Introdujo rápidamente el cuaderno, el bolígrafo y la grabadora en el bolso y se dirigió a la mesa de los fotógrafos. No había ninguno disponible y, por lo tanto, ningún coche. Llamó a un taxi.
– A Vasastan, Dalagatan.
Deseaba saber de qué forma había vivido la fallecida.
La suave mano de su esposa sobre el hombro le despertó de una sacudida.
– Christer -murmuró-. Es el primer ministro.
Se incorporó con una extraña sensación de desorientación. La cama se balanceaba ligeramente, el cuerpo le dolía de cansancio. Se levantó con la respiración agitada y se encaminó a su despacho.
– Lo cogeré aquí.
La voz del primer ministro en el auricular era firme y clara. Llevaba despierto muchas horas.
– Bueno, Christer, ¿llegaste bien a casa?
El ministro de Comercio Exterior se hundió en la silla junto a su mesa y se pasó la mano por el pelo.
– Sí -contestó-. Pero fue una paliza conducir hasta aquí arriba. ¿Y tú, cómo estás?
– Bien. Estoy en Harpsund con la familia. ¿Cómo fue todo?
Christer Lundgren carraspeó.
– Como era de esperar. No son bailarines de ballet a la hora de negociar.
– El escenario no es nada operístico -dijo el primer ministro-. ¿Qué hacemos ahora?
El ministro de Comercio Exterior ordenó rápidamente los pensamientos en su turbio cerebro. Cuando habló fue lo suficientemente estructurado y claro. Mientras conducía hasta Luleå había tenido muchas horas para pensar.
Después permaneció sentado a la mesa, acodado sobre una carpeta. Representaba un mapamundi antes de la caída del telón de acero. Buscó con la mirada sobre las anónimas manchas amarillas de las repúblicas, sin ciudades ni fronteras.
Su esposa entreabrió la puerta con cuidado.
– ¿Quieres un poco de café?
Volvió la cabeza y sonrió.
– Sí, gracias -respondió, la sonrisa creció-. Pero primero te quiero a ti.
Ella tomó su mano y lo condujo de vuelta al dormitorio.
Patricia se sobresaltó al oír el timbre de la puerta. La policía aún tardaría unas horas en llegar. Se le secó la boca. ¿Y si fueran los padres de Jossie?
Se dirigió rápidamente al recibidor y miró a través de la mirilla. Reconoció a la mujer de ahí fuera, era la de aquella mañana en el parque. Abrió sin más.
– Hola -dijo Patricia-. ¿Cómo me encontraste?
La periodista sonrió. Parecía cansada.
– Ordenadores -respondió-. Hoy en día hay registros para todo. ¿Puedo pasar?
Patricia dudó.
– Está un poco revuelto -anunció-. La policía estuvo aquí y lo puso todo patas arriba.
– Te prometo que no limpiaré -contestó Annika.
Patricia dudó durante unos segundos más.
– Okey -dijo y abrió la puerta de par en par-. Pero generalmente no suele estar así de desordenado. ¿Cómo te llamas?
– Annika. Annika Bengtzon.
Se dieron la mano.
– Pasa.
La periodista entró en el oscuro recibidor y se descalzó.
– ¡Uf, qué calor hace! -exclamó Annika.
– Sí -respondió Patricia-. Apenas he podido dormir esta noche.
– ¿A causa de Josefin?
Patricia asintió.
– Bonito vestido -dijo Annika y señaló con la cabeza.
Patricia se ruborizó, pasó la mano sobre la tela fucsia y brillante.
– Era de Josefin. Me lo han regalado -anunció.
– Te pareces a la princesa Diana -dijo Annika.
– Bah -replicó Patricia-. Yo soy demasiado morena. Me voy a cambiar. Espera…
Desapareció hacia su cuarto, cruzó el salón, y colgó el vestido de una percha. Buscó durante un rato un clavo del que sostenerla, no encontró ninguno y al final la enganchó en uno de los goznes de la puerta. Rápidamente se puso un short y una camiseta.
La periodista estaba en la cocina cuando regresó.
– En realidad es una guarrada que no recojan tras el registro -dijo Annika y señaló con la cabeza hacia la pila de platos del fregadero.
– Voy a tener que pasarme el día limpiando -anunció Patricia-. ¿Quieres un té?
– Sí, gracias -respondió Annika y se sentó en una silla.
Patricia encendió la cocina de gas, llenó de agua una cacerola de aluminio y volvió a colocar rápidamente lo que había dentro de ésta en su sitio habitual de la despensa.
– Jossie tenía los astros en su contra -señaló Patricia-. No se encontraba en un momento favorable. Tenía el sol en Saturno desde hacía más de un año, últimamente lo había pasado mal.
Calló, parpadeó entre lágrimas. La periodista la miró sorprendida.
– ¿Crees en estas cosas? -preguntó.
– No es que crea, entiendo de esto -respondió Patricia-. Tengo Lipton y Earl Grey.
Annika eligió Lipton.
– He traído el periódico -dijo y colocó la primera edición del día del Kvällspressen sobre la mesa.
Patricia no lo tocó.
– No puedes escribir lo que yo diga -anunció.
– Okey -respondió Annika.
– No puedes escribir que estuviste aquí.
– Como quieras -replicó Annika.
Patricia observó a la periodista en silencio. Annika parecía joven, apenas mayor que ella. Mojó su bolsita unas cuantas veces, pasó la cuerda alrededor de la cucharilla y exprimió hasta la última gota del fuerte té.
– ¿A qué has venido?
– Quiero entender -declaró Annika tranquila-. Quiero saber quién era Josefin, cómo vivía, qué pensaba y sentía. Todo lo que tú sabes. Luego podré hacer las preguntas más adecuadas a otras personas, sin revelar lo que tú me has contado. La constitución te protege si hablas conmigo. Ni siquiera las autoridades me pueden preguntar la identidad de las personas con las que me informo.
Patricia reflexionó un momento sobre esto mientras bebía su té.
– ¿Qué quieres saber? -preguntó.
– Tú lo sabes mejor que nadie -contestó Annika-. ¿Cómo vivía?
Patricia suspiró.
– A veces era muy infantil. Me enfadaba mucho con ella. Se podía olvidar de que teníamos una cita en el centro. Me quedaba esperándola como una estúpida. Luego ni siquiera se disculpaba. «Me olvidé», decía simplemente.
Patricia guardó silencio.
– Pero la echo mucho de menos -añadió.
– ¿Dónde trabajaba? -preguntó Annika.
Había sacado su cuaderno y su bolígrafo. Patricia lo vio y enderezó la espalda.
– No vas a escribir sobre esto, ¿verdad?
Annika sonrió.
– Mi cabeza puede ser tan mala como la de Josefin -insinuó-. Sólo lo anoto para acordarme.
Patricia se relajó.
– En un club que se llama Studio Sex. Está en Hantverkargatan.
– ¿Sí? -contestó Annika sorprendida-. ¡Yo vivo ahí! ¿En qué parte de Hantverkargatan?
– En la cuesta. No tiene ningún letrero de neón ni nada por el estilo. Es un local bastante discreto, sólo hay un cuadrito en el escaparate.
Annika recapacitó.
– Pero ¿no hay un programa de radio que se llama Studio sex? -preguntó insegura.
Patricia se echó a reír.
– Sí -contestó-. Joachim, el propietario del club, se enteró de que Sveriges Radio no había registrado el nombre y bautizó al club igual, porque le pareció divertido putear a los de la radio. Y además es un nombre muy bueno, indica la actividad. Aunque quizá, más adelante, haya un juicio.
– Joachim -repitió Annika-. ¿Era el novio de Josefin?
Patricia se puso seria.
– Eso que te conté en el parque no se lo puedes decir nunca a nadie -dijo.
– Pero tú se lo has contado a la policía, ¿o no?
Cerró los ojos.
– Es cierto -dijo aterrorizada-, lo hice.
– No te preocupes -repuso Annika-. Es importantísimo que la policía sepa estas cosas.
– ¡Pero Joachim está tan triste! Estuvo aquí esta mañana y lloró.
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