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Liza Marklund: Dinamita

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Liza Marklund Dinamita

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En las bulliciosas y estresantes oficinas editoriales del periódico Kvällspressen la periodista Annika Bengtzon intenta conseguir el artículo entre los artículos. Para ello se debate en una constante lucha interior entre las exigencias que le suponen su vida familiar y su ambición profesional. Valiente, compasiva, inteligente, con un lado oscuro y autodestructivo, se obstina por informar sobre la verdad, sin importarle cómo conseguirla. Durante los meses pre-Olímpicos una bomba estalla en uno de los estadios de la ciudad. Christina Furhage, una de las mujeres más importantes del país, vuela en pedazos. Ésta es la oportunidad de Annika para catapultarse a la fama y el reconocimiento de sus compañeros. Tendrá que averiguar quién intenta sabotear los Juegos y por qué. Tiene una pista como punto de partida: en la explosión se utilizó dinamita de la empleada en la construcción.

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– ¿Qué te pasa? -inquirió Beata-. No me digas que te vas a comportar como Christina. Sabes que no soporto el trabajo sucio.

Annika respiró apresuradamente con la boca abierta, «tranquila, vamos, háblale, gana tiempo».

– Sólo… me pregunto… qué vas a hacer con mi artículo -consiguió decir.

– Se publicará en el periódico Kvällspressen, igual de grande que cuando Christina Furhage murió -repuso Beata satisfecha-. Es un buen artículo.

Annika se apresuró.

– No creo que puedas -dijo.

Beata interrumpió su trabajo.

– ¿Por qué no?

– ¿Cómo les llegará el texto? Aquí no hay ningún módem.

– Mandaré el ordenador al periódico.

– El redactor jefe no sabe que soy yo quien lo ha escrito. No aparece en ninguna parte. Está escrito en primera persona. Tal y como está ahora parece una carta al director. El periódico no las publica íntegras cuando son muy largas.

Beata no se dio por vencida.

– Esto lo publicarán.

– ¿Por qué? El redactor jefe no te conoce. Quizá no comprenda la importancia de que este texto salga a la luz. ¿Y quién se lo explicará si yo… no estoy?

«Ahí tienes algo en qué pensar», pensó Annika cuando la mujer se sentó de nuevo en la silla.

– Tienes razón. Tienes que escribir un prólogo al artículo explicando exactamente cómo hay que publicarlo.

Annika resopló en su interior. Quizá no estuviera bien hacerle el juego a esa mujer. ¿Y si así sólo empeoraba las cosas? Apartó esos pensamientos. Christina había luchado, y le habían roto la cara y las articulaciones. Si tenía que morir era mucho mejor hacerlo escribiendo en el ordenador que torturada.

Se sentó, le dolía todo el cuerpo. El suelo se bamboleaba y notó que tenía problemas con la apreciación de las distancias.

– Okey -dijo-. Trae el ordenador y acabémoslo.

Beata empujó la mesa.

– Escribe que eres tú quien ha escrito el artículo y que tienen que publicarlo íntegro.

Annika escribió. Comprendió que tenía que ganar más tiempo. Si lo había hecho bien, la policía debía estar cerca. No sabía con qué exactitud podrían localizar el móvil, pero el hombre perdido en el hielo hace dos años había sido localizado inmediatamente. Ya le habían dado por perdido. La desolación se había apoderado de la familia cuando, de repente, éste llamó a su hijo con el móvil. El viejo estaba completamente agotado y muy desconcertado. No tenía ni idea de dónde se encontraba. No podía describir ningún accidente del terreno, todo era absolutamente blanco, dijo.

Sin embargo rescataron al hombre en menos de una hora. Con la ayuda de los técnicos de la operadora, la policía había conseguido situarlo dentro de un radio de seiscientos metros, y se encontraba dentro de ese círculo. Los técnicos lo pudieron ubicar con la ayuda de la señal del móvil.

– Oye. ¿Cómo conseguiste entrar en el estadio?

– No fue nada difícil -confesó Beata con aires de superioridad-. Tenía la tarjeta y el código.

– ¿Por qué la tenías? Hacía años que no trabajabas en el estadio.

Beata se levantó.

– Ya te lo he contado -dijo colérica-. Trabajo en un grupo que va a cada decrépito pabellón deportivo que tenga algo que ver con los Juegos Olímpicos. Tenemos acceso a la central donde se guardan todas las tarjetas y los códigos. Teníamos que firmar al cogerlas y devolverlas después, por supuesto, pero yo robé varias. Quería poder volver a los edificios que me hablaban con cariño. El estadio olímpico y yo siempre nos hemos llevado bien, siempre he tenido tarjeta de acceso.

– ¿Y el código?

Beata resopló.

– No se me da mal con el ordenador -aclaró-. Los códigos de alarma del estadio se cambian cada mes, y los cambios se introducen en un archivo especial con contraseña de entrada. Lo gracioso es que nunca lo hacen.

Esbozó una media sonrisa. Annika comenzó a escribir de nuevo. Tenía que encontrar más preguntas.

– ¿Qué escribes?

Annika alzó la vista.

– Explico lo importante que es que publiquen esto igual de grande que la muerte de Christina Furhage -respondió alegre.

– ¡Mientes! -gritó Beata y Annika se sobresaltó.

– ¿Qué quieres decir?

– Es imposible dedicar tantas páginas como cuando Christina murió. ¿Sabes que fuiste tú quien me empezó a llamar Dinamitero? ¿Puedes imaginar lo mucho que odio ese apodo? ¿Eh? Tú eres la peor, lo que tú escribías estaba siempre en primera página. Te odio.

Los ojos de Beata ardían y Annika comprendió que no tenía respuesta.

– Tú entraste en la habitación donde me embargó la pena -dijo Beata y se acercó lentamente a Annika- Me viste toda miserable y sin embargo no me ayudaste. Escuchaste a los otros, pero a mí no. Así ha sido siempre toda mi vida. Nadie me ha escuchado cuando gritaba. Nadie, sólo mis casas. Pero ahora se acabó. Os voy a pillar a todos.

La mujer se estiró hacia la cuerda que colgaba del cuello de Annika.

– ¡No! -gritó Annika.

El grito hizo que Beata perdiera el control. Agarró la cuerda y tiró tan fuerte como pudo, pero Annika estaba preparada. Le había dado tiempo a meter las dos manos entre la cuerda y el cuello. El Dinamitero volvió a tirar y Annika se cayó de la silla. Consiguió torcer el cuerpo de manera que aterrizó de lado y no sobre la carga explosiva.

– Ahora vas a morir, ¡hija de puta! -exclamó Beata, y en ese mismo momento Annika percibió que el eco había cambiado. Un segundo después sintió llegar una ráfaga de viento por el suelo.

– ¡Socorro! -gritó tan alto como pudo.

– ¡Deja de gritar! -bramó Beata y volvió a tirar.

El tirón arrastró a Annika por el suelo y le arañó la cara contra el linóleo.

– ¡Estoy aquí, a la vuelta de la esquina! -voceó Annika, y en ese momento Beata debió verlos.

Soltó la cuerda, se dio la vuelta y buscó con la mirada la pared de enfrente. Annika comprendió lo que buscaba. A cámara lenta vio cómo Beata se dirigía hacia la pila y los cables. El disparo sonó una décima de segundo después y produjo un cráter en la parte superior de la espalda de Beata, la alcanzó con un fuerte impacto que la arrojó hacia adelante. Sonó otro disparo y Annika volvió instintivamente la espalda contra la pared, lejos de los disparos.

– No -gritó-. ¡No disparéis, por Dios! ¡Podéis darle a la bomba!

El último eco se desvaneció, vio humo y polvo en el aire. Beata yacía inmóvil un par de metros más allá. El silencio era total, lo único que Annika discernía era un zumbido en los oídos debido a los disparos. De pronto sintió que había alguien a su lado, miró hacia arriba y vio a un pálido policía de paisano que se inclinaba sobre ella con una pistola desenfundada.

– ¡Tú! -exclamó ella sorprendida.

El hombre la miró excitado y le aflojó la cuerda alrededor del cuello.

– Sí, soy yo -dijo él-. ¿Cómo estás?

Era su fuente secreta, su confidente. Ella esbozó una sonrisa y sintió cómo le quitaba la cuerda del cuello.

Se sorprendió cuando comenzó a llorar desconsoladamente. El policía sacó su radio y gritó su código.

– Necesito dos ambulancias -dijo y miró a uno y otro lado del túnel.

– Estoy bien -susurró Annika.

– Es urgente, tenemos una herida de bala -voceó en la radio.

– Tengo una bomba en la espalda.

El hombre soltó la radio.

– ¿Qué has dicho?

– Tengo una bomba aquí detrás. ¿Puedes verla?

Ella se dio la vuelta y el policía vio el paquete de cartuchos de dinamita en la espalda.

– ¡Oh, Dios mío! No te muevas -ordenó.

– No es peligroso -dijo Annika y se secó el rostro con el dorso de la mano-. Lo he tenido toda la noche y no ha explotado.

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