Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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Lanzó otra piedra, esta vez con más fuerza, como para subrayar lo que había dicho.

– Pero sinceramente -se aventuró a decir el más joven-, hasta ahora el sistema ha sido seguro, nunca hemos corrido riesgos y la Policía nunca se nos ha acercado. Dos asesinatos se toman más en serio que lo que hemos estado haciendo hasta ahora. Con lo avaricioso que era Olsen, no entiendo por qué no podíamos comprarle su parte. ¡Mierda, me siento muy sudado!

El hombre mayor se levantó y se colocó ante él. Miró hacia ambos lados para asegurarse de que estaban solos. La niebla se había espesado y no veían más allá de veinte o treinta metros. No había nadie dentro de ese radio.

– Ahora me vas a escuchar -le espetó-. Siempre hemos tenido claro que esto implicaba sus riesgos. Pero, aun así, es necesario hacer unas pocas operaciones más, para impedir que quede demasiado clara la relación entre los dos asesinatos y la droga. Vamos a dejarlo mientras estemos en la cresta de la ola, pero eso exige que tú mantengas la cabeza fría y no tropieces durante los próximos dos o tres meses. Tú eres el que tiene los contactos. Pero tenemos un pequeño problema que nos puede quemar -añadió-. Han van der Kerch. ¿Cuánto sabe?

– En principio nada. Conoce a Roger, el de los coches usados. Más allá de eso no debería saber gran cosa. Pero lleva un par de años en el sistema, de algo debe de haberse enterado. Queda descartado que sepa algo de mí. Yo no he sido tan tonto como Hansa, que inició a uno de los correos. Yo me he atenido a los códigos y los mensajes por escrito.

– Pero puede llegar a ser un problema -concluyó el mayor-. Tu problema. -Calló elocuentemente sin soltar la mirada de su compañero más joven mientras mantenía una postura amenazadora, con una pierna sobre el tronco del árbol y la otra plantada junto a los pies del otro-. Y además tienes que recordar una cosa. Nadie aparte de ti sabe nada sobre mí, ahora que Hansa se ha ido. Ninguno de los chicos que van ocupando la escala hacia abajo sabe de mi existencia, sólo la conoces tú. Eso te hace muy vulnerable, amigo mío.

Era una amenaza sin ambages. El más joven se levantó y colocó la cara a pocos centímetros del otro.

– Lo mismo te digo -dijo con frialdad.

Domingo, 11 de octubre

Hanne Wilhelmsen tenía la misma relación con el cuerpo policial que la que, en sus momentos más románticos, se imaginaba que tenían los pescadores con el mar. Estaba indisolublemente ligada a la Policía y no se veía haciendo ninguna otra cosa. Cuando a los veinte años eligió la Academia de Policía, rompió con las pesadas tradiciones académicas de la familia. Aquello supuso una rebelión en contra de sus padres, catedráticos, y de sus orígenes, sólidamente burgueses. La elección de su camino en la vida fue recibida con un apabullante silencio por parte de su familia, a excepción de dos toses nerviosas de su madre durante una comida dominical. Pero se lo habían tomado con una calma aceptable, y ella acabó convirtiéndose en una suerte de mascota para todos ellos, era la que tenía las anécdotas más entretenidas que contar durante los encuentros navideños, la coartada realista de la familia, y amaba su trabajo.

Al mismo tiempo le daba miedo. Había empezado a notar cómo el alma, a la larga, se va viendo afectada por el contacto con los asesinatos, las violaciones, el maltrato y la violencia diaria. Todo aquello se adhería a su cuerpo como una sábana húmeda y, a pesar de haber cogido la costumbre de ducharse cada vez que volvía a casa del trabajo, a veces sentía que desprendía un olor a muerte, del mismo modo que a los pescadores siempre les huelen las manos a entrañas de pescado. La subinspectora se imaginaba que los pescadores siempre están alerta respecto de los indicios más o menos claros de peces en el agua -la aglomeración de gaviotas, la persecución de las ballenas-, reflejos grabados en la médula espinal tras generaciones de hombres de mar; de ese mismo modo, Wilhelmsen dejaba que su subconsciente trabajara simultáneamente con todos los casos. No había dato que no pudiera conducir a algo. El peligro residía en el eterno exceso de trabajo. La criminalidad de Oslo aumentaba a mayor velocidad que el dinero destinado a la Policía en los presupuestos estatales.

Procuraba no investigar nunca más de diez casos al mismo tiempo, un objetivo que se saltaba con demasiada frecuencia. Las carpetas verdes de grosor variable se le estaban agolpando en una amenazadora pila a un lado de su escritorio. Incluso durante la última época, extremadamente ajetreada, se había tomado el tiempo de revisar la pila con regularidad para destinar el mayor número de casos posible a la pequeña hoja DINA-5 encabezada con el rótulo «Se recomienda archivar». Con el convencimiento sagrado e insuficiente de la culpabilidad del sospechoso, y atenazada por la mala conciencia, acudía al jurista que le proporcionaba el sello necesario, código 058, «Archivado por falta de pruebas». Como consecuencia, un delincuente volvía a la calle y ella tenía un caso menos en el que ocupar su tiempo, sólo le quedaba esperar que hubiera priorizado correctamente. Aunque la carga se veía acrecentada por el hecho de que los juristas nunca se oponían a sus recomendaciones. Confiaban en ella, se limitaban a hojear los documentos por obligación, antes de seguir sin excepción sus recomendaciones. Wilhelmsen sabía que las pilas verdes también eran la pesadilla de aquellos abogados.

Era domingo y tenía ante sí veintiuna carpetas. Las había ordenado según la tipología penal, pero el bloqueo no dejaba de rondarla, hasta que por fin consiguió deshacerse de él. Ninguno de los casos se destacaba en dirección al archivo. Tenía once casos en el montón del parágrafo 228/229, atentados contra la integridad física y lesiones. Tal vez podía apostar por proponer sanciones en algunos de esos casos, una manera sencilla y amparada por la ley de sacar el caso del mundo.

Tres horas más tarde había propuesto sanciones para siete casos, que versaban sobre violencia más o menos seria vinculada a clientes borrachos de restaurante o a porteros agresivos. Con una considerable dosis de buena voluntad, dos de los casos se podían dar por investigados, aunque no cupiera duda de que supondría una ventaja disponer de más interrogatorios de testigos. Apostó porque los tribunales estuvieran en disposición de reconocer a un delincuente cuando lo tuvieran delante y recomendó que se presentara acusación.

Los domingos eran un buen día de trabajo. No había llamadas telefónicas ni reuniones, y muy poca gente con la que intercambiar autocomplacientes frases de admiración recíproca por emplear el día libre para trabajar, sin que les pagaran por ello ni se lo agradeciera nadie más que ellos mismos, pero la verdad era que después resultaba más sencillo enfrentarse al lunes.

Hanne escuchó voces en el patio trasero y miró por la ventana. Vio a una cantidad considerable de fotógrafos de la prensa y cayó en la cuenta de que el ministro de Justicia estaba de visita.

– ¿Por qué en domingo? -había preguntado secamente el jefe de sección cuando anunciaron la visita desde el despacho de la comisaria principal.

La única respuesta que recibió fue que se ocupara de sus propios asuntos. Wilhelmsen tenía la sospecha de que la elección del día tenía relación con que los lunes los periódicos disponían de mucho espacio libre para titulares, después de que los domingos se hubieran ocupado del país y de las grandes noticias. Los periódicos de los lunes solían ser más delgados, con lo que resultaba más fácil que publicaran algo. La visita del ministro de Justicia era consecuencia de los frecuentes titulares sobre las malas condiciones de los calabozos. Al mismo tiempo, el ministro aprovecharía la visita para reunirse con la comisaria principal y discutir la creciente violencia callejera, lo que los periódicos gustaban de llamar «violencia no provocada», denominación que no resultaba ser la más adecuada si se tenía acceso a los informes de los casos. Pero, por lo general, los periodistas no tenían acceso. Por eso tampoco entendían que el problema no era la falta de provocación, sino que ésta fuera respondida con puños y navajas, en vez de con agresiones verbales como antes.

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