Liza Marklund - Studio Sex

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Ocho años antes de los dramáticos sucesos de Dinamita…
La reportera novata Annika Bengtzon acaba de empezar unas prácticas de verano en un importante periódico de Estocolmo, el Kvällspressen. Allí se encarga de la aburrida tarea de atender la línea telefónica de los chivatazos. Pero antes de que haya tenido la menor oportunidad de adentrarse en el frenético mundo del periodismo, aparece el cadáver desnudo de una chica joven en un cementerio. Una stripper que trabajaba en el club Studio Sex ha sido violada y estrangulada, y el principal sospechoso es un secretario del Gobierno. Annika rápidamente se da cuenta de que este caso puede ser la oportunidad para escribir su primer gran artículo y catapultarse a la fama. Aunque a medida que descubre el oscuro infierno de los clubes de alterne, se va internando peligrosamente en un mundo de sexo y violencia.

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– ¡Joder! -exclamó ella.

Permanecieron sentados en silencio un rato.

– La otra mujer asesinada en Kronobergsparken -dijo Annika de pronto-. Se llamaba Eva, ese asesinato también está sin resolver, ¿verdad?

Q suspiró.

– Yes, ahí pasó lo mismo. Nosotros lo considerábamos resuelto. Fue su ex marido. Lo detuvimos un par de años después, pero tuvimos que soltarlo. Nunca conseguimos meterlo en la cárcel. Ahora ya está muerto.

– ¿Y Joachim va a escapar? -preguntó Annika.

Q se puso la chaqueta.

– No, si tus datos son correctos -contestó-. No nos dará tiempo a organizar un registro esta noche, pero mañana nos pasaremos por ahí. Mantente apartada.

Se levantó y se detuvo junto a la silla de ella.

– Me pregunto una cosa -dijo.

– ¿Qué? -inquirió Annika.

– ¿Qué ocasionó las heridas de la mano?

Annika permaneció sentada pesadamente en la silla mientras el hombre abandonaba la cafetería.

La noche en el club se arrastraba lentamente. Patricia miró a Annika interrogante.

– Tienes mala cara. ¿Te sientes mal?

Annika se secó el sudor frío de la frente, se pringó la mano de maquillaje.

– Creo que sí -contestó-. Tengo frío y me siento mal.

Se sentaron en un banco de madera dentro del vestuario, la luz azulada hizo que relucieran las ampollas rojas en los pies de Annika.

– ¿Cuánto dinero has ganado hoy? -preguntó Patricia.

Annika deseaba llorar.

– No lo suficiente -repuso, bajó la vista a su biquini azul cielo.

Sintió con mayor claridad la sensación de vómito en la garganta. Hoy era viernes y se paseaban aún más chicas desnudas por el local. Se sentaban en las rodillas de los hombres, oprimiendo sus vulvas contra las rayas de sus pantalones y de sus corbatas. Les atraían a los cuartos privados y los embadurnaban con una loción, Apotekt tamaño familiar, que, además de ser económica, no tenía perfume.

– Es importante que no huela a nada -le había explicado Patricia-. Los puteros luego tienen que volver a casa con su mujer.

Annika estaba nerviosa y preocupada, ¿y si lo había malinterpretado todo? No se atrevía a preguntarle a Patricia más sobre los libros y la doble contabilidad, y Patricia no sacaba el tema a colación. ¿Y si la policía hacía la redada aquella misma noche? ¿Y si Joachim sacaba los libros?

Se apartó el pelo del rostro con manos temblorosas.

– ¿Quieres un sándwich o un cafelito? -preguntó Patricia preocupada. Annika se obligó a sonreír.

– No, gracias, pronto estaré mejor.

Joachim estaba sentado en la oficina contigua, afortunadamente ella se ocupaba de unos jugadores cuando llegó.

¿Cómo puede alguien llegar a ser así? -pensó ella-. ¿Qué es lo que no funciona en la cabeza cuando se llega a asesinar al ser amado? ¿Cómo se puede matar a una persona y continuar viviendo como si nada hubiera pasado?

– Tengo que salir de aquí -dijo Patricia-. ¿Vienes?

Annika se agachó y se puso tiritas nuevas en las ampollas.

– Sí -contestó.

El volumen de la música de la sala de actuaciones había subido. Dos chicas se encontraban en el escenario. Una de ellas danzaba alrededor del barrote, contoneándose y lamiéndolo; la otra había sacado a bailar a un hombre del público, que le untaba crema de afeitar en los pechos, mientras ella echaba la cabeza hacia atrás y simulaba gemir de placer.

Annika siguió a Patricia tras la barra del bar y sacó una Coca-Cola de la máquina de refrescos.

– ¿No te resulta pesado ver esto cada noche? -murmuró Annika al oído de Patricia.

– Apúntale un champán al calvo ese -dijo una de las chicas desnudas y Patricia se giró hacia la máquina.

Annika salió, regresó al vestíbulo y sintió un escalofrío. En la entrada hacía frío. Sanna no estaba. Se sentó en el taburete que había colocado detrás de la mesa de la ruleta.

– ¿Cómo van los negocios?

Joachim estaba en la puerta de la oficina, sonreía con los brazos cruzados.

Annika saltó inmediatamente al suelo.

– Más o menos, ayer fue mejor.

Él se acercó a la mesa sin apartar la vista ni dejar de sonreír.

– Me parece que aquí tienes un auténtico futuro -dijo él y se situó detrás de la mesa junto a ella.

Annika se lamió los labios, intentó sonreír.

– Gracias -respondió y bajó las pestañas.

– ¿Por qué viniste a trabajar aquí? -preguntó, con un tono de voz más frío.

Miente, pensó ella, pero cíñete a la verdad tanto como te sea posible.

– Necesitaba dinero rápido -contestó y levantó la vista-. Me echaron del trabajo, dijeron que era muy peleona. Un… cliente se quejó de mí y al jefe le entró el miedo.

Joachim se rió, acarició su hombro y dejó que su mano se entretuviera en uno de sus pechos.

– ¿Dónde trabajabas?

Ella titubeó, luchó contra el impulso de retirarse.

– En un supermercado -repuso-. En la carnicería de Vivo en Fridhemsplan. Cortando salchichas todo el día, ¿crees que es divertido?

Joachim rió con fuerza y retiró su mano.

– Me alegro de que lo dejaras -dijo-. ¿Con quién trabajabas?

El corazón de ella se detuvo. ¿Conocía a alguien ahí?

– ¿Y eso? -inquirió ella y esbozó una sonrisa-. ¿Tienes conocidos en el mundillo de las salchichas?

Él emitió una sonora carcajada.

– Creo que deberías pensar en el escenario -apuntó él al calmarse, y se acercó un paso más-. Tú estarías maravillosa bajo la luz de los focos. ¿Nunca has soñado con ser una estrella?

Le metió ambas manos en el cabello y acarició su cuello. Annika se espantó al sentir un intenso estremecimiento en su vulva.

– Estrella, ¿como Josefin?

La pregunta salió por su boca antes de que le hubiera dado tiempo a pensarla. Joachim reaccionó como si hubiera recibido un puñetazo, la soltó y dio un paso atrás.

– ¡Joder! ¿Qué sabes?

¡Coño! ¿Cómo podía ser tan estúpida?, pensó, y maldijo su bocaza.

– Trabajaba aquí, ¿no? -respondió, y no pudo evitar el temblor.

– ¿La conocías o qué?

Annika sonrió nerviosa.

– No, nunca la había visto. Pero Patricia me contó que había trabajado aquí…

Él se volvió a acercar y colocó su rostro justo delante del suyo.

– Josefin acabó mal de la hostia -dijo él sofocado-. Tenemos clientes muy poderosos, ¿sabes? Pensó que les podría engañar con el dinero. Ten cuidado. No intentes engañar a nadie aquí, ni a los clientes ni a mí.

Joachim se dio la vuelta y subió por la escalera de caracol. Annika se agarró a la ruleta, a punto de desmayarse.

Diecinueve años, siete meses y quince días

Me empuja un deseo de entender. Comprendo que busco explicaciones y coherencia en donde quizá no la haya. ¿Qué sé yo en realidad sobre la condición del amor?

En realidad él no es malo. Sólo vulnerable, pequeño y bruto, marcado por su infancia. No hay nada que indique que su impotencia tenga que expresarse siempre de la misma manera. Cuando madure dejará de pegarme. Mi maldita desconfianza me clava la picota en el estómago: le he juzgado demasiado a la ligera. Mis propios cambios los considero obvios, sin embargo, ignoro los suyos por completo.

No obstante, el frío ha construido un gran nido en mi pecho.

Pues él dice

que nunca

me dejará marchar.

Sábado, 8 de septiembre

Le resulta extraño subir de nuevo en el ascensor. Recordó la última vez que había estado allí, entonces pensó que sería la última.

Nada es para siempre, pensó. Todo es un eterno retorno.

La redacción estaba iluminada, en silencio y casi vacía, justo como a ella le gustaba. Ingvar Johansson estaba sentado de espaldas y hablaba por teléfono. No la vio.

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