Liza Marklund - Studio Sex

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Ocho años antes de los dramáticos sucesos de Dinamita…
La reportera novata Annika Bengtzon acaba de empezar unas prácticas de verano en un importante periódico de Estocolmo, el Kvällspressen. Allí se encarga de la aburrida tarea de atender la línea telefónica de los chivatazos. Pero antes de que haya tenido la menor oportunidad de adentrarse en el frenético mundo del periodismo, aparece el cadáver desnudo de una chica joven en un cementerio. Una stripper que trabajaba en el club Studio Sex ha sido violada y estrangulada, y el principal sospechoso es un secretario del Gobierno. Annika rápidamente se da cuenta de que este caso puede ser la oportunidad para escribir su primer gran artículo y catapultarse a la fama. Aunque a medida que descubre el oscuro infierno de los clubes de alterne, se va internando peligrosamente en un mundo de sexo y violencia.

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– ¡Pues hazlo! -exclamó Annika, cogió su bolso y salió por la puerta.

Se montó en su bicicleta y fue cuesta abajo hacia la casa de Sven. No era buena idea aplazarlo más tiempo. Él vivía en las viejas caballerizas propiedad de la acería, un edificio que había sido majestuoso y de categoría pero que en la actualidad formaba parte del abandonado final de Tattarbacken.

Estaba en casa, sentado en el sofá, bebiendo unas cervezas y viendo un partido de fútbol por la televisión.

– ¡Cariño! -exclamó, se levantó y la abrazó-. No sabes lo feliz que me hace verte por casa.

Ella se apartó cuidadosamente de su abrazo, el corazón le retumbaba, las piernas le temblaban.

– He venido a hacer las maletas, Sven -dijo ella, con voz trémula.

Él sonrió.

– Sí, yo también quiero que vivamos juntos.

Ella se atosigó e intentó respirar, a punto de romper a llorar.

– Sven -dijo-, me han dado un trabajo en Estocolmo. En el Kvällspressen, quieren que vuelva a trabajar con ellos. Comienzo en noviembre.

Ella sostenía con las manos atenazadas el asa del bolso, aún con los zapatos puestos.

Sven agitó la cabeza.

– Pero no puedes -dijo él-. No puedes coger el tren cada día, ¿no lo entiendes?

Annika cerró los ojos y sintió cómo llegaban las lágrimas.

– Me voy -apuntó-. Para siempre. He dejado el piso y el trabajo en el KK.

Al mismo tiempo comenzó a retroceder instintivamente hacia la puerta.

– ¿Qué coño dices?

Sven se dirigió hacia ella.

– Lo siento -lloró-. Nunca quise hacerte daño. Te he querido de verdad.

– ¿Dejarme? -dijo él sofocado y la agarró de los brazos.

Ella dejó caer la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, las lágrimas le corrían por el rostro y el cuello.

– Tiene que ser así -dijo ella sin aliento-. Tú te mereces a alguien que te quiera más. Yo ya no puedo hacerlo.

Sven comenzó a zarandearla, primero lentamente, luego cada vez con más violencia.

– ¿Qué coño quieres decir? -gritó-. ¿Quieres decir que me dejas? ¿A mí?

Annika lloraba, la cabeza golpeaba la puerta de la calle, intentó zafarse.

– Sven -dijo ella-, Sven, escúchame…

– ¿Por qué coño te voy a escuchar? -gritó el hombre-. ¡Me has mentido durante todo el jodido verano! Dijiste que querías probar cómo era vivir en Estocolmo, pero nunca tuviste el más mínimo deseo de volver, ¿verdad? ¡Joder, cómo me has engañado!

Annika dejó de llorar de golpe, le miró fijamente a los ojos.

– Estás completamente en lo cierto -repuso ella-. Todo lo que quiero es liberarme de ti.

Él la soltó y la miró con desconfianza.

Annika se dio la vuelta, abrió la puerta de una patada y salió corriendo.

Diecinueve años, once meses y veintiánco días

Ayer no me llegó el llanto ni el pánico horrorizado de cuando el ataque ha finalizado. El acaloramiento fue demasiado fuerte, aumentó hasta que el rojo se convirtió en negro. Dicen que me salvó la vida. La respiración boca a boca me devolvió el espíritu que sus manos se habían llevado. Aún no puedo hablar. Las heridas pueden ser crónicas. Él dice que me atraganté con un trozo de carne, y veo en los ojos de los médicos que no le creen. Pero nadie pregunta nada.

Él llora sobre mi manta. Me ha sujetado la mano durante muchas horas. Se disculpa y ruega.

Si hago como él quiere y suprimo el último obstáculo, borro lo que queda de mi personalidad, entonces no habrá nada. Ha alcanzado su meta. Nada le impide dar el último paso. Entonces él no hará regresar a mi espíritu otra vez.

Él dice

que me matará

si le abandono.

Lunes, 10 de septiembre

El Hosjön brillaba como un zafiro helado a la luz del sol. Annika se dirigió lentamente hacia el lago con Whiskas pisándole los talones. El gato saltaba y bailaba entre sus pies, salvaje de felicidad. Se rió y lo cogió en brazos. El animal se restregó contra la punta de su barbilla, le chupó el cuello y ronroneó como una máquina trilladora.

– Eres el gato más presumido del mundo, ¿sabes? -dijo Annika y le rascó detrás de la oreja.

Se sentó en el embarcadero y observó el lago. El viento, ligero y cálido, encrespaba la superficie centelleante. Annika miró detenidamente, vio las rocas grises emerger del agua y fusionarse con una pared verde oscuro de coniferas en la otra orilla. A lo lejos, donde el lago acababa y surgía el bosque espeso, vivía el Viejo-Gustav. Uno de estos días pasaría a verle, hacía mucho tiempo desde la última vez.

El futuro estaba abierto como una acuarela sin pintar. Dependía de su propia elección llenarlo con motivos y color, elegir la fuerza y la intensidad.

Cálido y rico, pensó, sencillo y luminoso.

El gato se durmió ovillado en sus rodillas. Ella parpadeó, dejó que los dedos jugaran con la suave piel del animal, respiró profundamente y le embargó una intensa sensación de felicidad. Así debería ser la vida, pensó.

Su abuela gritó algo desde la casita, Annika se enderezó, prestó atención. Whiskas se sobresaltó y saltó al embarcadero. La anciana colocó las manos formando un megáfono.

– ¡A desayunar!

Annika subió corriendo hacia la casa, el gato creyó que competían y salió disparado como un loco. Se escondió al acecho arriba sobre las escaleras y saltó a sus pies. Annika pilló al gato juguetón, metió la nariz en su piel y le sopló en la panza.

– Eres un travieso, gatito.

La abuela había puesto en la mesa leche cuajada y frambuesas del bosque, pan de centeno y queso. El aroma a café caliente perduraba en el aire. Annika se percató de lo hambrienta que estaba.

– No, al suelo -le dijo al gato que intentaba saltar a sus rodillas.

– Te va a echar de menos -dijo su abuela.

Annika suspiró.

– Vendré a visitaros a menudo -respondió.

La abuela sirvió el café en tazas pequeñas.

– Quiero decirte que creo que haces lo correcto -apuntó-. Apuesta por tu trabajo. Siempre he creído que ser responsable del propio sustento le llena a uno de dignidad y satisfacción. No hay por qué aguantar a un hombre represor.

Desayunaron en silencio, el sol brillaba sobre la mesa de la cocina y transformaba la superficie del hule en suave y cálida.

– ¿Hay muchos níscalos?

La abuela se rió entre dientes.

– Me preguntaba cuánto tardarías en preguntar. Hay muchísimos.

Annika se levantó corriendo.

– Me voy a buscar unos cuantos para el almuerzo.

Sacó dos bolsas de plástico del cajón inferior de la cómoda de la cocina y se apresuró hacia el bosque, Whiskas saltaba a su alrededor.

En la espesura tuvo que parpadear unos minutos antes de que las siluetas del musgo fueran visibles. Luego no creyó lo que veía, el suelo estaba repleto de níscalos marrones, crecían en grupos de cientos, quizá miles, al filo de la tala.

No le tomó ni una hora llenar las dos bolsas. Durante este tiempo Whiskas cazó dos ratones de bosque.

– ¿Quién va a limpiar todo eso? -preguntó la abuela horrorizada.

Annika rió en alto y vació el contenido de la primera bolsa sobre la mesa.

– Venga -animó, y como siempre tardaron más tiempo en limpiar las setas que en recolectarlas.

Almorzaron pan francés frito y dos montañas de níscalos.

– Se me han terminado la leche, el pan y la mantequilla -anunció la abuela después de lavar los platos.

– Cogeré la bicicleta e iré a comprar -replicó Annika.

La anciana esbozó una sonrisa.

– Qué buena eres.

Annika se peinó y cogió su bolso.

– Ahora quédate con la abuela -le dijo al gato.

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