Patricia abrió la puerta de Studio Sex con llave y clave.
– Dentro de poco tendrás una -le dijo por encima del hombro.
Annika asintió y notó su corazón acelerado. Se arrepentía tanto de lo que estaba haciendo que todo su cuerpo se lo gritaba.
Tras la puerta la oscuridad tenía un tono rojizo, una escalera de caracol conducía hacia la luz.
– Ten cuidado -anunció Patricia-. Más de un cliente ha estado a punto de matarse.
Annika se agarró al pasamanos con fuerza mientras descendía lentamente al mundo subterráneo.
El lodo pornográfico, pensó. Así es. Vergüenza y esperanza, curiosidad y asco.
A la entrada del recibidor se encontraba la mesa de la ruleta, este hallazgo la llenó de tranquilidad y seguridad. Unos cuantos sillones de cuero, una mesa redonda y a la derecha una mesita con teléfono y caja registradora.
– Esta es la entrada -informó Patricia-. Sanna se encarga de esto.
Annika dejó que la mirada vagara por las paredes blanqueadas, ligeramente sucias. El suelo de parqué estaba cubierto de alfombras orientales, copias baratas de Ikea. Del techo colgaba una lámpara roja con una bombilla de pocos vatios, la luz apenas conseguía traspasar la pantalla.
Detrás de la mesita se veían dos puertas disimuladas.
– Allí están el vestuario y la oficina -indicó Patricia señalando con un movimiento de cabeza-. Comencemos por cambiarnos. Te he lavado el biquini de Jossie.
Annika respiró hondo y espantó la sensación de excitación morbosa. Patricia entró, prendió el interruptor y la fría luz azulada del tubo fluorescente llenó la habitación.
– Esta es mi taquilla -señaló Patricia-. Tú puedes coger la número catorce.
Annika colocó su bolso tras la puerta de chapa.
– No tiene cerradura -dijo y le dio gracias a Dios por haber sacado del bolso cualquier cosa que pudiera identificarla.
– Joachim dice que no las necesitamos -informó Patricia-. Toma. Me parece que te valdrá.
La mujer le alargó un sujetador de lentejuelas azul cielo y un par de tangas minúsculos. Annika los cogió, le pareció que el tejido ardía, se dio la vuelta y se desvistió.
– Tenemos baile, bar y cabinas privadas -comunicó Patricia y sacó de su armario una bolsa de plástico con productos de maquillaje-. Yo me ocupo del bar y apenas poso. Jossie sobre todo bailaba, Joachim no la dejaba posar. Se ponía muy celoso.
Patricia se abrochó su sujetador de lentejuelas rojo por la espalda, Annika vio cómo enrollaba sus calcetines y los introducía en las copas.
– A Joachim le parecen muy pequeñas -explicó ella y cerró la puerta de su taquilla-. Toma, ponte estos zapatos.
Annika tuvo problemas al ponerse el sujetador, casi nunca lo usaba.
– ¿Todas llevan un biquini así? -preguntó.
– No -contestó Patricia y comenzó a maquillarse-. Casi todas van desnudas, excepto cuando bailan. Entonces tienen que llevar un tanga, las actuaciones en público sin ropa están prohibidas en Suecia.
Annika suspiró, se agachó y se abrochó las altísimas sandalias de tacón de aguja.
– ¿Qué clase de hombres vienen por aquí?
Patricia se rizó las pestañas.
– De todo tipo -repuso-, y todos tienen dinero. Suelo mirar los recibos, por pasar el rato. Son abogados, vendedores de coches, directores, políticos, policías o viejos que trabajan en lavanderías, constructoras, agencias de publicidad, medios de comunicación…
Annika se quedó de piedra. Dios mío -pensó-, imagina que viniera algún conocido. Se pasó la lengua por los labios.
– ¿Vienen muchos famosos?
Patricia le alargó la bolsa de plástico con el maquillaje.
– Toma. Ponte mucho. Sí, vienen algunos famosos. Uno de los clientes habituales es un viejo famoso de televisión. Va siempre vestido con ropa de mujer y se encierra en un cuarto privado con dos chicas. La semana pasada Joachim comprobó que, hasta el momento, el viejo de la televisión se ha gastado 260.000 coronas en cuarenta y nueve visitas.
Annika arqueó las cejas, recordó a «Escalofríos».
– ¿Cómo puede permitírselo?
– ¿No creerás que lo paga de su bolsillo?
Patricia cogió un llavero de la mesa de maquillaje.
– Joachim llegará más tarde. Date prisa y así te enseño el local y te explico los precios antes de que lleguen las chicas. Tendrás que hablar con él sobre cómo utilizar la ruleta.
Permaneció parada junto a la puerta, Annika se apresuró a ponerse mucha sombra de ojos verde oscuro, colorete y perfilador. Al salir del vestuario pasó por delante de un gran espejo y captó un rápido reflejo de sí misma de cuerpo entero. Parecía una puta de Las Vegas.
– La entrada cuesta seiscientas coronas -explicó Patricia-. El cliente puede pagar directamente un cuarto privado en la entrada, entonces cuesta mil doscientas coronas y la entrada es gratis. Luego en el bar puede elegir a la chica que le guste.
Annika se quedó estupefacta.
– Quieres decir que… esto es un burdel.
Patricia se rió.
– Claro que no. Las chicas pueden tocar al cliente y darle masajes, pero nunca en la polla. Los viejos se pueden satisfacer a sí mismos mientras la chica posa a dos metros de distancia.
– ¿Cómo coño puede alguien pagar mil doscientas coronas por masturbarse? -inquirió Annika sinceramente sorprendida.
Patricia se encogió de hombros.
– No me lo preguntes a mí -contestó-. Paso de todos ellos. Yo estoy muy ocupada en el bar. Aquí está el despacho.
Patricia abrió la puerta con una llave del llavero. La habitación era igual de grande que el vestuario, el mobiliario estaba compuesto por los tradicionales muebles de oficina, una fotocopiadora y una caja fuerte.
– La puerta se puede quedar abierta -indicó Patricia-. Tengo que transcribir las cifras del bar del mes de agosto, Joachim sólo tendrá los libros aquí hasta el sábado.
Fueron a la sala de striptease, Annika contuvo el aliento inconscientemente. Las paredes y el techo estaban pintados de negro y el suelo recubierto de una moqueta rojo oscuro. Los muebles eran negros y cromados de los años ochenta y despedían un olor a barato. A lo largo de la pared izquierda se extendía una larga barra de bar, en la pared de la derecha había unas puertas pintadas de negro que conducían a los cuartos privados. Al fondo se encontraba un pequeño escenario con una barra de cromo reluciente que iba del suelo al techo y le daba al estrado un aire a cuartel de bomberos. La habitación no tenía ventanas, el bajo techo estaba sujeto por columnas de hormigón pintadas de negro, lo que reforzaba una sensación de bunker.
– ¿Qué es esto en realidad? -preguntó Annika-. ¿Un antiguo garaje?
– Creo que sí -contestó Patricia y se colocó tras la barra-. Lavado y reparaciones. Joachim ha instalado una bañera de presión en el foso.
Colocó varias botellas sobre la barra.
– Mira -indicó-. Champaña sin alcohol, mil seiscientas coronas. Las chicas se quedan con el veinticinco por ciento de las dos primeras botellas, por la tercera se quedan con el cincuenta.
Annika parpadeó con sus rígidas pestañas.
– Increíble -exclamó.
Patricia miró hacia el escenario.
– Jossie era sensacional vendiendo -relató-. Era la más guapa de todas las chicas de aquí. Bebía champaña con los clientes durante toda la noche, pero nunca entraba en los cuartos privados. No obstante, los viejos pagaban, era tan guapa…
Los ojos de Patricia brillaron de emoción, se apresuró a recoger las botellas de champaña.
– Josefin debía de ser muy rica -apuntó Annika.
– Apenas -repuso Patricia-. Joachim se quedaba con el dinero, como pago por su operación de pechos. Esa era la razón de que siguiera aquí. Además sólo trabajaba los fines de semana, los otros días se ocupaba de la escuela.
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