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Liza Marklund: Paraíso

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Liza Marklund Paraíso

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Un huracán barre el sur de Suecia sembrando el caos a su paso. Dos hombres yacen muertos en el puerto de Estocolmo, con sendos disparos a bocajarro en la cabeza. Una muchacha trata de salvar su vida. Encuentra refugio en Paradise, una fundación dedicada a las personas cuyas vidas están en peligro. Annika Bengtzon, redactora de un periódico, está tratando de reconstruir su vida tras la violenta muerte de su prometido. Cubrir la historia de Paradise es la oportunidad que necesita para volver a encaminar su vida personal y profesional. Pero, como está a punto de descubrir, ni Paradise ni la muchacha, Aida, son lo que aparentan. La búsqueda de Annika de la verdad la obligará a ella misma y a Aida a enfrentarse a sus turbulentos pasados, y al final Annika se verá ante la decisión más difícil de su vida.

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– ¡He terminado! -le gritó al reportero.

Carl Wennergren tenía la nariz colorada y de la punta le colgaba moco transparente.

– Qué sitio más asqueroso para morir -dijo cuando volvió el fotógrafo.

– Será mejor que nos demos prisa si queremos llegar a las primeras ediciones -dijo Strand.

– Pero yo no he terminado -replicó Wennergren-. De hecho, ni siquiera he empezado.

– Tendrás que hacer las llamadas desde el coche. O desde la redacción. Apresúrate y empápate del ambiente para adornar un poco la noticia.

El fotógrafo se dirigió al coche, con la mochila dándole botes en la espalda. El reportero lo siguió. Volvieron a la oficina en silencio.

Anders Schyman cerró el listado de noticias por cable de la agencia TT; aquello era adictivo. Se podía configurar el ordenador de modo tal que los cables llegaran ordenados temáticamente: nacionales, internacionales, deportes, artículos de fondo, pero él prefería tenerlos todos en el mismo archivo. Quería saberlo todo de golpe.

Caminó de un lado a otro por su estrecho despacho tipo acuario, moviendo un poco los hombros. Se sentó en el sofá y cogió el periódico del día, la edición extra dedicada al huracán. Cabeceó, satisfecho consigo mismo: su plan había salido bien. Las diferentes secciones habían cooperado exactamente como él había sugerido. Jansson le había contado que Annika Bengtzon se había encargado de llevar la coordinación; había funcionado muy bien.

Annika Bengtzon, pensó y suspiró.

La joven redactora estaba, por una lamentable casualidad, estrechamente ligada a su posición en el periódico. Annika y él llegaron a la redacción con pocas semanas de diferencia. Su primera batalla con los demás editores sénior la tuvo que librar precisamente por ella. Se trataba de un contrato a largo plazo en la sección de noticias, para el cual a él le parecía que ella era la candidata idónea. Cierto, era demasiado joven, inmadura, impulsiva e inexperta, pero él intuía que tenía unas cualidades muy por encima de la media. Le quedaba mucho por aprender, pero poseía una gran conciencia ética y una innegable pasión por la justicia. Era eficiente y creativa. Además, tenía la fuerza de una apisonadora, una gran ventaja para el reportero de un periódico sensacionalista. Si no podía rodear un obstáculo, pasaba por encima; nunca se daba por vencida.

El resto de la dirección, con excepción del redactor de noche, Jansson, no compartía su opinión. Ellos querían contratar para ese puesto a Carl Wennergren, hijo de uno de los miembros de la junta directiva del diario, un muchacho guapo y rico, con una moralidad que dejaba profundas dudas. No parecían importarle ni la verdad ni la protección de las fuentes. Por razones que a Schyman se le escapaban, los demás redactores sénior consideraban respetable ese proceder o, al menos, no les parecía objeto de controversia.

La dirección del periódico Kvällspressen estaba compuesta exclusivamente por hombres blancos, heterosexuales, de mediana edad, con coche e ingresos estables; sobre ellos y para ellos se levantaban tanto la sociedad como el periódico. Anders Schyman sospechaba que a esos hombres Carl Wennergren les recordaba a sí mismos cuando eran jóvenes, o quizá personificaba la ilusión de su propia juventud.

Finalmente, había encontrado para Annika un puesto -que ella aceptó-, que cubría una baja de maternidad, de subredactora en el equipo nocturno de Jansson. No obstante, tuvo que pelear bastante con la dirección antes de que ésta aceptara su voluntad. Annika Bengtzon se convirtió en el asunto que tuvo que forzar para demostrar su empuje. Terminó en desastre.

Unos días después de que el nombramiento se hiciera público, la muchacha fue y mató a su novio. Le había golpeado con un tubo de hierro y, como consecuencia de ello, él cayó en un horno abandonado en una fábrica de Hälleforsnäs. Los primeros rumores que llegaron al periódico hablaban de defensa propia, pero Schyman aún recordaba la sensación que tuvo cuando se enteró de la noticia: quería que se lo tragara la tierra. Y luego pensó: Siempre apuesto por el caballo equivocado. Por la tarde ella lo había llamado, taciturna, aún en estado de shock, confirmando que los rumores eran ciertos. La interrogaron y se le comunicó que era sospechosa de homicidio involuntario, pero no la detuvieron. Durante algunas semanas, hasta que finalizara la investigación policial, decidió vivir en una casa de campo en el bosque. Quiso saber si todavía se mantenía la oferta de trabajo en el Kvällspressen.

Schyman le dijo la verdad, que el puesto era suyo, a pesar de que había gente en el periódico que se había quejado. No era del agrado de los representantes sindicales. El homicidio involuntario implicaba algún tipo de accidente. Si la declaraban culpable de provocar un accidente en el que alguien había perdido la vida, era una desgracia, pero no constituía motivo de despido. Pero tenía que comprender que, si la condenaban a ir a la cárcel, sería difícil que le renovaran el contrato.

Al llegar a ese punto, ella empezó a llorar. Él había reprimido sus ganas de gritarle, de reprocharle su monumental torpeza y haberlo arrastrado con ella.

– No iré a la cárcel -susurró ella por el auricular-. Se trataba de mí o de él. Me habría matado si yo no le hubiera golpeado. El fiscal lo sabe.

Comenzó a trabajar con el equipo de noche, como estaba pensado, más pálida y delgada que nunca. A veces, ella hablaba con él, con Jansson, con Berit, Bild-Pelle y algunos otros, pero por lo general se mostraba reservada. Según Jansson, había hecho un trabajo increíblemente bueno esa noche: reescribiendo, añadiendo información, comprobando datos, redactando los pies de foto y las entradas de primera plana, sin mayores aspavientos. Los rumores se fueron acallando, mucho más deprisa de lo que él habría esperado. El periódico se ocupaba de crímenes y escándalos a diario; la capacidad de la gente para cotillear sobre una muerte trágica y miserable tenía sus límites.

El juzgado de Eskilstuna no dio mucha importancia al caso de la muerte del jugador de hockey y maltratador Sven Matsson, de Hälleforsnäs. Annika fue acusada de homicidio involuntario. La sentencia se dictó la semana previa al solsticio de verano del año anterior. Annika Bengtzon fue absuelta del cargo de homicidio involuntario, pero se la condenó por un cargo menor y quedó en libertad provisional, lo cual implicaba que durante un tiempo estaba obligada a asistir a una suerte de terapia que formaba parte de su compromiso para conservar la libertad, pero a los ojos de la justicia el asunto había quedado ya zanjado.

El jefe de redacción adjunto regresó a su escritorio y volvió a hacer clic en el listado de cables de la TT. Echó un rápido vistazo a las últimas adiciones. Empezaban a llegar los resultados deportivos del domingo; había crónicas de las continuadas consecuencias del huracán; un refrito de los cables del sábado. Volvió a suspirar: todo seguía rodando, nunca se detenía, y ahora habría otra reorganización.

Torstensson, el redactor jefe, quería introducir un nuevo nivel directivo con el fin de centralizar las decisiones. El modelo ya existía en el periódico más importante de la competencia y en muchos otros medios del país. Torstensson había decidido que ya era hora de hacer algo parecido en el Kvällspressen con el fin de «modernizar» la empresa. Anders Schyman se mostraba algo indeciso sobre este punto. Todos los indicios de un desastre inminente parecían concentrarse allí: la pésima situación económica, las tambaleantes tiradas, las malas decisiones, las caras largas de la junta directiva, la redacción que volvía a perder el rumbo ante cada nueva tormenta, mal dirigida y con un radar medio destruido. Lo cierto es que el Kvällspressen no sabía adónde se dirigía ni por qué. Él no había logrado transmitir una visión colectiva de sus límites, a pesar de todos esos grandilocuentes seminarios y conferencias sobre los objetivos y responsabilidades de los medios. Habían evitado los naufragios habituales desde su llegada al periódico, pero los trabajos de reparación de los daños anteriores iban despacio.

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