Liza Marklund - Studio Sex

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Ocho años antes de los dramáticos sucesos de Dinamita…
La reportera novata Annika Bengtzon acaba de empezar unas prácticas de verano en un importante periódico de Estocolmo, el Kvällspressen. Allí se encarga de la aburrida tarea de atender la línea telefónica de los chivatazos. Pero antes de que haya tenido la menor oportunidad de adentrarse en el frenético mundo del periodismo, aparece el cadáver desnudo de una chica joven en un cementerio. Una stripper que trabajaba en el club Studio Sex ha sido violada y estrangulada, y el principal sospechoso es un secretario del Gobierno. Annika rápidamente se da cuenta de que este caso puede ser la oportunidad para escribir su primer gran artículo y catapultarse a la fama. Aunque a medida que descubre el oscuro infierno de los clubes de alterne, se va internando peligrosamente en un mundo de sexo y violencia.

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– Perdona -dijo asustada.

Annika parpadeó. De pronto comprendió que las otras chicas la veían como a alguien con autoridad, quizá porque Josefin lo era. Se decidió rápidamente a aprovechar la situación.

– Que no vuelva a ocurrir -dijo con severidad y le dio al hombre el recibo.

Este se marchó, la chica se apresuró a entrar en la sala de striptease. Annika esperó unos segundos y escuchó en dirección a la sala del club. La tenue música del hilo musical llegaba hasta la entrada, de pronto tiritó de frío. No hacía mucho calor aquí.

Se introdujo en el vestuario, sacó la fotocopia y se la metió dentro del zapato. Salió rápidamente y se apoyó en la mesa de la ruleta. Permaneció allí hasta que finalizó la hora de Sanna con el viejo en el cuarto privado.

– ¿Qué tal ha ido? -preguntó la relaciones públicas.

– Bien -dijo Annika y señaló el recibo.

Sanna observó la suma, sonrió satisfecha y levantó la vista maliciosamente hacia Annika.

– ¿Pagas el impuesto de TV? -preguntó. No esperó ninguna respuesta, agitó el recibo, rió y se dirigió a la oficina.

Annika sonrió a la puerta cerrada.

Patricia preparaba té. Annika estaba sentada en el sofá del cuarto de estar, miraba a través de la oscuridad gris turquesa. Estaba tan cansada que todo su cuerpo lo manifestaba. También tenía ampollas en los pies a causa de las incómodas sandalias.

– ¿Cómo puedes aguantar esto? -dijo con un hilo de voz.

– ¿Qué? -inquirió Patricia desde la cocina.

– Nada -respondió Annika, igual de inaudible.

Sentía la repugnancia como un malestar en el diafragma, cuando cerraba los ojos veía la desnuda delgadez de la chica Pippi.

– Toma -dijo Patricia y colocó la bandeja en la mesita junto al teléfono.

Annika respiró pesadamente.

– No sé cómo voy a aguantar una noche más. ¿Cómo lo consigues?

Patricia esbozó una sonrisa, sirvió el té, le dio una taza a Annika y se sentó en el sofá.

– En todos los trabajos te explotan -dijo Patricia-. Este no es peor que otros.

Annika tomó un sorbo de té y se quemó.

– Estás equivocada -replicó-. Este es de lo peor. Las chicas del club, incluida tú misma, habéis traspasado multitud de límites invisibles para acabar ahí.

Patricia revolvía una rodaja de limón en su taza.

– Quizá -respondió-. ¿Te doy pena?

Annika recapacitó.

– No -repuso-, en realidad, no. Tú sabes perfectamente lo que haces. Has traspasado los límites voluntariamente. Es positivo poder hacerlo, indica una cierta flexibilidad. No tienes miedo, eso es una ventaja.

Patricia miró detenidamente a Annika.

– ¿Y tú? -inquirió-. ¿Qué límites has transgredido?

Annika esbozó una sonrisa estereotipada, no contestó.

Patricia dejó la taza en el suelo, dio un suspiro imperceptible y bajó la vista hasta sus manos.

– Esa mañana -dijo-, la última noche, Josefin y Joachim tuvieron una pelea de locos. Estuvieron chillándose el uno al otro, primero dentro en la oficina, luego arriba en la escalera. Josefin salió corriendo y él la siguió.

Annika estaba sentada, callada, comprendía que aquello era una muestra de confianza. Patricia permaneció en silencio un momento antes de continuar.

– Jossie quería terminar con el club, deseaba tener vacaciones antes de empezar sus estudios. Había entrado en la universidad, en la facultad de Ciencias de la Información. Joachim no quería soltarla. Intentaba enredarla, atarla al club y que dejara sus estudios. Jossie le dijo que se marchaba, que había ganado suficiente dinero como para pagarse diez operaciones de pecho, que su relación se había acabado. Se pelearon.

Patricia volvió a callar, la luz del amanecer se filtraba a través de las ventanas sin tapar. Se percibían los sonidos nocturnos: el autobús que se detenía frente a la puerta de Hantverkargatan, las eternas sirenas de las ambulancias, el viento otoñal susurrando frío y lluvia.

– Solían hacer el amor en el cementerio -murmuró-. A Joachim le excitaba, pero a Jossie le repugnaba. Trepaban por la parte trasera, ahí la valla no es muy alta. A mí me parecía horrible, imagínate, entre las tumbas…

Annika no dijo nada, permanecieron sentadas en silencio un buen rato. Comenzó a llover, primero unas gotas dispersas, luego con más intensidad.

– Sé lo que piensas -dijo Patricia.

– ¿Qué? -preguntó Annika con un hilo de voz.

– ¿Te preguntas por qué siguió con él? ¿Por qué no lo dejó?

Annika suspiró pesadamente.

– Me parece que lo sé -repuso-. Primero ella estaba enamorada y él era bueno, después Joachim comenzó con pequeñas exigencias, bobadas amorosas que a Josefin le parecieron una monada. Él opinaba sobre a quién podía ver y a quién no, sobre lo que hacía, en cómo debía hablar. Al principio todo fue bien, hasta que la burbuja en la que vivían reventó y Josefin deseó volver de nuevo al mundo. Estudiar, ir al cine, hablar por teléfono con sus amigos. Entonces Joachim se enfadó, le pidió que dejara de hacer aquello y se ocupara sólo de él, y cuando no obedecía él la pegaba. Luego se arrepentía, lloraba y decía que la quería.

Patricia asintió sorprendida.

– ¿Cómo sabes todo eso?

Annika sonrió entristecida.

– Hay manuales sobre los malos tratos a las mujeres -contestó-. Los periódicos vespertinos escriben series de artículos sobre la violencia doméstica. Estos abusos suelen seguir el mismo patrón, seguramente con Josefin no era distinto. Todo el tiempo pensaba que sería mejor si ella cambiaba y era tal y como él quería. Posiblemente algunos días fueron buenos. Entonces Josefin creía que iban por buen camino. Pero la necesidad que Joachim tenía de controlarla era cada vez mayor, seguramente sus celos fueron también cada vez más intensos. La criticaba continuamente, incluso delante de otras personas, y socavaba su confianza en sí misma.

Patricia asintió.

– Fue como un lento lavado cerebral -apuntó-. Él hacía que Jossie se sintiera insegura, decía que ella nunca acabaría sus estudios, que era una puta asquerosa y gorda y solo él podría amarla. Jossie lloraba cada vez más, al final casi siempre sollozaba. No se atrevía a dejarle, Joachim le había jurado que la mataría si lo intentaba.

– ¿La violó? -preguntó Annika-. La violencia sexual suele ser muy frecuente. Algunos hombres se excitan cuando la mujer está aterrorizada… ¿Qué pasa?

Patricia se puso las manos en los oídos, cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes. Comenzó a llorar desconsoladamente.

– Pero Patricia, ¿qué pasa?

Annika abrazó a la joven y la acunó. Las lágrimas caían como la lluvia en el exterior, manaban como a presión, y temblaba descontro-ladamente.

– Esto era lo peor -murmuró Patricia cuando le sobrevino el agotamiento-. Lo peor era cuando él la violaba. Ella chillaba de una manera horrible.

Diecinueve años, seis meses y trece días

Lo veo venir a través de la niebla del recuerdo, el patrón se repite, comienza la rutina. El se acalora hasta llegar a su rabia habitual, comienza dando vueltas y pisotones y diciendo palabrotas, luego me empuja y grita. Me llegan las señales de siempre, el campo de visión se acorta, los hombros encogidos, los codos apretados contra el cuerpo y las manos levantadas cubriendo la cabeza. El enfoque desaparece, brota el sonido, surge la paralización. Una esquina en la que dejarse caer, un ruego silencioso de piedad.

Su voz resuena en mi cabeza, y no puedo oír la mía. La canción del terror retumba en mi interior, el miedo sin nombre, el pánico sin articular. Quizá intento gritar, no lo sé, sus alaridos suben y bajan, me desplazan, el calor se expande, aparece lo rojo. No, no siento ningún dolor. La presión es roja y cálida. La canción acaba con el peor golpe, luego regresa medio tono más alta. Pánico, pánico, terror y amor. ¡No me hagas daño! ¡Oh, por favor, quiéreme mucho!

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