El hombre dudó, Annika pasó la mano sobre el tapete.
– Si aciertas un cuadro consigues cinco mil coronas -informó-, una seisena seis mil ochocientas. Casi siete mil coronas. Puedes recuperar todo el dinero que te has gastado esta noche.
Los ojos de los dos hombres se iluminaron al mismo tiempo. Era cierto.
Cada uno compró fichas por mil coronas con su tarjeta de crédito, colocaron una seisena sobre los números 11 y 16: una apuesta conjunta de mil doscientas coronas. Annika tiró la bola rápidamente y con fuerza, giró unas trece vueltas antes de comenzar a caer.
– No va más -anunció ella con la raqueta.
La bola cayó en el número 3. Con un estudiado movimiento de mano limpió la mesa y apiló las fichas.
– Hagan juego -dijo y miró de soslayo la expresión de desilusión de los hombres. Esta vez fueron más cuidadosos, sólo apostaron esquina y cambiaron de números, del 9 al 16. Nueva bola, no va más, el número 16. Uno de los viejos ganó diez fichas.
– Aquí tienes -dijo Annika y empujó la pequeña pila-. Quinientas coronas. Ya te lo había dicho, eres un chico con suerte.
El hombre se iluminó como un sol, y Annika comprendió que el grifo estaba abierto. Cada uno de los hombres se gastó tres mil coronas más antes de que, finalmente, abonaran su última cuenta con Sanna y abandonaran el local. Annika alcanzó a ver cómo esta escribía «comida y bebida» en la cuenta.
Joachim había estado sentado detrás del atril observándola.
– Sabes de esto -dijo él y se acercó-. ¿Dónde has aprendido a ocuparte de un casino?
– En el Stadshotel de… Piteå -contestó, sonrió y tragó saliva.
– ¿Entonces conocerás a Peter Holmberg? -preguntó él y sonrió.
Annika sintió cómo su propia sonrisa vibraba en la comisura de sus labios. Joder, pensó, me va a descubrir antes de haber comenzado siquiera.
– No -replicó- pero a Roger Sundström de Solandergatan, ¿lo conoces? ¿Y a Hasse de Oli-Jansgatan arriba en Pitholm?
Joachim cambió de tema.
– Cobras demasiado por las fichas -indicó él-. No está permitido. Juegas muy fuerte.
– Puedo acomodar el precio según los jugadores. Nadie sabe lo que el otro ha pagado por sus fichas, las fichas no lo indican. Sigo todas las reglas.
– Te arriesgas a que quiebre la banca -espetó Joachim.
Annika dejó de sonreír.
– Solo existe una manera de que un jugador gane a la ruleta -dijo ella-. Ganando a la primera, dejándolo inmediatamente y marchándose. Nadie, que haya empezado ganando, lo hace. Es fácil de cojones ser crupier. Todo consiste en mantener a los jugadores hasta que hayan perdido todo lo que han ganado.
Joachim esbozó una sonrisa.
– Nos lo vamos a pasar bien juntos, tú y yo -anunció y dejó que su mano se deslizara por el brazo de ella.
Luego se fue a su oficina. Annika se dio la vuelta y sintió que la mirada de Sanna le quemaba la espalda.
Están juntos, comprendió. Joachim y Sanna son pareja.
El sonido de unos zapatos de tacón bajando por la escalera hizo que Annika levantara la vista. No creyó lo que veía. El agresivo presentador de televisión bajaba tambaleándose a Studio Sex vestido con una minifalda, medias y una blusa transparente con un sujetador por debajo.
– Hola, chicas -saludó el hombre con una voz aguda.
– Bienvenida, señora -repuso Sanna y sonrió flirteando-. ¿Con qué bellezas podemos tentarte hoy?
El hombre nombró a unas cuantas chicas, Annika notó que la miraba fijamente. Ella solía ver su programa: duros y divertidos debates con políticos y famosos. Y sabía que tenía familia.
El hombre entró en la sala de striptease junto a Sanna, Annika suspiró cansada. Le dolían los pies a causa de los zapatos. Durante un instante pensó en quitárselos, nadie notaría la diferencia detrás de la mesa, pero en ese mismo instante salieron los ejecutivos italianos. Parecían enfadados. Annika se acercó a ellos y les habló en inglés. No funcionó. Cambió al francés, igual de mal, pero en español le fue mejor.
Se jugaron trece mil coronas, Sanna parecía enfadarse más cuanto más perdían los italianos.
No le gusto, pensó Annika. Sabe que soy la amiga de Patricia, me ve como una prolongación de Josefin. Quizá no sea tan extraño.
Miró con el rabillo del ojo su mínimo biquini de lentejuelas, azul cielo, la ropa de trabajo de Josefin.
– Tengo que ir al servicio -murmuró.
La tarde, que se arrastraba lentamente, se trocó en una noche intangible. Abajo, en el viejo garaje pornográfico, no existía otro tiempo que no fuera la noche, otra estación del año que no fuera la oscuridad. Annika permaneció sentada un momento en el vestuario bajo la luz azulada del tubo fluorescente, cerró los ojos y sintió cómo le quemaban las lágrimas.
¿Qué hago aquí? Pensó. ¿Me deslizaré lentamente en este submundo y lo haré mío? ¿Pensaré en ganar mucho más dinero posando en cuartos privados? Y aparte, lo que hago con el precio de las fichas es ilegal, si me pillaran podría acabar en prisión.
Se puso más maquillaje pálido sobre el rostro bronceado.
Patricia entró en el vestuario y le sonrió animosa.
– He oído que te va muy bien.
Annika asintió.
– No está mal.
Patricia parecía orgullosa.
– Ya sabía yo que eras eficiente.
Annika cerró los ojos, no puedo creérmelo, pensó, no puedo escuchar estas alabanzas. No quiero encontrar aprobación en este lugar. El puticlub no será mi nuevo hogar, éstas no serán mis nuevas relaciones sociales. Me merezco algo mejor. Patricia se merece algo mejor.
Se pintó los labios y salió.
Sanna desapareció de madrugada en un cuarto privado con un hombre mayor.
– Es un cliente habitual -susurró la relaciones públicas antes de desaparecer-. No queda casi nadie, cóbrales al salir. Las cuentas están en el atril.
Annika se colocó desconcertada delante de la mesa de la ruleta sin saber qué hacer. Si intentaba que la gente jugara a la ruleta, ¿quién se encargaría de cobrar cuando alguien se fuera?
Decidió rápidamente pasar de la ruleta, y unos segundos después apareció el hombre de TV en la entrada.
– ¿Dónde está Sanna? -preguntó, y ahora Annika reconoció la voz del programa.
– Está ocupada -sonrió Annika-. ¿Puedo ayudarte?
El hombre entregó su tarjeta de crédito, Annika desconcertada se chupó los labios. Se agarró al atril y manoseó los papeles. Vaya, aquí estaba la cuenta del hombre de TV. Nueve mil seiscientas.
Colocó la tarjeta en el aparato y pasó la cuenta. Sabía que era Sanna quien se llevaría el porcentaje del dinero, había escrito su código en la factura. El hombre firmó.
– Oh, cariño, ¿ya te vas? -pió una chica desde la puerta.
Estaba completamente desnuda, tenía el sexo afeitado, trenzas a lo Pippi y pecas pintadas.
– Oh, mi pequeñita -dijo el hombre de la TV y la abrazó.
– Un momento -dijo Annika y se introdujo en la oficina. El cuarto estaba vacío. Puso el recibo sobre la fotocopiadora, cerró los ojos y rezó.
Por favor, que no haga ruido, que no sea lenta en funcionar, que haya papel en el contenedor.
Bajo el cristal de la fotocopiadora, el cañón de luz estático se puso en marcha silencioso y rápido, se separó un papel, entró, se imprimió y se deslizó fuera de la máquina. Ella respiró, pero ¿qué coño haría con él?
Rápidamente enrolló la copia hasta formar un cilindro duro, lo dobló por la mitad y se lo colocó en la entalladura de las braguitas, le rozaba mucho.
– Aquí tienes -anunció Annika y le entregó la cuenta. El hombre estaba de pie chupándole los pezones a la niña Pippi. Cuando la muchacha vio a Annika se separó del hombre.
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