Nadie la seguía.
En cuanto Annika aparcó en el garaje del periódico, se quedó sentada durante varios minutos, inclinada sobre el volante y obligándose a respirar con normalidad.
Hacía mucho tiempo que no pasaba tanto miedo.
Hacía más de dos años.
El hombre vestido de negro rompió con un leve movimiento de la mano la puerta de la habitación del pasillo del hotel de la conferencia en las afueras de la ciudad. Por el olor que había en el interior sabía que estaba en el sitio correcto. Apestaba a mierda y miedo. La oscuridad quedaba interrumpida por la luz de una farola de la calle que dejaba cuñas de blancura en el techo. Cerró la puerta a sus espaldas, haciendo apenas ruido. Entró en la habitación, dirigiéndose a la cama. Encendió la luz. Vacía.
La ropa de cama estaba revuelta, y en la mesilla de la derecha había un rollo de papel higiénico; pero por lo demás el dormitorio estaba en orden.
Una oleada de ira se apoderó de él, y sintió que se quedaba sin fuerzas. Se sentó en la cama, poniendo la mano en un montón de pañuelos de papel usados. En el suelo, junto a su pie, descubrió una pequeña caja de cartón. La cogió y leyó el envase.
Era una caja vacía de antibióticos; el texto estaba en serbocroata.
Tiene que haber sido ella, tiene que haber estado aquí.
Se levantó y dio tres patadas al cabecero de la cama, hasta que se rompió.
Puta. Te encontraré.
Examinó toda la habitación, centímetro a centímetro, cajón por cajón; comprobando las papeleras, los armarios, retirando el escritorio y el colchón.
Nada.
Luego sacó un cuchillo y empezó a destrozar sistemáticamente la ropa de cama, el edredón, las almohadas, el somier, el cojín de la silla y la cortina de la ducha, a punto de explotar por la tensión que tenía dentro.
Se sentó en el borde de la bañera, apoyando la cabeza contra la fría hoja de su cuchillo.
Ella había estado ahí, es decir, su fuente de información era de fiar. ¿Adónde demonios habría ido? Pronto sería el hazmerreír de todos, el tío que no fue capaz de pillar a una hija de puta. Tendría que haber entrado a la fuerza; maldita suerte la suya, con esos estúpidos clientes del hotel en el pasillo y la puta sueca.
Se incorporó.
¿De dónde había salido esa sueca? Nunca la había visto antes. Hablaba sin acento y debía de conocer a Aida. ¿De dónde? ¿Y qué estaba haciendo ella aquí? ¿Cómo se había involucrado en todo esto?
De pronto sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. El hombre se abrió la chaqueta y sacó el teléfono; de paso, acarició el arma.
– ¿Molim?
Buenas noticias, por fin buenas noticias.
Salió de la habitación y se escabulló del hotel, sin que nadie le viera.
Annika Bengtzon entró sin llamar primero y se desplomó en el viejo sofá de Schyman sin fijarse en el hedor.
– He conseguido una información de la que quiero hablar contigo lo antes posible -dijo-. ¿Tienes tiempo ahora?
Parecía cansada, casi enferma.
– No parece que tenga elección -contestó Anders Schyman irritado.
Ella tomó aire y lo soltó lentamente.
– Lo siento, estoy un poco alterada. Es que he estado en una maldita y desagradable…
Se quitó el abrigo con dificultad.
– Ayer por la tarde conocí a una mujer llamada Rebecka. Dirige una nueva organización, una fundación llamada Paraíso. Ayudan a gente que corre peligro a encontrar una nueva vida, sobre todo a mujeres y niños. Parece muy interesante.
– ¿Cómo les ayudan?
– Los borran completamente de todos los registros públicos. No quiso contarme exactamente cómo lo hacían hasta que yo le diera una señal clara de que lo íbamos a publicar.
Schyman la miró detenidamente. Estaba nerviosa.
– No podemos garantizar la publicación hasta saber de qué se trata, y lo sabes -dijo él-. Una actividad de esa clase hay que investigarla cuidadosamente antes de que podamos hacerla pública. Esa tal Rebecka puede ser cualquier cosa: una estafadora, una chantajista, una asesina… ¡vaya usted a saber!
Ella le miró durante un rato.
– ¿Crees que debería averiguarlo? Quiero decir, ¿crees que yo…?
Se calló y tragó saliva. Él se daba cuenta de lo que quería.
– Queda con ella otra vez y dile que nos interesa. Pero no quiero que este asunto te reste tiempo y energía de tu trabajo nocturno.
Ella se levantó del sofá y se sentó en una de las sillas que había junto al escritorio de Schyman.
– Deberías deshacerte de ese maldito sofá -le dijo-. ¿Por qué no le pides a alguien que se encargue de ello?
Ella dejó su cuaderno en el escritorio. Él dudó un momento, pero decidió ser sincero.
– Sé lo que quieres. Te gustaría que te librara del turno de noche y que te permitiera volver al reportaje. -Se echó hacia atrás en la silla y concluyó su idea-. Pero no es posible de momento.
– ¿Por qué no? -saltó ella enseguida-. Llevo un año y trescientos sesenta y tres días asignada al turno de noche. Pertenezco a la plantilla desde la sentencia del juicio. En mi opinión, ya he cumplido con mi parte. Quiero escribir. En serio.
La fatiga se apoderó de Schyman. Yo lo quiero. Voy a hacerlo. ¿Por qué no consigo…? Críos malcriados, eso es lo que eran, los doscientos y pico siempre querían salirse con la suya, como si sus artículos, sus metas laborales o su situación salarial fueran lo más importante del mundo. Él no podía recolocarla ahora, y menos en vista de la inminente reorganización.
– Escúchame -le respondió-. Ahora no es un buen momento. Confía en mí.
Annika le miró detenidamente durante unos segundos, luego asintió.
– Lo comprendo -dijo, y se marchó. Se levantó, cogiendo el bolso y el abrigo descuidadamente en los brazos.
Anders Schyman suspiró cuando la puerta se cerró detrás de ella.
El suelo recién encerado brillaba, las pantallas de los ordenadores parpadeaban en la habitación poco iluminada. Rostros azulados concentrados exclusivamente en la realidad virtual, zumbido de teclados, klicketi klack, klicketi klock. Los cursores se movían como flechas por las pantallas, los ratones de los ordenadores roían las palabras que aparecían: reescribiendo, borrando. Jansson hablaba por teléfono, fumando y aporreando el teclado, haciendo caso omiso de la zona reservada para fumadores. Ella dejó sus cosas en el suelo junto al escritorio y se dirigió al baño. Dejó correr el agua caliente sobre las muñecas, sintiéndose helada hasta los huesos.
Cerró los ojos y volvió a ver a aquel hombre frente a ella, el guapo vestido de negro con una mano en el bolsillo de la chaqueta. El asesino. No recordaba lo que ella había dicho, ni lo que él había dicho, sólo su torpe confusión y su miedo paralizante.
¿Por qué yo?, pensó. ¿Por qué estas cosas siempre me pasan a mí? Se secó las manos y miró su abatido rostro en el espejo.
La abuela, pensó. Mañana iré a ver a la abuela y podré dormir, descansar, vivir.
Sintió una ligera sensación de alivio, el cuerpo y las manos recuperaron el pulso. La presión en el pecho cedió un poco.
Paraíso, pensó, quizá debería seguir adelante con el artículo sobre la Fundación Paraíso después de todo. Puede que no pase todo el fin de semana en Lyckebo. Tal vez escriba un poco también.
Annika sonrió para sí misma. Los datos que tenía sobre la fundación quizá fueran cruciales. Ella los comprobaría, trabajaría en serio sobre ese asunto. Schyman sabría…
De pronto se quedó helada, constriñéndose el pecho otra vez.
¡Schyman! ¿Y si tenía razón? ¿Y si Rebecka era una farsante, una impostora, una delincuente? Se llevó una mano a la boca y dio un grito ahogado. ¡Oh, Dios mío, Aida de Bijelina! Ya la había dirigido a Paraíso.
Читать дальше