– Si eso es todo…
– ¿Es consciente de que hay gente que vive en la clandestinidad, aquí y ahora, en Suecia? ¿Mujeres y niños de los que se abusa y a quienes se maltrata? -preguntó la mujer en voz baja.
No, pensó Annika. Esto no.
– Gracias por llamar, pero desgraciadamente ése no es un asunto que podamos cubrir esta noche -contestó.
La mujer al otro lado de la línea alzó la voz.
– ¿Va a colgarme? ¿Realmente va a pasar de mí y de mi trabajo? ¿Sabe a cuánta gente he ayudado? ¿No le preocupa en absoluto que haya mujeres maltratadas? Ustedes, los periodistas, lo único que hacen es sentarse en sus salas de redacción. No tienen ni idea de lo que es la vida real.
Annika se sentía mareada, sofocada.
– Usted no sabe nada sobre mí -replicó.
– Los periodistas son todos iguales. Pensé que el Kvällspressen sería mejor que los periódicos intelectuales, pero ya veo que a usted tampoco le importan las mujeres y los niños maltratados, la gente que está en peligro.
Notó que la sangre le subía a la cabeza.
– Usted no es quién para decirme lo que pienso, hago o dejo de hacer -respondió Annika en un tono bastante elevado-. No haga afirmaciones sobre cosas que desconoce.
– ¿Y por qué no quiere escucharme?
La mujer del teléfono parecía molesta.
Annika se tapó la cara con las manos, y esperó.
– Estas personas están solas -siguió la mujer-. Sus vidas corren peligro, están aterradas. Por mucho que intenten esconderse, siempre hay algo o alguien que puede llevar a otras personas hasta ellas: trabajadores sociales, juzgados, cuentas bancarias, guarderías…
Annika no respondía, sólo escuchaba en silencio.
– Como ya sabrá, la mayoría son mujeres y niños -siguió la mujer-. Ellos pertenecen al sector más vulnerable de la sociedad. Otros grupos son testigos, personas que han abandonado diferentes tipos de sectas, o que son acosadas por el crimen organizado, y periodistas que denuncian prácticas ilegales, pero la mayoría son mujeres y niños cuyas vidas están en peligro.
Annika cogió vacilante un bolígrafo y comenzó a anotar.
– Somos un grupo de trabajo -dijo la mujer-. Hemos ideado este método especial. Yo soy su directora. ¿Sigue ahí?
Annika carraspeó.
– ¿En qué se diferencian de los servicios establecidos de acogida a mujeres?
La mujer del teléfono suspiró con un dejo de resignación.
– En todo. Los refugios para mujeres se gestionan con fondos públicos insuficientes. No tienen los recursos para llegar tan lejos como nosotros. Somos una iniciativa privada con otro tipo de medios totalmente diferentes.
El bolígrafo dejó de funcionar. Annika lo arrojó a la papelera y cogió uno nuevo.
– ¿En qué sentido?
– Prefiero no decir nada más por teléfono. ¿Existe alguna posibilidad de que podamos vernos?
Annika se desmoronó. No quería enfrentarse a aquello, no tenía fuerzas.
– ¡Bengtzon!
Ingvar Johansson apareció por encima de ella.
– Un momento, por favor -dijo, y se puso el auricular en el pecho-. ¿Qué pasa?
– Si no estás ocupada, podrías introducir estos resultados.
El redactor de noticias le tendió un fardo con los resultados deportivos de las divisiones menores.
Aquello fue como un puñetazo en el estómago. ¡Por todos los demonios! Iban a tenerla haciendo el mismo tipo de cosas que en el Katrineholms-Kuriren, el periódico local, cuando tenía catorce años: rellenando tablas con resultados.
Dio la espalda a Johansson, cogió el auricular y dijo:
– Podría verme con usted ahora mismo.
La mujer se alegró.
– ¿Esta noche? ¡Estupendo!
Annika apretó los dientes, sentía la presencia del redactor de noticias en la nuca.
– ¿Dónde le parecería bien? -preguntó.
La mujer le dio el nombre de un hotel de las afueras en el que Annika no había estado nunca.
– ¿Dentro de una hora?
Ingvar Johansson ya había desaparecido cuando ella colgó. Rápidamente cogió la chaqueta, se colgó el bolso al hombro y preguntó al guardia de seguridad. Por supuesto, no había ningún coche de la empresa disponible, de modo que llamó a un taxi. A fin de cuentas, podía disponer de su tiempo libre como quisiera.
Rellena tú las malditas tablas, gilipollas.
– ¿Estás listo, cariño?
La mujer de Thomas Samuelsson estaba a la puerta de su salón de recreo, vestida ya con el abrigo y poniéndose sus elegantes guantes de piel.
Él oyó el tono de sorpresa que había en su voz cuando preguntó:
– ¿Listo para qué?
Irritada, tiró del delgado material.
– La asociación empresarial. Prometiste que vendrías conmigo -respondió.
Thomas dobló el periódico de la tarde y puso los pies en las baldosas, que gozaban de calefacción radiante.
– Sí, es verdad -contestó él-. Lo siento. Se me había olvidado.
– Te espero fuera -dijo ella, dándose la vuelta y marchándose.
Él suspiró quedamente. Menos mal que ya se había duchado y afeitado.
Subió a su dormitorio y por el camino se quitó los tejanos y la camiseta. Se puso una camisa blanca, un traje y se pasó una corbata por el cuello. Oyó cómo arrancaba el BMW, y aceleraba imperiosamente.
– Vale, ya voy -dijo.
Todas las luces de las habitaciones estaban encendidas, pero desde luego no tenía intención de correr por la casa para apagarlas. Salió con el abrigo sobre los hombros y los zapatos desatados. Resbaló en una placa de hielo y estuvo a punto de caerse.
– Ya podías enarenar el camino de entrada -dijo Eleonor.
Él no respondió, simplemente cerró de un portazo y se agarró fuerte cuando ella torció por la calle Östra Ekudd. Se anudó la corbata por el camino, pero los cordones de los zapatos tendrían que esperar hasta que llegaran.
Había oscurecido. ¿Qué había sido de aquel día? Había muerto antes de nacer. ¿Había habido luz en algún momento?
Suspiró.
– ¿Qué te pasa, cariño? -preguntó ella, en tono amigable.
Él miraba por la ventana en dirección al mar.
– Me siento un poco mal -dijo él.
– Quizá has cogido el virus que tuvo Nisse -contestó ella.
Él afirmó con la cabeza, sin mostrar mayor interés.
La asociación empresarial. Él sabía exactamente de qué se hablaría. Turistas. Cuántos habían sido, cómo conseguir más y mantener a los que ya habían descubierto su comunidad. Se discutiría el problema con las empresas que sólo operaban durante los cortos meses de verano, llevándose los ingresos que en justicia pertenecían a los comerciantes residentes. De la buena comida del hotel de Waxholm. De los preparativos del mercadillo de Navidad, de la ampliación de horarios por las tardes y los fines de semana. Todos estarían allí. Todos acudirían felices y comprometidos. Siempre era así, independientemente del evento al que fueran. Últimamente se habían involucrado mucho en cuestiones de arte. También habían destacado los asuntos religiosos. Muchas charlas por la conservación de casas antiguas y jardines, a ser posible a expensas de los otros.
Thomas volvió a suspirar.
– Anímate -le dijo su mujer.
– ¿Annika Bengtzon? Soy Rebecka Björkstig.
La mujer era joven, mucho más joven de lo que Annika esperaba. Pequeña, delgada, parecía una figura de porcelana. Se saludaron.
– Le pido disculpas por citarla en tan extraño lugar -dijo Rebecka-. Toda precaución es poca.
Caminaron por un pasillo desierto y salieron a lo que era vestíbulo y bar a la vez. La iluminación era escasa, y la atmósfera recordaba a un hotel estatal de la antigua Unión Soviética. Mesas marrones redondas con sillones cuyos respaldos y reposabrazos se unían. Algunos hombres hablaban en voz muy baja en el rincón opuesto; el resto del local estaba vacío.
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