Liza Marklund - Paraíso

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Un huracán barre el sur de Suecia sembrando el caos a su paso. Dos hombres yacen muertos en el puerto de Estocolmo, con sendos disparos a bocajarro en la cabeza. Una muchacha trata de salvar su vida. Encuentra refugio en Paradise, una fundación dedicada a las personas cuyas vidas están en peligro.
Annika Bengtzon, redactora de un periódico, está tratando de reconstruir su vida tras la violenta muerte de su prometido. Cubrir la historia de Paradise es la oportunidad que necesita para volver a encaminar su vida personal y profesional. Pero, como está a punto de descubrir, ni Paradise ni la muchacha, Aida, son lo que aparentan. La búsqueda de Annika de la verdad la obligará a ella misma y a Aida a enfrentarse a sus turbulentos pasados, y al final Annika se verá ante la decisión más difícil de su vida.

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Thomas cogió la programación de TV que estaba de la mesa de centro y ojeó las páginas de las críticas de cine.

– ¿Y qué pasaría si nos quedáramos en casa este año? -preguntó él-. Podríamos hacer la cena de Navidad aquí, con tus padres y los míos.

Ella masticaba frenéticamente el sándwich de pan tostado y rico en fibra.

– ¿Y quién se va a ocupar de todo?

– Hay servicios de catering -dijo él.

Ella se quedó de pie junto al sofá, mirándole; tenía algunas migas del pan rico en fibra en las comisuras de los labios.

¿ Catering ? -dijo ella-. Tu madre hace siempre carne de cerdo en gelatina, la mía prepara su propia receta de salchichas con ajo, ¿y tú hablas de catering?

Él se puso de pie, repentinamente irritado.

– Olvídalo -le dijo, y pasó junto a ella sin mirarla.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó, dirigiéndose a su espalda-. ¡Ya nada es nunca lo bastante bueno! ¿Qué nos ocurre?

Él se detuvo a mitad de camino en la escalera y la miró. Tan hermosa. Tan cansada. Tan distante.

– Por supuesto, iremos a casa de tus padres -dijo él.

Ella se volvió, se sentó en un extremo del sofá y cambió de canal.

La visión de Thomas se volvió borrosa y la opresión de su pecho se intensificó.

– ¿Le importa que ventile la habitación? -preguntó Annika y se dirigió a la ventana.

– No -dijo la mujer entre dientes, y volvió a derrumbarse en la cama.

Annika se paró en seco, sintiéndose ridícula e insensible, y corrió de nuevo las cortinas. El cuarto estaba en penumbra, con una atmósfera gris e insalubre que olía a fiebre y flemas. En una esquina vislumbró un escritorio con una silla y una lámpara de mesa. Encendió la lámpara, acercó la silla a la cama y se quitó la chaqueta. La mujer parecía muy enferma. Necesitaba atención médica.

– ¿Qué le ha ocurrido? -preguntó Annika.

De repente, la mujer se puso a reír. Se acurrucó en posición fetal riendo de tal manera que empezó a llorar. Annika aguardó incómoda, con las manos juntas en el regazo, sin saber muy bien qué hacer.

Otra que acaba de salir del hospital, se dijo para sí.

La mujer por fin se tranquilizó y, respirando con dificultad, miró a Annika. Le brillaba la cara debido a las lágrimas y el sudor.

– Soy de Bijelina -dijo quedamente-. ¿Conoce Bijelina?

Annika negó con la cabeza.

– La guerra de Bosnia se inició allí -puntualizó la mujer.

Annika esperó en silencio a que continuara, expectante. Pero no siguió. La mujer cerró los ojos y su respiración se hizo más pesada. Parecía que se le iban las fuerzas.

La periodista se aclaró la garganta y observó a la mujer enferma en la cama, indecisa.

– ¿Quién es usted? -preguntó en voz alta.

La mujer se incorporó.

– Aida -dijo-. Me llamo Aida Begovic.

– ¿Qué hace aquí?

– Me persiguen.

Una vez más su respiración era superficial y rápida, y parecía al borde de perder la conciencia. Annika notó que su inquietud iba en aumento.

– ¿No hay nadie que pueda cuidar de usted?

No hubo respuesta. ¡Santo cielo!, ¿debería quizá llamar a una ambulancia?

Annika se acercó a la cama y se inclinó sobre la mujer.

– ¿Qué le ocurre? ¿Quiere que llame a alguien? ¿Dónde vive?, ¿de dónde viene?

La respuesta fue entrecortada.

– Fredriksberg, en Vaxholm. No puedo volver allí nunca más. Él me encontraría enseguida.

Annika fue a por su bolso, sacó el cuaderno y el bolígrafo, y escribió «Fredriksberg», «Vaxholm» y «perseguida».

– ¿Quién la encontraría enseguida?

– Un hombre.

– ¿Qué hombre? ¿Su marido?

Ella no respondió; jadeaba.

– ¿Qué quería decirme sobre Frihamnen?

– Yo estuve allí.

Annika observó a la mujer.

– ¿Qué está diciendo? ¿Vio los asesinatos?

De repente pareció recordar el artículo del periódico, al chófer del taxi que Sjölander había encontrado.

– ¡Era usted! -exclamó.

Aida Begovic, de Bijelina, pugnó por incorporarse en la cama, empujando las almohadas contra la cabecera y apoyándose en ellas.

– Yo también debería estar muerta, pero escapé.

La mujer tenía el rostro enrojecido y lleno de manchas y el cabello lacio por el sudor. Se le veía una herida grande en la frente y una mejilla magullada. Miró a Annika a los ojos, que eran un enorme precipicio oscuro y sin fondo. Annika volvió a sentarse; tenía la boca completamente seca.

– ¿Qué sucedió?

– Corrí y resbalé, intenté esconderme, había muchos trastos sobre una larga plataforma de carga. Luego corrí. Él me disparó y salté al agua. Estaba helada, por eso enfermé.

– ¿Quién disparó?

Ella cerró los ojos, parecía dudar.

– Saberlo puede resultar muy peligroso para usted -dijo-. Ya ha matado antes.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Annika.

Aida se rió fatigosamente, tocándose la frente.

– Digamos que lo conozco bien.

La historia de siempre, pensó Annika.

– ¿Quiénes eran los dos hombres asesinados?

Aida, de Bijelina, abrió bien los ojos.

– Ellos no son importantes -contestó.

La incertidumbre de Annika dio paso a un torrente de irritación.

– ¿Qué quiere decir con que no son importantes? -exclamó-. ¿Dos jóvenes asesinados de un tiro en la cabeza?

La mujer cruzó la mirada con Annika.

– ¿Sabe cuánta gente murió en Bosnia durante la guerra?

– Pero ahora no está allí. Ahora hablamos de algo que ha sucedido en el Frihamnen, Estocolmo.

– ¿Y piensa que por eso hay alguna diferencia?

Las dos mujeres se miraron en silencio. Aquellos ojos encendidos por la fiebre habían visto demasiado. Fue Annika la primera en desviar la mirada.

– Quizá no -dijo-. ¿Por qué los mataron?

– ¿Qué es lo que sabe? -preguntó Aida, de Bijelina.

– No mucho más de lo que ha salido en el periódico. Que los hombres probablemente fueran serbios, al menos tenían ropa serbia. No se encontraron documentos de identidad, ni huellas digitales. La Interpol ya se ha puesto en contacto con Belgrado. Y la policía la está investigando.

– ¿Me buscan? -La pregunta fue como un disparo.

Annika miró atentamente a la mujer.

– No lo sé -dijo finalmente-. Creo que sí. ¿Por qué no se pone usted misma en contacto con ellos y se lo pregunta?

La mujer la miró desde las brumas de su fiebre.

– No lo comprende. Ya conoce mi situación. No puedo hablar con la policía. Al menos no de momento. ¿Qué saben del asesino?

– El crimen organizado, según la policía.

– ¿Y el motivo?

– Algún tipo de ajuste de cuentas, como se decía en los periódicos. ¿Realmente sabe algo de todo este asunto?

Aida Begovic, de Bijelina, cerró los ojos y descansó un rato.

– No le diga a nadie que ha hablado conmigo.

– No se preocupe -respondió Annika-. Está protegida por el secreto profesional, que asegura la confidencialidad de las fuentes de información. Las autoridades no pueden tratar de averiguar quién es usted a través de mí. Va contra la ley sueca.

– No lo entiende, esto podría resultar muy peligroso para usted. No puede escribir sobre lo que yo le he contado: si lo hace, ellos se darán cuenta de que usted lo sabe.

Annika miró detenidamente a la mujer, vaciló, no respondió, no quería prometer nada. La mujer se apoyó nuevamente en las almohadas.

– ¿Ha estado allí? ¿Ha visto los camiones, junto al mar?

Annika asintió.

– Falta uno -dijo Aida de Bijelina-. Un camión lleno de cigarrillos, no sólo escondidos bajo el suelo, sino toda la carga. Cinco millones de cigarrillos. Cinco millones de coronas.

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