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Liza Marklund: Paraíso

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Liza Marklund Paraíso

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Un huracán barre el sur de Suecia sembrando el caos a su paso. Dos hombres yacen muertos en el puerto de Estocolmo, con sendos disparos a bocajarro en la cabeza. Una muchacha trata de salvar su vida. Encuentra refugio en Paradise, una fundación dedicada a las personas cuyas vidas están en peligro. Annika Bengtzon, redactora de un periódico, está tratando de reconstruir su vida tras la violenta muerte de su prometido. Cubrir la historia de Paradise es la oportunidad que necesita para volver a encaminar su vida personal y profesional. Pero, como está a punto de descubrir, ni Paradise ni la muchacha, Aida, son lo que aparentan. La búsqueda de Annika de la verdad la obligará a ella misma y a Aida a enfrentarse a sus turbulentos pasados, y al final Annika se verá ante la decisión más difícil de su vida.

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El hecho de que las víctimas hubiesen sido tiroteadas hacía suponer que no se trató de una pelea entre alcohólicos. Los borrachos se mataban con cuchillos, botellas, o bien a puñetazos, patadas o empujándose por los balcones. De haber tenido acceso a las armas, las habrían vendido para comprarse más alcohol.

Terminó el café y tiró el vaso de plástico a la papelera. Fue al baño y bebió un poco de agua.

Dos hombres… En realidad no parecía tratarse de asesinato y suicidio, y menos en Frihamnen durante un huracán. Probablemente podían descartarse los celos como móvil. Eso quería decir que había otros motivos de mayor interés mediático en juego. Una disputa en los bajos fondos, lo que significaba cualquier cosa, desde bandas de moteros a diversas mafias y sindicatos financieros. Motivos políticos. Líos internacionales.

Annika volvió a su mesa. Sólo estaba segura de una cosa. No quería tener nada que ver con ese crimen. Ya habría quien cubriera la noticia para el Kvällspressen . Annika recogió su ropa.

Los fines de semana no había turno de mañana, por lo que Jansson permanecía en la redacción hasta que las ediciones de la mañana hubieran salido para la imprenta. Annika dejó de trabajar a las seis.

– Ya he tenido bastante -le dijo al editor de noche cuando éste pasó por su lado. Parecía totalmente agotado, y probablemente le hubiera gustado que ella se quedara.

– ¿No esperas a que salga la primera edición?

Los paquetes llegaron de la imprenta por mensajero apenas un cuarto de hora después de que empezara la impresión. Annika negó con la cabeza y pidió un taxi, luego se levantó y se puso la chaqueta, la bufanda y los guantes.

– ¿Puedes venir un poco más temprano esta noche? -le gritó Jansson cuando se iba-. ¿A recoger tras el paso del huracán?

Annika se colgó el bolso y se encogió de hombros.

– Después de todo, ¿quién tiene vida propia?

Thomas Samuelsson tocó delicadamente el vientre de su mujer. Ya no tenía la firmeza de antes; sintió el tacto de su piel suave y cálida. Desde que a Eleonor la habían nombrado gerente de sucursal del banco en el que trabajaba, ya no podía dedicar tanto tiempo a hacer ejercicio.

Movió la mano en círculos hacia abajo, alrededor del ombligo y hacia la ingle. Lentamente siguió bajando con el dedo y lo deslizó entre los muslos, acarició el vello púbico, buscó la humedad.

– Ya basta -susurró la mujer, y se apartó de él.

Él suspiró, tragó saliva, luego rodó sobre su espalda; notaba el latido de la excitación como si fuera un martillo. Se puso las manos entrelazadas debajo de la cabeza y se quedó mirando al techo. Oyó cómo su respiración se volvía más pausada. Últimamente ella había perdido el interés.

Irritado, echó la manta hacia atrás y salió desnudo hacia la cocina, con la polla como un tulipán marchito. Bebió agua de un vaso sucio, luego puso café en un filtro, llenó la cafetera de agua y la encendió. Fue al baño y orinó. En el espejo del baño, el pelo revuelto le daba un aire temerario más acorde con su edad. Suspiró y se echó el pelo hacia atrás.

Es demasiado pronto para tener la crisis de los cuarenta, pensó. Demasiado pronto.

Volvió a la cocina y se puso a mirar el mar por la ventana. Estaba oscuro y embravecido. La tormenta de la noche persistía en la bruma y las olas encrespadas. El reloj de sol del vecino estaba volcado a la puerta de su balcón.

¿Qué sentido tiene?, pensó. ¿Por qué seguimos?

Le inundaba una enorme y profunda melancolía y se dio cuenta de que rozaba la autocompasión. Entraba aire frío por la ventana - menuda chapuza de casa-, así que fue a por la bata. Regalo de su mujer de la última Navidad: verde, azul y burdeos, y cara; con las zapatillas a juego, que él no usaba nunca.

La cafetera empezó a borbotear. Cogió una taza con el logo del banco y puso la radio, la cadena Eko. Las noticias se filtraban a través del hastío y el café, y le llegaban al azar. El huracán que azota el sur de Suecia está causando enormes daños. Hogares sin electricidad. Las compañías de seguros ofrecen garantías. Dos hombres muertos. Zona de seguridad en el sur del Líbano. Kosovo.

Thomas apagó la radio, fue hasta el hall y se puso las botas. Se acercaría al buzón a recoger el periódico. El viento había hecho añicos el diario, se le colaba por debajo de la bata, enfriándole los muslos. Se paró en seco, cerró los ojos y respiró. Había hielo en el aire; el mar no tardaría en congelarse.

Miró hacia su casa, la hermosa casa que habían construido sus padres, diseñada por un arquitecto. La luz de la cocina, en el piso de arriba, estaba encendida; la lámpara de la mesa era de un diseñador cuyo nombre había olvidado. Daba una luz verdosa y fría, como un ojo maligno que vigilaba el mar. Los azulejos blancos parecían grises a la luz del amanecer. Su madre siempre había pensado que ésa era la casa más bonita de todo Vaxholm. Ella se había ofrecido a hacer todas las cortinas de las habitaciones cuando ellos se mudaron allí. Eleonor se había negado, cortésmente pero con firmeza.

Thomas entró en casa. Pasaba las páginas de las distintas secciones sin poder concentrarse, hasta que, como de costumbre, terminó en los anuncios de viviendas. «Piso de cuatro dormitorios en el centro de Vasastan, con estufa azulejada en todas las habitaciones». «Piso de un dormitorio en la Ciudad Vieja, ático con vigas a la vista, con vistas en tres direcciones»; «Casa de madera cerca de Malmköping, con electricidad y agua. ¡Ganga de otoño!».

Podía oír la voz de su mujer.

¡Iluso! Si dedicaras a la Bolsa la mitad del tiempo que dedicas a los anuncios de viviendas, ¡serías millonario!

Ella ya lo era.

Se sintió avergonzado. Su intención era buena. El amor de su mujer era firme como una roca. Él era el problema. No tenía carácter. Tal vez ella tuviera razón al pensar que él no había podido superar su éxito. Tal vez debería acudir a un psicólogo, después de todo.

Dobló el diario por los pliegues originales -a Eleonor no le gustaba leer periódicos usados- y lo dejó en la mesa auxiliar que se reservaba para el correo y las revistas. Luego volvió al dormitorio, se quitó la bata y se metió en la cama. Ella se movió dormida al sentir el cuerpo frío de su marido. Él la atrajo hacia sí y sopló sobre su cuello suave.

– Te quiero -susurró.

– Y yo a ti -respondió ella.

Carl Wennergren y Bertil Strand llegaron tarde al Frihamnen. Cuando aparcaban el Saab del fotógrafo, vieron que las ambulancias entraban en la zona acordonada. El reportero no pudo evitar soltar una enojada maldición. Bertil Strand siempre conducía con enorme cautela, nunca a más de cincuenta, incluso a veces a treinta, aunque no circulara ni un alma. El fotógrafo comprendió el reproche tácito y se molestó.

– Pareces una vieja -le dijo al periodista.

Los hombres se dirigieron hacia el cordón policial, y el espacio que quedaba entre ellos marcaba su distanciamiento afectivo. Cuando las luces azules y los movimientos de la policía resultaron claramente visibles, la desconfianza mutua se desvaneció y los acontecimientos ocuparon su lugar.

Los polis trabajaban deprisa hoy. Probablemente, la tormenta les había disparado la adrenalina. La zona acordonada era muy amplia, desde la valla del lado izquierdo hasta el edificio de oficinas en el extremo derecho. Bertil Strand evaluó la situación: un lugar estupendo, casi en el centro de la ciudad y sin embargo totalmente separado. Buena luz, clara pero cálida. Sombras mágicas.

Carl Wennergren se abrochó el chubasquero. Mierda, hacía frío.

Apenas veían a las víctimas, con tantos trastos, policías y ambulancias por el medio. El reportero dio zapatazos en el suelo para calentarse los pies, encogió los hombros hasta las orejas y se metió las manos en los bolsillos. Odiaba trabajar a esa hora de la mañana. El fotógrafo sacó una cámara y un teleobjetivo de la mochila y se deslizó siguiendo el precinto policial. Consiguió hacer unas buenas fotos en el extremo izquierdo del fondo: policías uniformados de perfil, oscuros cadáveres, técnicos de paisano con gorra.

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