, creía; en una entrevista se desveló que llamaba a su escritora favorita, Ayn Rand, por el nombre de pila.

Dejó pasar el dedo lentamente por el lomo de los libros de las estanterías, bien surtidas, que cubrían dos de las paredes del salón desde el suelo hasta el techo. The Fountainhead, desgastado y leído de cabo a rabo, estaba junto a una edición de bolsillo de Atlas shrugged. Una extensa biografía de un excéntrico arquitecto y escritor estaba en un estado tan lamentable que varias de las hojas se soltaron cuando Yngvar intentó comprobar el ex libris.

Jens Bjørneboe y Hamsun, P.O. Enquist, Günter Grass y Don DeLillo, Lu Xun y Hannah Arendt. Lo moderno y lo antiguo, codo con codo dentro de algo que podía parecer un sistema, un esquema amoroso que Yngvar de pronto comprendía.

– Mira esto -le dijo a Sigmund Berli que acababa de volver del dormitorio-. ¡Los libros que más le gustan los tiene colocados entre la altura de la cadera y la de la cabeza! Los libros que casi no ha tocado están o cerca del suelo o en la parte más alta.

Se estiró para señalar un volumen colectivo de escritores chinos de los que casi no había oído hablar. Después se puso en cuclillas, cogió un libro del estante más bajo y le sopló el polvo antes de leer en alto:

– Mircea Eliade.

Negó con la cabeza y devolvió el libro a su sitio.

– Este es el tipo de cosas que lee la hermana de Inger Johanne. No me esperaba esto de la señorita Heinerback.

– Bueno, aquí hay también un montón de novelas policíacas.

Sigmund Berli pasó los dedos por los estantes más cercanos a la puerta de la cocina. Yngvar iba leyendo los títulos. Allí estaban todos. The grand old ladies de la literatura británica y los norteamericanos bravucones de la década de los ochenta. Aquí y allá aparecía algún nombre que sonaba a francés. A juzgar por las portadas, grandes coches y armas mortales en estilizado trazo gris, debían de ser de la década de los cincuenta. Los clásicos como Chandler y Hammett, en ediciones de lujo estadounidenses, estaban junto a un catálogo casi completo de las ediciones de novelas policíacas noruegas de los últimos diez años.

– ¿Será que son los libros del novio? -preguntó Sigmund.

– Él acaba de mudarse. Éstos llevan aquí un tiempo. Me pregunto por qué…, ¿por qué nunca ha dicho nada de esto?

– ¿De qué? ¿De qué leía?

– Sí. Quiero decir, hoy he leído un montón de entrevistas que dibujaban la imagen de una persona bastante poco interesante. Un animal político, hasta cierto punto, pero más preocupada por los detalles banales que por poner las cosas en su contexto. Incluso en… -Yngvar dibujó un cuadrado en el aire antes de proseguir-:… las cajas esas, ¿se las llama así? Estos recuadros con preguntas estándar, nunca dijo nada sobre… esto. Periódicos, respondía cuando le preguntaban qué leía. Cinco periódicos al día, y le quedaba poco tiempo para nada más.

– Quizás es que leía antes. Hace tiempo, quiero decir. Que ya no le alcanzaba el tiempo.

Sigmund había salido a la cocina.

– ¡Mira esto, ven!

La cocina presentaba una extraña mezcla entre nuevo y viejo. Los armarios superiores, que eran oblicuos, debían de ser de poco después de la guerra. Cuando Yngvar empujó una de las puertas, se deslizó suave y silenciosamente sobre rieles modernos de plástico y metal. El fregadero era enorme, con una grifería que se podría haber usado en una película de los años treinta. Los pomos de porcelana señalaban el frío y el caliente con caligrafía anticuada en rojo y azul, pero estaban tan gastados que casi no se podían leer. Los bancos de la cocina eran oscuros y opacos.

– Pizarra -dijo Yngvar golpeando la superficie con los nudillos-. Ha restaurado mucho de lo antiguo. Y lo ha mezclado con elementos nuevos.

– Elegante -dijo Sigmund, dudoso-. ¿Mola bastante, no?

– Sí. Y es caro.

– ¿Y cuánto ganan en el Parlamento?

– No lo suficiente -dijo Yngvar pellizcándose el puente de la nariz-. ¿Cuándo ha estado aquí la policía?

– Sobre las siete de la mañana, o así. Su maromo, Trond Arnesen se llama, había destrozado el lugar de los hechos. Vomitó y lo revolvió todo. Incluso sacó a su chica de la cama. ¿Has visto el dormitorio?

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