Anne Holt - La Diosa Ciega

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La exitosa abogada Karen Borg ha sacado a pasear a su perro cuando se tropieza con un cadáver. ¿De quién? Solo Dios sabe, el cuerpo ha perdido su cara. Hanne obtiene una confesión de un sospechoso vendedor de drogas quien también confiesa a Karen después de pedirle que le defienda. El sendero conduce a la cima de la profesión jurídica.
En esta primera entrega de la serie se presenta a los personajes -la brillante y también arrogante Hanne Wilhelmsen y sus colegas- y el escenario -un mundo en el que la diosa de la justicia lleva los ojos vendados-. La tarea del equipo de Wilhelmsen es destapar los ojos de esa diosa ciega. La trama parte de un asesinato que desata una investigación de una red de corrupción y drogas. A lo largo del libro se va descubriendo las partes implicadas en ésta y finalmente se conoce que ciertos miembros del cuerpo de la policía, así como del departamento de Justicia, participaron en la misma. El motivo: financiar las operaciones de los servicios secretos noruegos.

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«La mafia responsable de dos asesinatos» era el violento mensaje que transmitían. Håkon apenas se reconocía. Leyó la primera plana y las dos páginas enteras que el periódico le había dedicado al caso. La parte superior de ambas páginas iba encabezada por una banda negra con letras blancas: «El caso de la mafia». Le rechinaron los dientes por la irritación que le causaba tanta exageración, pero tras leerlo con más detenimiento llegó a la conclusión de que Myhreng en realidad no decía nada que fuera directamente mentira. Había estirado los hechos, las especulaciones eran bastante burdas y estaban tan bien camufladas que se podían dar por ciertas, pero había citado correctamente al fiscal adjunto; por tanto, éste no tenía nada de qué quejarse.

– En fin, podría haber sido peor -dijo pasándole el periódico a Karen, que ya se estaba familiarizando lo bastante con la oficina como para ir sola a por aquel líquido al que llamaban café-. Ya va siendo hora de que me cuentes algo de tu cliente. El tipo sigue en calzoncillos y se niega a decir nada. Puesto que ya sabemos lo que sabemos, lo decente sería que nos ayudaras a seguir adelante.

Se estudiaron el uno al otro. Karen recurrió a una vieja táctica de guerra callada de los viejos tiempos. Le agarró la mirada y se la mantuvo firmemente hasta que todo lo que quedaba más allá de sus ojos gris verdoso se volvió difuso. Håkon vio las manchitas marrones de su iris, más abundantes en el ojo derecho que en el izquierdo y no pudo ni pestañear; no se atrevía, no fuera a ser que al volver a abrir los ojos se le hubiera bajado la mirada. Joder, nunca había conseguido vencer en aquel juego. Ella siempre acababa viendo cómo él, el perdedor, el más débil de los dos, bajaba la mirada.

Fue ella la que tuvo que rendirse. A Karen se le llenaron los ojos de lágrimas, pestañeó y apartó la mirada hacia un lado, empujada hacia allá por un leve rubor que había comenzado en la mejilla izquierda. El vencedor no se regodeó, de hecho le sorprendió su propia actitud porque ella había dejado su flanco abierto de par en par. Pero lo que hizo fue cogerle las dos manos.

– Lo cierto es que estoy un poco asustado -le dijo con franqueza-. No sabemos mucho de esta banda, o de esta mafia, como la han bautizado ahora, pero sabemos que no son niños de catequesis. Es probable que el Dagbladet tenga razón cuando afirma que son capaces de pisar cadáveres para defender sus intereses. Tenemos razones para creer que ellos saben que tú sabes, o que al menos lo sospechan.

Le habló de las anotaciones de Hanne, que ya no estaban en sus manos. Aquello produjo un efecto visible en Karen. Toda su actitud le resultaba desconocida, era como si buscara su protección, la de Håkon, a quien había protegido y maltratado durante toda la época de estudiantes.

– ¡No tenemos ninguna posibilidad de defenderte como no nos cuentes lo que sabes!

Se dio cuenta de que le estaba estrujando las manos con demasiada fuerza, se le habían puesto ya blancas con manchas rojas por donde se las tenía cogidas. Las soltó.

– Han van der Kerch me ha contado algo. No mucho. No quiere que lo transmita, pero sí que hay cosas que me ha dado permiso para contaros. No sé si serán de utilidad. -Karen se había sobrepuesto, los hombros volvían a estar en su sitio, al igual que el traje chaqueta-. Iba a recoger el dinero por una entrega. Al contar el fajo de billetes, reparó en que uno de ellos tenía algo garabateado con bolígrafo. Un número de teléfono, que se le ha olvidado, y tres letras. Tuvo la impresión de que eran unas iniciales: estaban separadas por puntos. Se acuerda de las letras porque formaban una palabra. J.U.L.

– ¿JUL? [2]

– Sí, separadas por puntos. Por lo visto se echó a reír y le dijo al tipo que le daba el dinero que no quería billetes estropeados. El hombre le quitó el billete y, al parecer, se enfadó bastante.

– ¿Has pensado en lo que significa eso?

– Sí que lo he hecho, sí.

Se quedaron callados.

– ¿Qué has pensado, Karen? -le rogó Håkon en voz baja.

– He pensado que hay un abogado en Oslo con esas iniciales. Sólo uno. Lo he comprobado en el registro de colegiados.

– Jørgen Ulf Lavik.

En realidad no era tan impresionante que Håkon lo acertara, habían estudiado con Lavik, que ya por aquella época era un personaje popular, un chico con talento, siempre rodeado de gente y comprometido en política. Durante mucho tiempo, Håkon pensó que Karen estaba enamorada de él, extremo que ella siempre había negado hasta el final. Lavik era bastante conservador y Karen era miembro del consejó del Frente Socialista de la Facultad. En aquella época, ese tipo de barreras eran prácticamente insuperables y Karen había caracterizado con frecuencia a su compañero de estudios como un «cabrón reaccionario», incluso estando él presente. Sólo habían colaborado en un par de ocasiones, entre otras cuando lucharon juntos contra la implantación de cuotas de acceso a los estudios. En relación con aquella campaña, habían llegado a pasar un fin de semana juntos en la cabaña de los padres de Karen, en Ula, un viaje que estaba planeado como un seminario de política estudiantil, pero que acabó siendo un puro fin de semana de juerga. Aquello no contribuyó a mejorar la opinión de Karen sobre Lavik.

– No es que entienda mucho del asunto, pero en el periódico se insinúa que unos abogados podrían estar detrás de una especie de banda. No soy del todo capaz de imaginarme a Jørgen Ulf Lavik como líder de una banda, pero tendrás que tomarte la información en lo que valga. -A Sand la información le valía bastante, y el valor subió cuando Karen añadió-: Seguro que lo averiguas tú solo, pero para ahorrarte la molestia: Jørgen empezó su carrera de abogado con uno de los puntos calientes del caso. ¿Adivinas con quién?

– Peter Strup -respondió Håkon de inmediato, y sonrió de oreja a oreja.

Antes de que Karen abandonara aquella tarde la jefatura de Policía, le prestaron un equipo BB, que a ella le recordó más bien a un walkie-talkie anticuado, más grande y más pesado que un teléfono móvil. Para encenderlo había que apretar un botón; entonces se ponía a rechinar como en una vieja película norteamericana de detectives. Después se apretaba otro botón que establecía contacto directo con la Central de Operaciones de la Policía. Ella se llamaba BB 04, y el 01 era la Central de Operaciones era 01.

– Llévalo siempre encima -le ordenó Håkon-. No dudes en usarlo. La Central de Operaciones está informada. La policía estará contigo en cinco minutos.

– Cinco minutos puede ser mucho tiempo -constató calladamente Karen.

Jueves, 15 de octubre

En una ocasión, hacía mucho, mucho tiempo, había coqueteado descaradamente con él. Por aquel entonces, ella no era aún comisaria principal, sino funcionaría en el grupo de hurtos y carteristas, y acababa de empezar a trabajar en la fiscalía. Viajaron a España para reunir pruebas para un caso de contrabando de alcohol, fue su primer viaje al extranjero con ese trabajo. El hombre que ahora tenía enfrente, sentado en la silla de invitados, era en aquellos tiempos abogado defensor. Les había llevado tres horas reunir las pruebas, el viaje duró tres días. Comieron mucho y bien, y bebieron aún más.

El hombre tenía todo lo que ella admiraba: era bastante mayor que ella, estaba forrado, tenía experiencia y éxito. Ahora era secretario de Estado en el Ministerio de Justicia. Eso tampoco estaba mal. Durante aquel viaje, diez años antes, nunca pasaron de darse unos besos, unas caricias y algún abrazo. No había sido por elección de ella, por eso estaba un poco cohibida.

– ¿Una taza de café? ¿Té?

Aceptó lo primero y rechazó un cigarrillo.

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