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Liza Marklund: Paraíso

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Liza Marklund Paraíso

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Un huracán barre el sur de Suecia sembrando el caos a su paso. Dos hombres yacen muertos en el puerto de Estocolmo, con sendos disparos a bocajarro en la cabeza. Una muchacha trata de salvar su vida. Encuentra refugio en Paradise, una fundación dedicada a las personas cuyas vidas están en peligro. Annika Bengtzon, redactora de un periódico, está tratando de reconstruir su vida tras la violenta muerte de su prometido. Cubrir la historia de Paradise es la oportunidad que necesita para volver a encaminar su vida personal y profesional. Pero, como está a punto de descubrir, ni Paradise ni la muchacha, Aida, son lo que aparentan. La búsqueda de Annika de la verdad la obligará a ella misma y a Aida a enfrentarse a sus turbulentos pasados, y al final Annika se verá ante la decisión más difícil de su vida.

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Lo pensara como lo pensara, se daba cuenta de que lo sucedido debía de tener algo que ver con la mujer. Ella tenía que estar implicada, o de otro modo no habría estado allí.

Se tomó el café como había hecho con la copa, de un trago. Quemándose la garganta.

Estás muerta, puta.

La luz del ascensor era tan fría y tan poco favorecedora como siempre: parecía un pez muerto. Annika cerró los ojos para no ver su reflejo. No había podido volver a dormirse, de modo que había salido a dar un paseo por el parque Rålambshov en un intento fallido de hallar un poco de luz y de aire. El terreno se había suavizado y desgastado con la lluvia y miles de pisadas hasta quedar blando y marrón. Había ido andando al periódico.

Como era domingo, la redacción estaba desierta. Se dirigió a su sitio. El jefe de noticias, Ingvar Johansson, estaba en la mesa de al lado, hablando por teléfono, así que se encaminó al departamento de sucesos. Con la mente en blanco, se sentó en la silla de Berit Hamrin y llamó a su abuela.

La anciana estaba en su apartamento de Hälleforsnäs, ocupándose de la colada y la compra.

– ¿Cómo estás? -preguntó su abuela-. ¿Ha hecho mucho viento?

Annika se rio.

– Ya lo creo. Me ha roto una ventana.

– Espero que no estés herida -dijo la anciana, con voz preocupada.

Annika volvió a reír.

– No, y no seas doña angustias. Por allí ¿qué tal? ¿El bosque sigue en pie?

La abuela suspiró.

– Más o menos, aunque se han caído algunos árboles. Esta mañana se fue la luz, pero ya ha vuelto. ¿Cuándo vas a venir?

A la abuela de Annika le habían asignado una pequeña casa en los terrenos de Harpsund, tras muchos años como responsable de la propiedad que utilizaba el Primer Ministro para actos oficiales y recreo, una pequeña cabaña sin electricidad ni agua corriente donde Annika había pasado todas sus vacaciones escolares desde que tenía memoria.

– Trabajo esta noche y la próxima, de modo que iré por allí en algún momento del martes por la tarde -dijo Annika-. ¿Quieres que te lleve algo?

– No -respondió la abuela-. Tráete a ti misma, es todo lo que quiero.

– Te echo de menos -le dijo Annika.

Cogió un periódico, y lo hojeó mecánicamente. La edición de ese día del Kvällspressen mantenía un excelente nivel. Los artículos sobre el huracán ya los conocía, de modo que se los saltó. La nota de Carl Wennergren sobre el doble asesinato en el Frihamnen, en cambio, no pasaría a los anales de la historia del periodismo. Las dos víctimas, decía, presentaban disparos en la cabeza, motivo por el cual la policía descartaba la hipótesis de suicidio. Vale. Luego seguía una descripción de la zona del Frihamnen, que en realidad sonaba un poco poética. Era evidente que Carl había estado paseando por el lugar y jugueteando con algunas impresiones. El lugar había aguantado el tiempo «maravillosamente» y tenía una «atmósfera continental».

– Hola, encanto, ¿qué pasa?

Annika tragó saliva.

– Hola, Sjölander -respondió.

Como tenía por costumbre, el redactor del departamento de sucesos se sentó encima del escritorio junto a ella.

– ¿Qué tal vas?

Annika intentó sonreír.

– Bien, gracias. Un poco cansada.

El hombre le dio un golpecito juguetón en la espalda y le guiñó un ojo.

– Una noche agitada, ¿eh?

Ella se levantó, cogió su periódico, la cartera y el abrigo.

– Agitadísima. Siete chicos y yo.

Sjölander se rió entre dientes.

– Realmente, sabes divertirte.

Ella levantó el periódico ante las narices del redactor de sucesos.

– Estuve trabajando. ¿Qué pasa con el asunto del Frihamnen?

Él la observó unos segundos y se retiró el pelo de la frente.

– No se ha encontrado ninguna identificación en los cuerpos -le dijo-. Tampoco había llaves, ni dinero, ni armas, ni chicles, ni condones.

– Limpios -dijo Annika.

Sjölander afirmó con la cabeza.

– La policía no tiene ninguna pista, ni siquiera sabe quiénes eran las víctimas. Sus huellas no figuran en los registros suecos.

– De modo que no tienen ni idea. ¿Y la ropa?

Sjölander fue hasta su escritorio y buscó en el ordenador.

– Los abrigos, los tejanos y los zapatos son italianos, franceses y estadounidenses, pero la ropa interior tenía etiquetas con letras en cirílico.

Annika tomó nota.

– Ropa extranjera de marca -dijo-, pero la interior era local y barata. Parece que de la antigua Unión Soviética, la antigua Yugoslavia o Bulgaria.

– Te interesan los asuntos policiales, ¿verdad? -le dijo Sjölander con una sonrisa.

Él lo sabía, todos lo sabían. Annika se encogió de hombros.

– Ya sabes. La cabra siempre tira al monte.

Ella se giró y se dirigió a la sección de noche. Oyó a Sjölander bufar a sus espaldas. ¿Por qué lo tolero?, se preguntó.

Encendió el ordenador que se encontraba a la derecha del redactor de noche. Alzó las piernas y se sentó, apoyando el mentón en una rodilla. Debería comprobar si ha sucedido algo. Esperó pacientemente a que todos los programas se pusieran en marcha. Abrió uno cuando estuvo lista la pantalla. Leyó, comprobó, tecleó.

– Oye, Bengtzon, ¿cuál es tu extensión?

Se giró y vio a Sjölander agitando el auricular de su teléfono, gritó su número y enseguida le tuvo en línea.

– Esta tipa quiere hablar sobre servicios sociales, sobre algo relacionado con mujeres con problemas -dijo el redactor de sucesos-. Yo no puedo ocuparme de eso ahora. Además, está, bueno, más en tu terreno. ¿Puedes hacerte cargo?

Annika cerró los ojos, respiró y tragó saliva.

– Ni siquiera he empezado mi turno todavía -le dijo-. Iba a comprobar…

– ¿Coges la llamada o cuelgo?

Suspiró.

– Vale, pásamela.

Una voz, fría y tranquila.

– Hola, quisiera hablar con alguien… Es confidencial.

– Los periódicos tienen una cláusula de confidencialidad -dijo Annika mientras revisaba los nuevos informes de la agencia de noticias en la pantalla-. ¿Qué es lo que quiere decirme?

Clic, clic, empate en el derbi.

– No estoy segura de que me hayan pasado con el departamento apropiado. Se trata de un nuevo sistema, de una nueva forma de proteger a la gente cuya vida corre peligro.

Annika terminó de leer.

– ¿Ah, sí? -respondió-. ¿Y cómo funciona?

La mujer pareció vacilar.

– Tengo información sobre una manera única de ayudar a devolver la esperanza a aquellas personas que se encuentran en peligro. La forma de trabajo es desconocida para la mayoría, pero tengo autorización para transmitir la información a los medios. Quisiera hacerlo de manera tranquila y controlada, por eso preguntaba si había alguien en su periódico a quien pudiese dirigirme.

Annika no quería oírlo, ni ocuparse de ello. Miró la pantalla. Seguía habiendo hogares sin electricidad y había habido nuevos ataques con misiles sobre Grozny. Apoyó la cabeza en una mano.

– ¿Podría enviarme una carta o un fax? -preguntó.

La mujer permaneció en silencio durante un largo instante.

– ¿Hola? -preguntó Annika, disponiéndose a colgar con un sentimiento de alivio.

– Prefiero hablar cara a cara con alguien, en un entorno seguro -dijo la mujer.

Annika se desplomó sobre su escritorio.

– Eso no es posible -respondió-, aún no ha llegado nadie.

– ¿Y usted?

Se echó el pelo hacia atrás mientras pensaba en una excusa.

– Necesitamos saber de qué va todo esto antes de enviar a nadie -aseguró.

Al otro lado de la línea la mujer volvió a callar y Annika suspiró, intentando cortar la comunicación.

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