Liza Marklund - Paraíso

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Un huracán barre el sur de Suecia sembrando el caos a su paso. Dos hombres yacen muertos en el puerto de Estocolmo, con sendos disparos a bocajarro en la cabeza. Una muchacha trata de salvar su vida. Encuentra refugio en Paradise, una fundación dedicada a las personas cuyas vidas están en peligro.
Annika Bengtzon, redactora de un periódico, está tratando de reconstruir su vida tras la violenta muerte de su prometido. Cubrir la historia de Paradise es la oportunidad que necesita para volver a encaminar su vida personal y profesional. Pero, como está a punto de descubrir, ni Paradise ni la muchacha, Aida, son lo que aparentan. La búsqueda de Annika de la verdad la obligará a ella misma y a Aida a enfrentarse a sus turbulentos pasados, y al final Annika se verá ante la decisión más difícil de su vida.

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El frío la tenía paralizada, se había extendido por todo el cuerpo.

¡Dios!, ¿cómo pudo hacer algo tan descabellado? ¿Cómo pudo recomendar algo de lo que no tenía ni idea?

Entró en una cabina y se sentó en el inodoro, mareada y alicaída. ¿Acaso su idiotez no tenía límites?

Respiró, tratando de tranquilizarse.

¿Qué he hecho? Pero ¿qué otra elección tenía Aida Begovic? De no haber estado yo allí, Aida estaría muerta.

Annika se levantó, se dirigió al lavabo y bebió agua del grifo, fijándose en su rostro encendido.

Por otra parte, ¿cómo podía estar segura de ello? Quizá, también Aida era una mentirosa, una loca. A lo mejor le gustaba ir en bicicleta desde Huddinge al centro de Estocolmo hasta caer rendida, y no llevar dinero para volver luego a casa. A lo mejor el hombre guapo vestido de negro era su hermano, que venía a buscarla para llevarla a casa.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared de azulejos. Respiró profundamente varias veces.

Nadie lo sabría nunca. Nadie se enteraría de lo que había hecho. Aida tenía razón. No volverían a verse.

Si Paraíso realmente existía y funcionaba como decían, entonces desaparecería para siempre. Si no, moriría.

Había una manera de comprobar si Aida sabía de lo que hablaba.

Annika volvió a su mesa y marcó el número de Q.

– Esta noche realmente no tengo tiempo -le dijo su fuente policial.

– ¿Han encontrado el camión? -preguntó ella rápidamente.

Se hizo un largo silencio. Sorpresa.

– Sé que estáis buscando uno -dijo ella.

– ¿Cómo diablos sabes lo del camión? -preguntó-. Acabamos de enterarnos de que ha desaparecido, ni siquiera hemos tenido tiempo de dar la alarma.

Respiró aliviada: Aida no había mentido.

– Tengo mis fuentes -dijo ella.

– Cada día das más miedo -dijo Q. ¿Acaso era adivina?

No pudo evitar reírse, quizá demasiado alto.

– Hablo en serio -replicó Q.-. Esto no es un juego. Ten cuidado de con quién hablas de esto.

A Annika se le atragantó la risa.

– ¿A qué te refieres?

– Todos los que saben que el camión ha desaparecido están metidos en un buen lío, incluida tu fuente.

Ella cerró los ojos y tragó saliva.

– Lo sé.

– ¿Que sabes qué?

– ¿Qué sabe la policía?

Él suspiró quedamente.

– Que esto acaba de empezar -respondió.

– Va a haber más muertes -añadió Annika.

– Estamos intentando detenerlos, pero nos llevan mucha ventaja -explicó Q.

– ¿Qué puedo escribir?

– Lo del camión, o mejor dicho, lo del tráiler, lo podemos soltar. Escribe que sabemos que ha desaparecido con un cargamento de cigarrillos de valor desconocido.

– Cincuenta millones -dijo Annika.

Ella le oía respirar al otro extremo del teléfono.

– Sabes más que yo, pero te creo.

– ¿Quiénes eran los hombres? -preguntó Annika.

– Aún no lo sabemos.

– Mi fuente dice que no eran importantes. ¿A qué crees que se refería ella?

Un momento de silencio.

– ¿De modo que tu fuente de información es una mujer? Sabes que la estamos buscando, ¿verdad? Ella pudo haber sido una tercera víctima. Hemos encontrado sangre en el muelle, junto al lugar del homicidio.

Silencio.

– Bengtzon, ten cuidado.

Y colgó.

Ella se quedó con el auricular en la mano, escuchando la señal durante unos segundos. La invadió una abstracta sensación de malestar.

– ¿De qué iba todo eso? -preguntó Jansson.

– Comprobaba una pista -contestó cuando se dirigía al departamento de sucesos.

Sjölander hablaba por teléfono en murmullos y levantó la vista, irritado. Se sentó en el borde de su escritorio, igual que hacía él en el de ella.

– Dos asesinatos en el Frihamnen. Habrá más fascículos. Ha desaparecido un cargamento de cigarrillos de contrabando y la policía espera más homicidios.

El jefe de la sección de sucesos asintió apreciativamente.

– Buen material. ¿Quieres escribirlo tú?

– Mejor no -dijo ella-. Pero es correcto, lo he comprobado a través de dos fuentes. Una de ellas es la policía.

– Envíame un correo electrónico con lo que tienes -le pidió.

– ¿Y qué tal una información detallada en torno a la mafia de los cigarrillos?

Pero él había vuelto a coger el teléfono, así que le dio el visto bueno levantando el pulgar de la otra mano.

Martes, 30 de octubre

Annika estaba completamente despierta y miraba al techo, tan agrietado y gris. Por la luz que entraba a través de la cortina blanca, se figuró que debía de ser la hora del almuerzo y que hacía un tiempo asqueroso. Sorprendentemente, se sentía descansada y no le dolía nada.

Se puso de lado, y la mirada recayó en la tarjeta que había dejado en la mesilla. El número de Rebecka. Tomó la decisión sin pensar; simplemente se sentó en la cama y marcó el número de manera impulsiva, por curiosidad.

Sonó. Tonos regulares; nada fuera de lo normal.

– Paraíso. -La voz era la de una mujer mayor.

– Hmm, soy Annika Bengtzon y me gustaría hablar con Rebecka.

– Un momento…

El teléfono chisporroteó con los habituales sonidos del silencio: golpeteo de tacones por el suelo, acercándose, el desagüe de un inodoro. Escuchaba con atención. De momento, los ruidos de la Fundación Paraíso parecían completamente normales.

– ¿Annika? ¡Me alegra oírla!

Una voz alta, un poco lánguida y ligeramente fría.

Annika notó una familiar sensación de entusiasmo, casi se había olvidado de su ímpetu.

– Me gustaría volver a verla. ¿Cuándo le vendría bien? -preguntó.

– Esta semana va a ser difícil, tenemos varios clientes nuevos de camino. Y la semana siguiente parece que también estaremos muy ocupados.

¡Qué desilusión! Mierda…

– ¿Para qué nos ha llamado si no tiene tiempo de hablar con nosotros? -saltó Annika, molesta.

Otra vez silencio, crepitante.

– Estaré encantada de volver a verla cuando tenga tiempo -dijo Rebecka con voz displicente, fría, neutral.

– ¿Y cuándo se supone que será eso?

– Tengo una reunión en Estocolmo, a las dos. Podríamos vernos justo antes. Es el único hueco que puedo hacerle.

Annika miró su reloj despertador.

– ¿Ahora? ¿Hoy?

– Si le viene bien…

Annika volvió a echarse con el auricular en la oreja.

– Por supuesto -dijo ella.

Una vez que hubieron colgado, Annika se quedó un rato más en la cama, tranquila. Por un instante, una luz resplandeciente volvió a inundar la habitación. Luego, echó a un lado la ropa de la cama, se puso el pantalón del chándal y la sudadera y bajó corriendo a la ducha del edificio, que estaba al otro lado del patio, con jabón y champú. El agua le parecía cálida y estimulante; se lavó el pelo y se secó lentamente. Había vuelto la luz.

Subió corriendo las escaleras, preparó café y tomó yogur. Luego se cepilló los dientes en el fregadero. Secó un poco de agua que había derramado en el suelo.

Entraba una corriente de aire frío por la ventana rota de la sala de estar. Recogió el yeso y los trozos de cristal, y luego buscó una bolsa de papel del cutre supermercado ICA que pegó con cinta sobre el agujero que había en el cristal.

Pronto, pronto sabré cómo funciona Paraíso.

Pronto estaré con la abuela en Lyckebo.

Rebecka vestía la misma ropa que la vez anterior: lino o algún tipo de algodón. El pelo hacia atrás, rubio, la boca ligeramente tensa.

Evita Perón ayudando a los pobres y desamparados. No llores por mí, Argentina.

– Tengo un poco de prisa -dijo la mujer-, así que acabemos cuanto antes.

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