Annika hojeó sus apuntes y decidió dejar el asunto de momento.
– ¿En qué trabajaba Jossie?
– Servía y bailaba.
– ¿Bailaba?
– En el escenario. No desnuda, eso está prohibido. Joachim cumple la ley. Usaba un tanga.
Patricia observó que la periodista estaba algo conmocionada.
– ¿Era… bailarina de striptease?
– Sí, se puede decir que sí -respondió Patricia.
– Y tú, ¿también eres… bailarina?
Patricia rió.
– No, Joachim piensa que tengo unos pechos demasiado pequeños. Yo estoy en el bar e intento aprender a manejar la ruleta. No me va nada bien. No sumo lo suficiente rápido.
La risa cesó y se tornó en un sollozo. Annika esperó en silencio mientras Patricia se recomponía.
– ¿Erais compañeras de clase, tú y Josefin? -inquirió.
Patricia se sonó en un trozo de papel de cocina y negó con la cabeza.
– No, en absoluto -contestó-. Nos conocimos en un workout, en el Sports Club de Sankt Eriksgatan. Íbamos a la misma hora y siempre teníamos las taquillas juntas. Josefin comenzó a hablar conmigo, ella podía conversar con todo el mundo. Empezaba a salir con Joachim y estaba enamoradísima. Se pasaba las horas hablando de él. Lo guapo que era, de cuánto dinero tenía…
Calló, recordó.
– ¿Cómo se conocieron? -preguntó Annika después de un rato. Patricia se encogió de hombros.
– Joachim también es de Täby. Yo conocí a Jossie las Navidades pasadas, hace un año y medio. Joachim acababa de abrir el club. Fue un éxito inmediato. Jossie comenzó a trabajar allí algún fin de semana que otro, después se encargó de que yo pudiera trabajar en el bar. He estudiado para camarera.
El teléfono sonó en el recibidor, Patricia se levantó a contestar inmediatamente.
– Vale, está bien -dijo-. Dentro de media hora.
Cuando regresó a la cocina Annika había puesto la taza en el fregadero y había guardado sus cosas en el gran bolso.
– La policía viene hacia aquí -anunció Patricia.
– No te molesto más -dijo Annika-. Gracias por dejarme entrar.
– Vuelve cuando quieras -respondió Patricia.
Annika salió al recibidor y se puso las sandalias.
– ¿Durante cuánto tiempo vas a vivir aquí? -preguntó.
Patricia se mordió el labio.
– No lo sé -contestó-. El apartamento es de Jossie. Su madre lo compró en el mercado negro para que no tuviera que coger todos los días el tren a Täby cuando ingresara en la JMK.
– ¿Iba a estudiar Josefin? ¿Sus notas eran lo suficientemente buenas para poder cursar periodismo?
Patricia miró a Annika de hito en hito.
– Jossie era inteligentísima -respondió-. Tenía sobresaliente en casi todas las asignaturas. El sueco era su asignatura favorita, escribía muy bien. Tú crees que era una estúpida sólo porque bailaba desnuda, ¿verdad?
Vio cómo enrojecía la periodista a pesar de la oscuridad.
– Hablé con su rector. Él no consideraba que sus calificaciones fueran buenas -se disculpó.
– Seguro que está lleno de prejuicios -replicó Patricia.
– ¿Tenía muchas amigas?
– ¿Te refieres en la escuela? Casi ninguna. Jossie se pasaba el día estudiando.
Se dieron la mano, Annika abrió la puerta. Se detuvo en el umbral.
– ¿Por qué te mudaste aquí? -preguntó Annika.
Patricia bajó la mirada.
– Jossie me lo pidió -respondió.
– ¿Por qué?
– Tenía miedo.
– ¿De qué?
– No te lo puedo decir.
Patricia vio en los ojos de la periodista que, no obstante, lo comprendía.
Annika salió al sol de justicia de Dalagatan y entrecerró los ojos. Había sido una liberación salir del oscuro y sucio apartamento, con las cortinas negras. Era casi macabro. No le gustó lo que había descubierto. No le gustó el apartamento de Josefin. Se sentía muy escéptica respecto a la elección de trabajo. ¿Cómo coño podía alguien ser voluntariamente bailarina de striptease?
Si es que era voluntariamente, pensó luego.
La boca del metro se hallaba justo en la esquina, recorrió dos estaciones y se bajó en Fridhemsplan. Allí salió a Sankt Eriksgatan, pasó por delante del gimnasio donde Josefin y Patricia se habían conocido y torció a la derecha, dirigiéndose hacia el lugar del crimen. Había dos ramos de flores en la entrada, Annika presintió que pronto les seguirían muchos más. Permaneció parada un rato junto a la verja. Hacía por lo menos tanto calor como el día anterior, sintió sed. Justo cuando había decidido marcharse de allí aparecieron dos mujeres jóvenes, una rubia y otra morena, paseando lentamente por Drottningholmsvägen. Annika decidió quedarse. Vestían iguales minifaldas y los mismos zapatos de tacón de aguja, mascaban chicle y cada una sujetaba una Pepsi Max.
– Ayer murió aquí una chica -dijo la rubia al pasar junto a Annika, y señaló un lugar entre las tumbas.
– ¿No me digas? -respondió la morena y abrió los ojos. La primera asintió solícita y adelantó una mano.-Estaba ahí tumbada, completamente destripada. Violada después de muerta.
– ¡Qué horrible! -exclamó la morena, Annika vio cómo sus ojos se arrasaban en lágrimas.
Se detuvieron un par de metros más allá, miraron espiritualmente las sombras de un verde profundo. Después de unos minutos ambas lloraban.
– Tenemos que dejar una nota -dijo la rubia.
Encontraron un recibo en un bolso, y un bolígrafo en el otro. La rubia escribió un saludo ayudándose con la espalda de la amiga. A continuación se secaron las lágrimas y bajaron hacia el metro.
Cuando doblaron la esquina, Annika se acercó y leyó la nota.
«Te echamos de menos», decía.
Al mismo tiempo vio al equipo de reporteros del Konkurrenten bajarse de un coche en Kronobergsgatan, a lo lejos junto al «parque infantil». Se dio media vuelta y bajó apresuradamente hacia Sankt Göransgatan; no deseaba, en absoluto, charlar con Arne Påhlson.
Al dirigirse hacia la parada del 56 pasó el portal de Daniella Hermansson, la mamá animada que siempre dormía con la ventana abierta. Pescó el cuaderno, yes, tenía el código del portero automático apuntado junto a la dirección de Daniella. Sin pensarlo tecleó la clave y entró en la portería.
La corriente de aire que se encontró era tan fría que la hizo tiritar. Se detuvo, oyó cerrarse la puerta tras de sí. El portal estaba decorado con cuadros sobre parques de los años cuarenta, probablemente procedían del año de construcción del edificio.
Daniella vivía en el segundo derecha. Annika tomó el ascensor. Nadie abrió la puerta. Miró su reloj de pulsera, las tres y diez, seguramente Daniella estaba en el parque con Skruttis.
Suspiró. Hasta el momento, el día no había dado mucho de sí. Miró a su alrededor en el rellano al que daban muchas puertas, los apartamentos debían de ser muy pequeños. Los nombres en los buzones estaban escritos con letras amarillentas de plástico. Se acercó y estudió el más próximo. «Svensson», leyó. No tuvo que pensarlo demasiado. Ya que estaba allí aprovecharía para escuchar la opinión de otros vecinos.
La pequeña hendidura que se abrió en casa de Svensson dejó escapar una ráfaga de hedor corporal, Annika retrocedió. Por la puerta entreabierta vislumbró una figura informe de mujer con un vestido de poliéster lila y turquesa. Ojos miopes, pelo canoso enmarañado y fijado con abundante laca. Sostenía en brazos un perrito regordete, Annika no pudo determinar su raza.
– Disculpe que la moleste -dijo Annika-, soy del periódico Kvällspressen.
– Nosotros no hemos hecho nada -replicó la señora. Miró asustada a Annika desde la abertura.
– No, claro que no -respondió Annika con educación-. Sólo llamaba para saber cómo han reaccionado ustedes al conocer el crimen que se ha cometido justo aquí al lado.
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