– Puta de mierda -gritó.
En ese mismo instante se oyó un tenue maullido a lo lejos en la escalera. Annika entornó los ojos y miró hacia las sombras, buscó con la mirada entre el hollín y los escombros. El gato, el gato, la había seguido todo el camino.
– ¡Whiskas! -gritó ella.
Sven se acercó un paso, ella retrocedió, el gato se acercó a ellos, maullaba y se arqueaba, daba pequeños paseos y corría, apretaba su hocico contra los oxidados restos de maquinaria, jugueteaba con un trozo de carbón.
– Deja al gato de mierda -exclamó Sven ronco, ella reconoció esa voz, él estaba a punto de llorar-. No me puedes abandonar así. ¿Qué voy a hacer sin ti?
Sven tembló sacudido por un sollozo, Annika no pudo responder, la garganta agarrotada, sin posibilidad de emitir un sonido. Vio relucir el contorno del machete bajo vetas de sol, agitado al azar.
– ¡Joder, Annika, yo te quiero! -gritó.
Ella presintió más que vio cómo el gato se acercaba a él, se estiró con las patas traseras para frotar el hocico contra su rodilla, siguió el brillo lustroso del cuchillo al cortar el aire y alcanzar el vientre del gato.
– ¡No!
Un grito abismal, sin sentido. El cuerpo del gato voló por el aire, formando un amplio arco sobre la entrada de la colada, dejando tras de sí un reguero rojo claro de sangre, los intestinos salieron del cuerpo, colgando como una cuerda de su vientre.
– ¡Hijo de puta!
Ella sintió una fuerza de fuego y hierro, como esa masa que sus antepasados fundieron y moldearon en aquel jodido edificio, furiosa y desenfrenada, el campo de visión se le coloreó de rojo, las impresiones le llegaban a cámara lenta. Se agachó y se estiró hacia una barra oxidada y negra, que estaba muy abajo en el suelo, a una distancia inmedible, la alcanzó y agarró con ambas manos, duras como el hierro, y la agitó con una fuerza que en realidad no tenía.
La barra lo alcanzó justo en la sien. Vio a cámara lenta cómo se le clavaba en el hueso de la cabeza y lo partía como una cascara de huevo, sus ojos giraron y mostraron el blanco, algo manaba de la herida lateral, los brazos colgaban, el machete voló como una estrella a través del firmamento, el cuerpo se tambaleó a la izquierda y los pies abandonaron el suelo. Se desplomó.
El siguiente golpe lo alcanzó en el diafragma, ella oyó cómo se le quebraban las costillas. El cuerpo del hombre se elevó por la fuerza del golpe y cayó lentamente hacia el borde de la cuba de la tolva.
– Ahora, hijo de puta -espetó Annika.
Con un último empujón lo tiró dentro del horno de fusión. Lo último que vio sobre el bordillo fueron los pies seguir al resto del cuerpo.
Soltó la barra que tintineó con fuerza sobre el suelo de cemento en medio del repentino silencio.
– Whiskas -dijo ella con un hilo de voz.
Yacía junto a la entrada de material, el esternón abierto. Una masa burbujeante en su interior, aún con la respiración entrecortada. Sus patas traseras se agitaban, sus ojos la vieron, intentó maullar. Antes de levantarlo dudó, no deseaba herirlo más. Introdujo cuidadosamente parte de los intestinos en su panza, se sentó en el suelo y lo cogió en brazos. Lo acunó lentamente mientras sus pulmones gradualmente se apagaron. Sus ojos dejaron de verla, se quedaron en blanco y en paz.
Annika lloró, acunó el cuerpo destrozado del animalito en sus brazos. El sonido que ella emitía era como quejas y aullidos, largos y monótonos. Permaneció allí sentada hasta que el llanto se acabó y el sol comenzó a ponerse tras la fábrica.
El suelo de cemento era duro y frío. Temblaba. La ropa estaba casi seca, la pierna se le había dormido, se levantó torpemente con el gato en brazos. Siguió lentamente el rastro de la sangre a través del polvo. Se agachó y recogió los restos de intestino, intentó limpiarlos, los colocó en el cuerpo inerte.
Se dirigió lentamente hacia la escalera, el polvo bailaba en el aire. Tenía que bajar muchos tramos, buscó la luz, el rectángulo resplandeciente. El día en el exterior era igual de claro que antes, algo más frío, las sombras más alargadas. Permaneció de pie un instante y dudó, luego dirigió sus pasos hacia la verja de la fábrica y hacia la entrada.
Los ocho obreros que aún trabajaban en la acería se preparaban para irse a casa. Dos de ellos ya se habían sentado en sus coches. Los otros discutían algo mientras el encargado cerraba la puerta.
El hombre que la descubrió dio un grito y la señaló.
Estaba ensangrentada desde la frente hasta la cintura, cargaba el cuerpo del gato en su regazo.
– ¿Qué demonios ha pasado?
El encargado fue el primero en recomponerse y corrió hacia ella.
– Sven está ahí dentro -dijo Annika monótonamente-. En el horno.
– ¿Estás herida? ¿Necesitas ayuda?
Annika no respondió, se dirigió hacia la salida.
– Ven, te vamos a ayudar -dijo el encargado.
Los hombres se reunieron a su alrededor, los dos que habían arrancado los coches apagaron los motores y se apearon. El encargado abrió la fábrica y acompañó a Annika a su oficina.
– ¿Ha ocurrido algún accidente? ¿Aquí, en la acería?
Annika no respondió. Se sentó en una silla sujetando convulsivamente al gato en su regazo.
– Id a ver en la vieja casa, la del horno de cuarenta y cinco toneladas -dijo el encargado con un hilo de voz. Tres de los hombres fueron a ver.
El encargado se sentó junto a ella, observó cuidadosamente a la mujer trastornada. Estaba ensangrentada, pero no parecía herida.
– ¿Qué tienes ahí? -preguntó él.
– Whiskas -contestó Annika-. Es mi gato.
Ella se inclinó y frotó su mejilla contra la suave piel, le sopló ligeramente en una de sus orejas. Tenía tantas cosquillas, solía rascarse siempre con la pata trasera cuando le hacía eso.
– ¿Quieres que yo lo coja?
Annika no respondió, sólo le dio la espalda al encargado y abrazó el cuerpo del gato con más fuerza. El hombre suspiró y salió.
– Vigílala -le dijo a uno de los hombres que estaba apoyado contra la puerta.
Ella no tenía conciencia del tiempo que había estado sentada ahí cuando un hombre posó una mano en su hombro. Qué confianzas, pensó ella.
– ¿Cómo está, señorita?
Ella no respondió.
– Soy el comisario de policía de Eskilstuna -anunció-. Hay un hombre muerto en el horno de allá abajo. ¿Sabes algo?
Ella no reaccionó. El policía se sentó a su lado. La estudió detenidamente durante unos minutos.
– Al parecer has pasado por algo realmente horrible -dijo al cabo-. ¿Es tu gato?
Ella asintió.
– ¿Cómo se llama?
– Whiskas.
Por lo menos podía hablar.
– ¿Qué le ha pasado a Whiskas?
Ella comenzó a llorar de nuevo. El policía esperó en silencio a que se calmara.
– Él lo mató, con el machete -dijo finalmente-. No pude evitarlo. Él le abrió el vientre.
– ¿Quién lo hizo?
Ella no respondió.
– Los trabajadores creen que el hombre que está ahí muerto es Sven Matsson, jugador de bandy. ¿Es eso cierto?
Ella dudó, luego levantó la vista hacia él y asintió.
– Él no tenía que haberle hecho nada al gato -apuntó ella-. De verdad que no tenía que haberle hecho nada al gato. Whiskas. ¿Lo entiendes?
El policía asintió.
– Claro -repuso él-. ¿Y tú, quién eres?
Ella suspiró y respiró hondo.
– Annika Sofia Bengtzon.
Él sacó su cuaderno del bolsillo.
– ¿Cuántos años tienes? -preguntó él.
Ella encontró su mirada.
– Tengo veinticuatro años, cinco meses y veinte días -dijo ella.
– Vaya -replicó él-. ¡Qué precisión!
– Llevo la cuenta en mi diario -repuso ella y bajó la cabeza hacia su gato muerto.
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