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Liza Marklund: Dinamita

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Liza Marklund Dinamita

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En las bulliciosas y estresantes oficinas editoriales del periódico Kvällspressen la periodista Annika Bengtzon intenta conseguir el artículo entre los artículos. Para ello se debate en una constante lucha interior entre las exigencias que le suponen su vida familiar y su ambición profesional. Valiente, compasiva, inteligente, con un lado oscuro y autodestructivo, se obstina por informar sobre la verdad, sin importarle cómo conseguirla. Durante los meses pre-Olímpicos una bomba estalla en uno de los estadios de la ciudad. Christina Furhage, una de las mujeres más importantes del país, vuela en pedazos. Ésta es la oportunidad de Annika para catapultarse a la fama y el reconocimiento de sus compañeros. Tendrá que averiguar quién intenta sabotear los Juegos y por qué. Tiene una pista como punto de partida: en la explosión se utilizó dinamita de la empleada en la construcción.

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»La esperaba dentro de la entrada principal, oculta entre las sombras detrás de dos de las estatuas. Me bullía la sangre, el edificio estaba jubiloso. Me apoyaba, estaba a mi lado. Yo quería hacerlo bien. Christina moriría en el mismo lugar donde me había destrozado. Sería desmembrada en la gradería norte del estadio Victoria, pues yo lo había construido. Cuando llegara la golpearía en la cabeza con un martillo, el instrumento más clásico de los albañiles. Luego la conduciría a la gradería, activaría la bomba, y mientras mis serpientes de plástico se enredaban alrededor de su cuerpo le contaría por qué estaba ahí. Le desvelaría que había descubierto sus monstruos. Mi superioridad reluciría como la luz de una estrella en la noche. Christina pediría perdón, y con la explosión todo se consumaría.

Beata hizo un alto en su relato y bebió un poco de Coca-Cola. Annika estaba a punto de desmayarse.

– Desgraciadamente no fue así -dijo Beata-. La verdad ante todo. No quiero ser una heroína. Sé que mucha gente pensará que hice mal. Tienes que escribir lo que pasó en realidad y no adornarlo.

Annika asintió, fingiendo sinceridad.

– Todo salió mal. Christina no se desmayó tras el golpe de martillo, sólo se enfureció. Como una poseída comenzó a chillar que yo era una loca incompetente y que la dejara en paz. Yo la golpeaba donde podía con el martillo. Un golpe la alcanzó en la boca, perdió algunos dientes. Gritaba y gritaba, y yo golpeaba y golpeaba. El martillo bailaba sobre su cara. Una persona puede sangrar mucho por los ojos. Al cabo cayó y no era una visión agradable. Gritaba y gritaba, y para que no volviera a levantarse le rompí a golpes las rodillas. No fue divertido, sólo fatigoso y molesto. Lo entiendes, ¿verdad? No quería dejar de gritar, y la golpeé en el cuello. Cuando intenté arrastrarla hasta la gradería me arañó las manos y tuve que romperle a golpes los codos y los dedos también. Poco a poco comenzó el largo camino hacia la gradería, hasta el lugar donde ella había estado el día que me destruyó. Comencé a sudar, pues pesaba bastante, y no quería dejar de gritar. Cuando por fin llegué a donde estaban mis armas, mis brazos temblaban sin parar. La dejé entre los asientos y comencé a pegarle cartuchos con cinta adhesiva alrededor del cuerpo. Pero Christina no comprendió que debía rendirse, que su papel ahora era de oyente. Se deslizó como la culebra que era hasta la escalera cercana. Ahí comenzó a rodar por la gradería chillando todo el tiempo; empecé a perder control de mi trabajo, fue horrible. Tuve que cogerla y romperle la espalda, no sé si se partió. Al final yacía tan quieta que pude pegarle quince salchichas alrededor del cuerpo. No era bonito. No había tiempo para el perdón o la reflexión. Luego introduje el trozo de metal en una de las salchichas y corrí hacia la batería. El temporizador estaba conectado para cinco minutos; lo dejé en tres. Christina gritaba, un sonido inhumano, bramaba como un monstruo. Estaba en la entrada escuchando su canción de muerte. Cuando sólo quedaban treinta segundos consiguió quitarse dos de las salchichas, a pesar de tener las articulaciones rotas. Eso muestra su fuerza, ¿no crees? Desgraciadamente no pude seguir hasta el final. Me perdí sus últimos segundos, pues debía protegerme en mi cueva. Había bajado medio camino cuando me alcanzó la onda expansiva, y me sorprendió su fuerza. Los daños fueron enormes, toda la gradería norte quedó dañada. No era mi intención, ¿lo entiendes, verdad? No quería dañar el estadio, lo que había ocurrido no era culpa del edificio…

Annika sintió cómo le corrían las lágrimas. Nunca en su vida había escrito algo tan repugnante. Sintió que estaba a punto de desmayarse. Había estado sentada sin moverse en la incómoda silla durante horas, las piernas le dolían lo indecible. La carga en la espalda se había hecho muy pesada al cabo de un rato. Estaba tan cansada que quería tumbarse, aunque la carga estallara y muriera.

– ¿Por qué lloras? -preguntó Beata recelosa.

Annika respiró antes de responder.

– Por lo difícil que te resultó. ¿Por qué no te dejó hacer las cosas bien?

Beata asintió y también se secó una lágrima.

– Lo sé -contestó-. No hay justicia.

– Con Stefan fue más fácil; salió más o menos como había planeado. Le responsabilicé de que el vestuario de arbitros estuviera listo antes de Navidad. La elección del lugar fue fácil. Fue donde Stefan me recibió y me dijo que los trabajadores del pabellón de Sätra me harían el vacío. Yo sabía que él mismo haría el trabajo. Stefan apostaba a los caballos y aprovechaba cualquier oportunidad para hacer horas extraordinarias. Esperaba a estar solo en la obra y luego siempre engordaba las horas trabajadas. Debió de hacerlo durante años, ya que nadie le controlaba. Él era el capataz. Además cuando quería trabajaba muy rápido, y bastante chapuceramente.

»El lunes fui a trabajar como de costumbre. Todos hablaban de la bomba contra Christina Furhage, pero nadie habló conmigo. Tampoco lo esperaba.

»Por la noche me quedé en la oficina arreglando unos papeles. Cuando el pabellón se quedó en silencio, me di una vuelta y vi que Stefan Bjurling trabajaba en los vestuarios del fondo. Entonces fui a mi armario y saqué mi bolsa. Ahí estaban mis joyas, los cartuchos, los cables verdes y amarillos, la cinta adhesiva y el temporizador. Esta vez no llevaba martillo, había resultado poco limpio. En cambio había comprado una cuerda en John Wall, de ésas que se usan para los columpios de los niños y cosas por el estilo. La cuerda que tienes alrededor del cuello es del mismo rollo. Entré mientras Stefan taladraba en la pared del fondo de la habitación, le pasé la cuerda por el cuello y tiré. Esta vez estaba más decidida. No toleraría gritos ni peleas. Stefan Bjurling perdió la taladradora y cayó de espaldas. Yo estaba preparada y aproveché la caída para tirar con más fuerza. Se desmayó y tuve problemas para sentarlo en una silla. Allí lo até y lo vestí para su entierro. Cartuchos, cables, temporizador y pila de linterna. Lo ajusté todo en su espalda y esperé pacientemente a que se recobrase.

»No dijo nada, sólo noté que sus párpados se movían. Entonces le expliqué lo que le sucedería y por qué. El tiempo de la maldad sobre la tierra había acabado. El moriría porque era un monstruo. Le expliqué que muchos más seguirían el mismo camino. Todavía quedan muchas joyas en mi caja. Luego programé cinco minutos en el temporizador y volví a mi oficina. Al volver me aseguré de que todas las puertas estuvieran sin cerrar. Así el Dinamitero tendría todas las oportunidades del mundo para poder entrar. Cuando explotó fingí estar conmocionada y llamé a la policía. Les mentí y les dije que alguien había cometido mi acción. Me llevaron al hospital Sur y me acompañaron a urgencias. Me dijeron que necesitarían tomarme declaración al día siguiente. Decidí seguir mintiendo durante algún tiempo. No era el momento de contar la verdad, pero ahora sí lo es.

»Un médico me atendió, les expliqué que estaba bien y me fui caminando a casa a través de la ciudad, hasta Yttersta Tvärgränd. Fui consciente de que era hora de abandonar mi casa de una vez. Fue una despedida corta y serena. Ya sabía que nunca más volvería. Mi camino terminaba en otro lugar.

»El martes, por la mañana temprano, fui al trabajo a recoger mis cosas. Cuando entré en el pabellón de Sätra me encontré con los reproches inmediatos e injustos de los obreros. Una gran pena se apoderó de mí; me oculté en una habitación donde el edificio no me pudiera ver. Fue, por supuesto, en balde, pues entonces entraste tú.

Annika no podía seguir escribiendo. Puso las manos sobre las rodillas y volvió la cabeza.

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