Liza Marklund - Studio Sex

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Ocho años antes de los dramáticos sucesos de Dinamita…
La reportera novata Annika Bengtzon acaba de empezar unas prácticas de verano en un importante periódico de Estocolmo, el Kvällspressen. Allí se encarga de la aburrida tarea de atender la línea telefónica de los chivatazos. Pero antes de que haya tenido la menor oportunidad de adentrarse en el frenético mundo del periodismo, aparece el cadáver desnudo de una chica joven en un cementerio. Una stripper que trabajaba en el club Studio Sex ha sido violada y estrangulada, y el principal sospechoso es un secretario del Gobierno. Annika rápidamente se da cuenta de que este caso puede ser la oportunidad para escribir su primer gran artículo y catapultarse a la fama. Aunque a medida que descubre el oscuro infierno de los clubes de alterne, se va internando peligrosamente en un mundo de sexo y violencia.

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No se hacía ninguna ilusión de por qué Schyman le había ofrecido aquel trabajo. En el periódico nadie lo quería, siempre se veían obligados a coger a alguien de fuera. A pesar de que el trabajo era muy significativo para el resultado final de la edición era considerado como un trabajo de mierda. Ningún «careto», nada de glamour, y ninguna posibilidad de brillar en el café después de terminar la jornada. Ningún factor de reconocimiento.

Nunca han jugado juegos de azar en una casa de putas, pensó Annika.

El viento se volvió más frío al llegar a Västerbron. Caminó lentamente, llenó los pulmones de aire, lo retuvo un momento. Cerró los ojos encarando la brisa y dejó que el cabello volara libremente.

Noviembre, pensó. Quedaban casi dos meses. Libertad para pensar y recargar las pilas. Limpiar el piso de Hälleforsnäs antes de entregarlo. Ir al Museo Moderno, ver el musical de Oscars. Visitar a la abuela, jugar con Whiskas.

De pronto echó de menos a su gato. No podría tenerlo en la ciudad, tendría que quedarse con la abuela.

Y tenía que acabar con Sven.

Ahí estaba. Ahora salía. Aquél era el pensamiento que había aplazado durante todo el verano. Tembló en medio del viento, se ajustó la chaqueta. El verano había acabado definitivamente, era hora de sacar la ropa de otoño.

Siguió caminando por Drottningholmsvägen, pateando las húmedas hojas que empezaban a amontonarse en las aceras. No fue hasta que estuvo justo al lado del parque cuando levantó la vista hacia el follaje.

La vegetación se cernía sobre Kronoberg como una masa atractiva y putrefacta.

Subió lentamente hacia el cementerio, la humedad hacía que el hierro reluciera. El aire estaba quieto, el viento no tenía fuerzas para llegar a la acera. El sonido de la ciudad se amortiguaba y discurría a lo lejos, absorbido por el verdor mortecino.

Annika se detuvo a la entrada, colocó la mano sobre el candado, cerró los ojos. Pudo recordar inmediatamente el brillo del verano, el calor y el mareo el día en que Josefin yacía ahí dentro desparramada entre las tumbas, el juego del sol sobre el granito, el temblor del suelo al pasar el metro.

Qué absurdo era todo, pensó. ¿Para qué vivió Josefin Liljeberg? ¿Por qué nació, por qué aprendió a leer, a escribir, por qué se preocupó por los cambios que experimentó su bonito cuerpo? ¿Para qué?, ¿sólo para morir?

Tiene que haber algún significado, pensó Annika. Tenía que haber un fin oculto en todo. ¿Si no, cómo podríamos aguantar?

– Hola, ¿qué haces por aquí?

Annika suspiró.

– Hola, Daniella -respondió-. ¿Cómo estás?

– Bien, muy bien -dijo Daniella Hermansson-. Hemos estado en el parque pero ha empezado a hacer frío. Skruttis ya tiene plaza en la guardería. Empieza el lunes. Estamos un poco nerviosos, Skruttis y yo, ¿verdad, Skruttis?

El bebé miró enfadado desde el cochecito.

– ¿Quieres subir a tomar una taza de café? Skruttis tiene que comer, nosotras podemos hablar de cosas de mujeres.

Annika recordó horrorizada el tibio café de Daniella.

– Otro día -replicó y esbozó una sonrisa-. Tengo que ir a casa.

Daniella miró rápidamente a su alrededor y se acercó entrañablemente a Annika.

– Oye, tú que trabajas en la prensa -dijo en un susurro teatral-. ¿Llegaron a pillar a ese tipo?

– ¿Al que asesinó a Josefin? No, no lo hicieron.

Daniella suspiró.

– Es horrible que ande suelto.

– La policía sabe quién es -relató Annika-. Lo acabarán atrapando, por otra cosa. Lo meterán en prisión.

Daniella Hermansson respiró.

– ¡Dios mío, es bueno saberlo! Sí, nosotros nunca creímos que fuera Christer.

– Tampoco tu vecina, la mujer del perro.

Daniella rió, una risita nerviosa e iniciada.

– Mira -dijo-, no se lo digas a nadie, pero Elna encontró el cuerpo a las cinco de la mañana.

Annika se quedó de piedra, tuvo que esforzarse para parecer amable.

– ¿Sí? -inquirió-. ¿Y eso?

– El perro de la señora, ¿lo has visto, Jesper? Precioso, ¿verdad? Bueno, el perro entró corriendo y mordió a la chica, la tía Elna se desesperó. No se atrevió a llamar a la policía, creía que meterían a Jesper en la cárcel. ¿Has oído algo más alucinante?

Daniella se partió de risa, Annika tragó saliva.

– No -repuso-. No, nunca.

Skruttis dio un berrido desde el cochecito, cansado de su parlanchina madre.

– Bueno, corazón, ahora nos vamos a casa y te daré un plátano, eso te gusta, ¿verdad, corazoncito?

La mujer se contoneó a lo largo de Kronobergsgatan hasta llegar a su puerta. Annika se quedó observándola.

Todo tiene una explicación, pensó.

Empezó a caminar lentamente en dirección opuesta, hacia el cuartel de bomberos. Al doblar la esquina vio los coches de policía, bloqueaban toda la cuesta de Hantverkargatan. Se detuvo.

Han llegado temprano, pensó. Espero que encuentren los libros.

Tomó otro camino hacia casa.

Diecinueve años, once meses y un día

La aspereza contra la piel desnuda, el aire pesado a causa del polvo, el oxígeno consumido: mi espacio vital se ha reducido al tamaño de un féretro. La tapa oprime el cerebro, las rodillas y los codos arañados.

Hoyo profundo, tumba oscura, olor a tierra.

Pánico.

Él dice que lo equivoco todo, que aprecio las proporciones de una forma completamente errónea. La vida no es pequeña, soy yo quien es demasiado grande.

Él dice

que nunca

me dejará marchar.

Domingo, 9 de septiembre

Maduró la resolución durante la noche. Acabaría la relación. Había otra vida. Por fin había encontrado su camino de salida.

La decisión la llenó de tristeza y vacío. Ella y Sven habían estado juntos desde hacía mucho tiempo. Nunca había hecho el amor con otro hombre. Sollozó en la ducha.

Había escampado, el sol era pálido y frío. Se preparó un café y llamó a SJ para informarse del horario de los trenes. Dentro de una hora y diez minutos saldría el próximo tren a Flen.

Abrió la ventana del cuarto de estar, se sentó en el sofá y contempló el lento aleteo de las cortinas. Podría quedarse aquí. Podría vivir su propia vida.

Annika se había levantado, se había puesto la chaqueta y ya se disponía a salir cuando oyó un ruido de llaves al otro lado de la puerta de la calle. Se sobresaltó, pero se relajó al ver que era Patricia quien entraba.

– Hola -dijo Annika-. ¿Dónde has estado?

Patricia cerró la puerta cuidadosamente tras de sí, permaneció agarrada al tirador unos segundos y luego levantó la mirada.

– ¿Cómo pudiste? -le espetó sofocada.

Su rostro estaba encendido y los ojos enrojecidos por el llanto. Annika se quedó completamente horrorizada, un momento después comprendió lo que había ocurrido.

– Estabas en el club -dijo-. ¡Te detuvieron en la redada!

– Me has quemado, has hundido el club, ¿cómo pudiste hacerlo?

Patricia se dirigió hacia ella con los labios retorcidos y las manos como garras, Annika permaneció inmóvil e intentó tranquilizarla.

– Yo no he fastidiado ningún club -explicó.

Patricia dio un paso y la empujó, tiró las llaves del apartamento al suelo, Annika dio un par de pasos involuntarios hacia atrás.

– Lo hice para ayudarte -gritó Patricia-. Necesitabas dinero, te conseguí un trabajo. ¿Por qué me has hecho esto?

Annika levantó las palmas de las manos mientras retrocedía hacia el cuarto de estar.

– Venga, Patricia, no quería hacerte daño, lo tienes que entender. ¡Te deseo lo mejor! Quiero ayudarte, quiero que escapes del club, de la degradación…

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