Liza Marklund - Studio Sex

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Ocho años antes de los dramáticos sucesos de Dinamita…
La reportera novata Annika Bengtzon acaba de empezar unas prácticas de verano en un importante periódico de Estocolmo, el Kvällspressen. Allí se encarga de la aburrida tarea de atender la línea telefónica de los chivatazos. Pero antes de que haya tenido la menor oportunidad de adentrarse en el frenético mundo del periodismo, aparece el cadáver desnudo de una chica joven en un cementerio. Una stripper que trabajaba en el club Studio Sex ha sido violada y estrangulada, y el principal sospechoso es un secretario del Gobierno. Annika rápidamente se da cuenta de que este caso puede ser la oportunidad para escribir su primer gran artículo y catapultarse a la fama. Aunque a medida que descubre el oscuro infierno de los clubes de alterne, se va internando peligrosamente en un mundo de sexo y violencia.

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Annika insistió.

– Pero ¿si viajó por encargo del Gobierno y la factura no está aquí, dónde puede estar?

Sonó el teléfono de la mujer, Annika observó que estaba estresada.

– Lo siento, no lo sé. Quédate con la copia, te la regalo.

Annika dio las gracias y salió, la mujer contestó a su teléfono.

El piso estaba en silencio y tranquilo. Se dirigió directamente al cuarto de servicio y miró dentro. Patricia estaba tumbada durmiendo, enroscada como un ovillo. Cerró la puerta con cuidado, encajó con un ligero clic.

– ¡Annika!

Entreabrió la puerta.

– ¡Annika!

La voz de Patricia sonaba asustada y triste. Annika entró sorprendida en la habitación.

– ¿Qué pasa? -preguntó, y esbozó una sonrisa.

Patricia se levantó rápidamente, se tiró al cuello de Annika y comenzó a llorar.

– Pero, Dios mío, ¿qué pasa? -inquirió Annika aterrorizada-. ¿Ha ocurrido algo?

El pelo de Patricia se enredaba en sus pestañas, intentó apartarlo con cuidado para poder ver.

– No viniste a casa -dijo Patricia-. No dormiste en casa, y tu novio estuvo aquí preguntando por ti. Creí… que había ocurrido algo.

Annika rió y acarició el cabello a la mujer.

– Loca -dijo ella-. ¿Qué podría pasarme?

Patricia soltó a Annika, se secó las lágrimas y los mocos en la camiseta.

– No sé -murmuró.

– Yo no soy Josefin -apuntó Annika sonriendo-. No tienes que preocuparte por mí.

Vio el desconcierto de la otra joven y se vio obligada a reír.

– ¡Coño, Patricia, venga! Eres peor que mi madre. ¿Quieres un café?

Patricia asintió, Annika se fue a la cocina.

– ¿Unas rebanadas?

– Sí, gracias -dijo Patricia.

Annika recogió unos platos de la noche anterior mientras Patricia se ponía un chándal. El ambiente alrededor de la mesa era algo apagado.

– Lo siento -se disculpó Patricia y se untó una rebanada con mermelada.

– ¡Bah! -contestó Annika-. No pasa nada. Sólo estás algo confundida, no es tan extraño.

Comieron en silencio.

– ¿Te vas a mudar? -preguntó Patricia cuidadosamente después de un rato.

– Ahora no. ¿Por qué?

Patricia se encogió de hombros.

– Solo quería saberlo…

Annika sirvió más café.

– ¿Se ha escrito mucho sobre Josefin mientras estuve de viaje? -preguntó y sopló la bebida.

– Casi nada. La policía dice que todos los indicios señalan en una dirección, pero no dicen que vayan a detener a nadie. Por lo menos de momento.

– ¿Y todo el mundo piensa que se refieren al ministro? -inquirió Annika.

– Más o menos -contestó Patricia.

– ¿Han escrito mucho sobre él?

– Menos aún. Parece como si al dimitir se hubiera muerto.

Annika suspiró.

– No se hace leña del árbol caído.

– ¿Qué? -preguntó Patricia.

– Así razonan, no se escudriña más cuando alguien acepta las consecuencias de sus errores y dimite. ¿De qué han escrito mientras yo he estado fuera?

– En Rapport dicen que los votantes van a fallar -relató Patricia-. Muchos ni piensan en votar, hay mucho desprecio hacia los políticos. Los socialistas quizá no consigan ganar.

Annika asintió, era lógico. Un ministro sospechoso de asesinato en una campaña electoral tiene que ser una auténtica pesadilla.

Patricia se secó los dedos en un trozo de papel de cocina y comenzó a recoger la mesa.

– ¿Has vuelto a hablar con la policía últimamente? -preguntó Annika.

Patricia se quedó de piedra.

– No.

– ¿Saben que vives aquí?

La mujer se levantó y se dirigió al fregadero.

– No lo creo -respondió.

Annika se levantó.

– Quizá deberías decírselo. A lo mejor necesitan preguntarte algo más.

– No me digas lo que tengo que hacer -replicó Patricia secamente.

Le dio la espalda, llenó de agua una cacerola para calentarla y lavar los platos.

Annika se sentó un rato en la mesa, observó la rígida espalda de la otra mujer.

Enfádate, pensó, y se fue a su habitación.

La lluvia repicaba con fuerza contra el alféizar de la ventana. Y si nunca escampa, pensó Annika y se dejó caer sobre la cama. Se tumbó encima de la colcha sin encender ninguna lámpara. La habitación estaba a oscuras y sin sombras. Miró fijamente el papel de la pared, gris ayuntamiento, ligeramente amarillento.

Tenía que haber alguna relación, pensó. Tuvo que ocurrir algo justo antes del 27 de julio que hizo que el ministro de Comercio Exterior volara desde la terminal dos de Arlanda, tan confundido y estresado que ni siquiera se dio cuenta de que sus familiares le llamaban. Los socialistas debían de estar aterrorizados.

Pero pudo ser algo privado, razonó Annika de pronto. Quizá no le enviaba ni el Gobierno ni el partido, quizá tuviera una amante en algún lugar.

¿Podía ser tan sencillo?

Luego se acordó de su abuela.

Harpsund, pensó. Si Christer Lundgren hubiera metido la pata en un asunto privado el primer ministro nunca le hubiera permitido ocultarse en su residencia de verano. Tenía que haber sido algo político.

Se estiró boca arriba, se pasó las manos por detrás de la nuca, inspiró hondo y cerró los ojos. Patricia trajinaba en la cocina, la oyó golpear la vajilla.

Estructuración, pensó. Ordena los hechos. Empieza desde el principio. Elimina los deseos, sé lógica. Sopesa los pros y los contras. ¿Qué ha ocurrido en realidad?

Un ministro dimite después de ser declarado sospechoso de un asesinato, y no de una muerte cualquiera: una violación en un cementerio. Imaginemos que el hombre es inocente. Digamos que ha estado en otro lugar la madrugada en que la mujer fue asesinada y violada. Supongamos que tiene una coartada perfecta.

¿Por qué diablos no limpia su nombre? Su vida está arruinada, políticamente está más que muerto, socialmente es un apestado.

Solo hay una explicación, pensó Annika. Mi primera idea es buena: la coartada es aún peor.

Okey, aún peor, pero ¿para quién? ¿Para él mismo? Lo dudo, eso sería imposible.

Solo queda una alternativa: peor para el partido.

Así pues había llegado a una conclusión.

¿El resto? ¿Qué podía ser peor para el partido que tener un ministro sospechoso de asesinato en medio de una campaña electoral?

Se retorció agitada en la cama, se puso de lado y miró fijamente la pared de la habitación. Oyó cómo Patricia abría la puerta de la calle y bajaba por las escaleras, seguramente iría a ducharse.

Una certidumbre llegó a su cerebro ligera como la brisa.

Sólo la pérdida del poder era peor. Christer Lundgren hizo algo aquella noche que provocaría que los socialistas perdieran el poder si salía a la luz. Tenía que ser algo fundamental, algo esencial. ¿Qué podía desequilibrar al partido del Gobierno?

Annika se sentó erguida en la cama. Recordó las palabras, las volvió a oír en su cabeza. Se encaminó al teléfono del salón, se sentó en el sofá con el aparato sobre las rodillas. Cerró los ojos, hizo unas cuantas y profundas inspiraciones.

Si Anne Snapphane aún se hablaba con ella, aunque la hubieran echado del periódico, quizá Berit Hamrin también la considerara todavía como una colega. Si no lo intentaba nunca lo sabría.

Marcó decidida el número de la centralita del Kvällspressen. Al preguntar por Berit alteró algo la voz, no quería que la telefonista la reconociera.

– ¡Annika, qué alegría saber de ti! -exclamó Berit con sinceridad-. ¿Cómo te va?

Su corazón se tranquilizó.

– Bien, gracias. He estado un par de semanas en Turquía; ha sido muy interesante.

– ¿Has hecho el reportaje sobre los kurdos?

Berit pensaba que ella aún era periodista.

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