El lunes 2 de abril era un día como otro cualquiera. El fin de semana anterior la guerrilla de Camboya había mantenido intensos combates con las tropas gubernamentales en Phnom Penh. Un abogado danés llamado Mogens Glistrup había alcanzado notoriedad con un nuevo partido de sólo un hombre llamado Partido del Progreso. John Mitchell, el anterior ministro de Defensa estadounidense, había accedido a ser interrogado por una comisión del Senado. Y en la página 17 debajo de todo a la izquierda, junto a la noticia «Impresionante aurora boreal sobre Estocolmo», rezaba:
«Extraño robo en unas oficinas».
El pulso de Annika aumentó, se desbocó hasta que pareció llenar la habitación.
Según el corto texto, unas oficinas en Grevgatan 24 habían sido registradas durante el fin de semana, seguramente la noche del domingo. Lo extraño era que no faltaba nada. Todo el material de oficina estaba en su sitio, pero los armarios y cajones estaban revueltos.
Yo sé lo que robaron, pensó. ¡Dios mío, sé lo que desapareció!
La segunda noticia la encontró en el suplemento 2, arriba a la izquierda en la página 34. Habían allanado una oficina en Valhallavägen 56. La noticia era escueta, comprimida entre una foto de Carl Gustaf, el príncipe heredero, que había pescado una trucha salmonada en Mörrumsån y un artículo sobre el cierre de la fábrica Gullfiber AJ3 en Billesholm.
Al parecer, ningún redactor del periódico había visto la relación entre los dos robos, quizá ni siquiera la policía.
Copió los dos artículos y volvió a colocar los archivadores en la estantería.
Voy por buen camino, pensó.
Luego cogió el 62 hasta Hantverkargatan.
Sven se había marchado, Patricia aún dormía. Ella se sentó en el salón con el cuaderno y el teléfono.
¿Qué áreas de responsabilidad tiene el ministro de Comercio Exterior?, escribió y suspiró.
Comercio y exportación, pensó. Promover el comercio con otros países. ¿Qué autoridad podría pagar estos viajes?
La Comisión de Exportación, escribió.
¿Qué exporta Suecia en realidad? Coches. Bosque. Papel. Mineral de hierro. Electricidad. ¿Quizá energía atómica?
El Consejo Superior de Energía Atómica, escribió.
¿Más? Medicinas.
Sanidad, anotó.
Productos electrónicos. Armas.
¿Armas? Sí, la exportación de armamento entraba dentro de las atribuciones de Comercio Exterior.
El Inspector de Material Bélico, escribió y a continuación estudió la lista. Esas eran las exportaciones que se le ocurrían, debía de haber muchas más que no conocía.
No vale la pena especular más, pensó, y marcó el número de la Comisión de Exportación.
El jefe de información no estaba y una mujer se hizo cargo de la llamada.
– No pertenecemos a la administración. Aquí no facilitamos ningún documento -dijo secamente.
– ¿Está segura de eso? -repuso Annika-. ¿Podría decirle al jefe de información que me llamara cuando regrese?
Dio su nombre y número.
– Se lo notificaré, pero la respuesta será la misma -contestó la dama, enfadada.
Gilipollas, pensó Annika.
A continuación, buscó el Consejo Superior de Energía Atómica, advirtió que se encontraba en Klarabergsviadukten 90. Estaba cerrado hasta las 12.30. No encontró a ningún Inspector de Material Bélico en la guía, así que llamó a información.
– Han cambiado el nombre por Inspección de Productos Estratégicos -informó la telefonista de Telia.
El registrador de Sanidad estaba almorzando. Annika carraspeó, dejó el bolígrafo y se recostó en el sofá.
Lo mejor sería comer algo.
Klarabergsviadukten 90 era un complejo de cristal relativamente nuevo junto al puente de Kungsholm. Annika se paró frente a la puerta y leyó la lista de empresas: grupo Amu, Departamento de Protección de la Naturaleza, Consejo Superior de Energía Atómica, Inspección de Productos Estratégicos-IPE.
Aquí puedo matar dos pájaros de un tiro, pensó Annika.
Llamó al Consejo Superior de Energía Atómica pero no obtuvo respuesta. En cambio, llamó al timbre del nuevo Inspector de Material Bélico.
– Edificio A, quinto piso -dijo una voz vacilante por el intercomunicador.
Salió del ascensor en el quinto piso y se encontró con múltiples copias de sí misma, el rellano era una sala de espejos de acero pulido. Sólo había una puerta, la de IPE. Llamó al timbre.
– ¿A quién deseas ver?
La mujer rubia que abrió la puerta era amable pero circunspecta.
Annika miró a su alrededor. La oficina parecía pequeña e íntima, el pasillo se extendía hacia ambos lados. No había ninguna recepción, al parecer, la mujer que abrió la puerta se sentaba en la oficina contigua.
– Me llamó Annika Bengtzon -dijo nerviosa-. Desearía consultar unos documentos públicos.
La mujer rubia pareció inquietarse.
– El noventa por ciento de nuestros archivos son secretos -dijo disculpándose-. Puedes hacer una solicitud y estudiaremos si podemos entregarte el documento en cuestión.
Annika suspiró en silencio. Seguro. Debería de haber pensado en eso.
– ¿Hay algún registrador aquí? -preguntó.
– Por supuesto -contestó la mujer y señaló hacia el pasillo-. Su oficina está allí, la penúltima puerta.
– Pero el archivo no estará aquí -apuntó Annika y se dispuso a marcharse.
– Sí, está aquí -replicó la mujer.
Annika se detuvo.
– ¿Entonces las facturas de viaje de hace cinco o seis semanas las tenéis aquí?
– Sí, pero no en el archivo. Soy yo quien se ocupa de estas facturas. Las guardo hasta el momento de hacer el balance. Soy la encargada de hacer las reservas de los viajes, que en realidad son muchos. IPE participa en numerosos congresos internacionales.
Annika observó a la mujer detenidamente.
– ¿Las facturas de viajes son secretas?
– No -contestó la mujer-. Forman parte del diez por ciento de documentos públicos.
– ¿Con qué frecuencia participan ministros en estos congresos?
– Si un ministro participa por parte de la Inspección, generalmente es Asuntos Exteriores quien se hace cargo de los gastos.
– ¿Y si es el ministro de Comercio Exterior?
– Bueno, entonces Asuntos Exteriores se ocupa de la factura.
– Pero éste depende del Ministerio de Industria desde el punto de vista organizativo.
– Ah, entonces la factura debería llegar aquí.
– ¿Siempre es así? -preguntó Annika.
De pronto la mujer se volvió recelosa.
– Quizá no siempre -replicó.
Annika la observó.
– Quisiera saber si tienes una factura de Christer Lundgren del 27, 28 de julio del año en curso.
La mujer observó a Annika detenidamente.
– Sí, la tengo.
Annika parpadeó.
– Perfecto. ¿La puedo ver?
La mujer se chupó los labios.
– Primero debo hablar con mi jefe -respondió y retrocedió hacia su despacho.
– ¿Por qué? -inquirió Annika-. Dijiste que las facturas de viajes eran documentos públicos.
– Bueno, pero éste es algo especial.
Annika podía oírse el pulso retumbar en los oídos.
– ¿Por qué?
La mujer dudó.
– Cuando llega la factura de un ministro, especialmente cuando no se espera, la sorpresa es mayúscula. Es muy extraño.
– ¿Qué hiciste? -preguntó Annika.
– Se la enseñé a mi jefe. Él llamó a algún ministerio y le dieron la autorización. La aboné hace un par de semanas.
Annika tenía la boca completamente seca.
– ¿Me puedes dar una copia de la factura y de los billetes?
– Primero tengo que preguntárselo a mi jefe -respondió la mujer y desapareció a otro despacho.
Salió al cabo de un rato y se dirigió hacia el fondo del pasillo. Treinta segundos más tarde le entregó a Annika unas fotocopias.
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