Liza Marklund - Paraíso

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Un huracán barre el sur de Suecia sembrando el caos a su paso. Dos hombres yacen muertos en el puerto de Estocolmo, con sendos disparos a bocajarro en la cabeza. Una muchacha trata de salvar su vida. Encuentra refugio en Paradise, una fundación dedicada a las personas cuyas vidas están en peligro.
Annika Bengtzon, redactora de un periódico, está tratando de reconstruir su vida tras la violenta muerte de su prometido. Cubrir la historia de Paradise es la oportunidad que necesita para volver a encaminar su vida personal y profesional. Pero, como está a punto de descubrir, ni Paradise ni la muchacha, Aida, son lo que aparentan. La búsqueda de Annika de la verdad la obligará a ella misma y a Aida a enfrentarse a sus turbulentos pasados, y al final Annika se verá ante la decisión más difícil de su vida.

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Annika se quedó sin respiración.

– Morirá más gente. El propietario de la carga no va a dejar escapar a los ladrones sin darles un escarmiento.

– ¿Es él quien la persigue?

La mujer asintió.

– ¿Por qué?

Cerró los ojos.

– Porque yo lo sé todo.

Se quedaron calladas por un momento, hasta que llamaron a la puerta. Aida de Bijelina estaba absolutamente pálida. Los golpes se repitieron. Una voz suave, oscura y masculina, preguntó casi en un susurro:

– ¿Aida?

– Es él -murmuró ella-. Nos va a matar a las dos.

Parecía a punto de desmayarse en cualquier momento.

Annika tuvo una repentina e intensa sensación de vértigo. Se puso de pie y la habitación empezó a dar vueltas. Se tambaleaba.

Otro golpe.

– ¿Aida?

– Vamos a morir -dijo la mujer con resignación.

Annika la vio agachar la cabeza y rezar.

No, pensó Annika. Aquí no; ahora no.

– Venga -susurró, sacando a la mujer de la cama y arrastrándola al cuarto de baño. Después le lanzó su ropa; se quitó su jersey y se lo puso contra el pecho mientras se dirigía a abrir la puerta.

– ¿Sí? -preguntó con aire sorprendido.

El hombre que tenía enfrente en la puerta era grande y guapo; vestía de negro y tenía una mano dentro de la chaqueta.

– ¿Dónde está Aida? -preguntó con un ligero acento.

– ¿Quién? -inquirió Annika con sorpresa en la voz, la boca seca y latiéndole la sangre en las sienes.

– Aida Begovic. Sé que está aquí.

Annika tragó saliva. Parpadeó hacia la lámpara de arriba y se puso el suéter bajo la barbilla.

– Debe de haberse equivocado de habitación -dijo Annika con voz entrecortada-. Ésta es mi habitación. Y, si no le importa, no me siento muy bien. En realidad ya me… había acostado.

El hombre dio un paso hacia delante y puso la mano izquierda en la puerta en un intento por mantenerla abierta. Inmediatamente, Annika puso un pie al otro lado de la puerta para impedir cualquier movimiento. En ese instante, se abrió la puerta de la habitación de al lado. Unos diez delegados, algo ebrios, del departamento IT de la compañía telefónica Telia salieron tambaleándose al pasillo.

El grandote de negro vaciló. Annika se obligó a llenar de aire los pulmones y, mientras intentaba frenéticamente cerrar la puerta, gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Váyase de aquí! ¡Lárguese!

Algunos de los asistentes a la conferencia se detuvieron y miraron a su alrededor.

– ¡Que se vaya! -volvió a gritar Annika-. ¡Socorro!, ¡quiere entrar en mi cuarto!

Dos de los hombres de Telia se envalentonaron y se volvieron hacia Annika.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó uno de ellos.

– Lo siento, encanto -dijo el hombre de negro y soltó la puerta-. Ya hablaremos luego.

Giró sobre sus talones y se alejó rápidamente hacia la entrada. Annika cerró la puerta, pero el terror que acababa de pasar le produjo náuseas.

¡Dios mío, Dios mío!, por favor, déjame vivir.

Le fallaban las piernas de tal manera que tuvo que sentarse en el suelo. Le temblaban las manos y pensó que iba a vomitar. La puerta del baño se abrió.

– ¿Se ha ido?

Annika asintió en silencio. Aida de Bijelina sollozó.

– Me ha salvado la vida, ¿cómo podré…?

– Tenemos que salir de aquí -dijo Annika-. Las dos, y a toda prisa.

Ella se levantó, apagó la lámpara de la mesa y comenzó a juntar sus cosas en la oscuridad.

– Espera -dijo Aida-. Será mejor esperar hasta que se haya ido.

– Estará esperándonos a ver qué hacemos -explicó Annika-. ¡Maldita sea!

Annika trataba de reprimir las lágrimas. La mujer se dirigió tambaleándose a la cama y se sentó.

– No -dijo-. Él cree que le han engañado. Pagó por la información, y ahora querrá comprobar si la fuente era fiable.

Annika inspiró profundamente tres veces. Tranquilízate, tranquilízate.

– ¿Cómo sabía que estaba usted aquí? -le preguntó-. ¿Se lo ha dicho a alguien?

– También me encontró ayer. Imaginó que no podría haber ido muy lejos. Tiene gente ahí fuera buscándome. ¿Podría comprobar si se ha ido?

Annika se secó los ojos y miró desde detrás de las cortinas. En el aparcamiento que había abajo, vio al hombre de negro junto a otros dos. Todos se metieron en el coche que estaba junto al suyo y se marcharon.

– Se han ido -dijo Annika, soltando las cortinas-. Venga, vámonos.

Volvió a encender la lámpara, se colocó la chaqueta, guardó el bolígrafo en su bolso y recogió del suelo su cuaderno de notas. Tenía la espalda empapada de sudor y las manos frías.

– No -dijo Aida de Bijelina-. Yo me quedo. Él no volverá aquí.

Annika se enderezó, cada vez más acalorada.

– ¿Cómo puede estar tan segura? ¡Ese tipo es peligroso! La llevaré al aeropuerto o a la estación de trenes.

La mujer cerró los ojos.

– Ya lo ha visto -dijo-. Sabe que busca a Aida Begovic. Aquí no me matará, al menos esta noche no. Nunca se arriesga a que lo detengan. Me encontrará mañana. O al día siguiente.

Annika volvió a derrumbarse en la silla; dejó el cuaderno sobre sus rodillas: era el mismo que había llevado con ella a otro hotel, también en las afueras.

– ¿Tiene algún lugar donde esconderse? -le preguntó.

Aida negó con la cabeza.

– ¿No hay nadie que pueda cuidar de usted?

– No me atrevo a ir a un hospital.

Annika tragó saliva, indecisa.

– Quizá haya una forma -dijo-. Tal vez haya alguien que podría ayudarte.

La mujer bosnia no respondió.

Annika repasó las hojas de su cuaderno, sin encontrar lo que buscaba.

– Hay una fundación que ayuda a gente como usted -dijo Annika mientras revolvía en su bolso. Ahí estaba, en el fondo-. Llama a este número esta misma noche.

Anotó el número protegido de Paraíso en un papel y lo dejó en la mesa de noche.

– ¿Qué tipo de fundación es ésta? -preguntó la mujer.

Annika se sentó junto a la enferma. Se echó el pelo hacia atrás, tratando de parecer tranquila y sosegada.

– No sé exactamente cómo funciona, pero es muy posible que esta gente pueda ayudarte. Ellos hacen que la gente desaparezca del sistema.

Los ojos de la mujer brillaron con incredulidad.

– ¿Qué quiere decir con que hacen que la gente desaparezca?

Annika intentó sonreír.

– No lo sé, en realidad. Llámelos esta misma noche y pregunte por Rebecka. Dígales que llama de mi parte.

Se puso de pie.

– Espere -dijo Aida-. Quiero darle las gracias.

Con esfuerzo, sacó una gran maleta que se encontraba debajo de la cama. Rectangular, con asa y correas para el hombro, y contaba con una gran cerradura de metal que se abría con llave.

– Me gustaría que se quedara con esto -dijo Aida de Bijelina, entregando a Annika un grueso collar de oro con dos colgantes.

Annika retrocedió, sudando con la chaqueta, queriendo marcharse.

– No puedo aceptar un regalo así -afirmó.

Aida sonrió por primera vez, con tristeza.

– No volveremos a vernos -replicó la mujer-. Me sentiré dolida si no acepta mi regalo -le dijo.

Indecisa, Annika cogió el collar, pesado y macizo.

– Gracias -murmuró, y lo guardó en el bolso-. Buena suerte.

Giró y huyó de aquella mujer enferma, sentada en la cama que se aferraba a su enorme bolsa con los brazos.

El aparcamiento estaba vacío. Annika se apresuró a cruzar el asfalto, haciendo un ruido seco con los tacones, con paso inseguro y vacilante. Lanzó rápidas miradas por encima del hombro, nadie la vio subir al coche del periódico. Salió a la autopista, miró por el espejo retrovisor; tomó la primera salida, paró detrás de una gasolinera, esperó, miró a su alrededor, luego, despacio, volvió hacia el centro de Estocolmo, dando rodeos.

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