Volvió a guardar sus cosas en el bolso, se inclinó hacia atrás en el asiento y se abandonó al sueño. Dodonc-dodonc, dodonc-dodonc.
Los sonidos son siempre los mismos, pensó Anders Schyman. Sillas que se corren, alguien que habla sin parar por la radio, la CNN con el volumen bajo, susurros de papeles, una cacofonía de voces masculinas elevándose y descendiendo, frases cortas y enérgicas. Risas, siempre risas, en fuertes y rápidas carcajadas.
Los olores: el omnipresente aroma del café, un tufillo a sudor de pies, loción para después del afeitado. El persistente rastro del tabaco en el aliento de alguien. Testosterona.
Los jefes de sección se reunían cada martes y viernes por la tarde para evaluar el crecimiento de las inversiones y las estrategias a largo plazo. Eran todos hombres, superaban los cuarenta años, todos tenían un coche de empresa y llevaban idénticas chaquetas de fieltro azul marino. Él sabía que los llamaban «la Panda del Fieltro».
Siempre se reunían en la encantadora oficina que hacía chaflán de Torstensson, el jefe de redacción, desde la que se podía ver la Embajada rusa. Nunca dejaban de llevar pan de Viena y bizcochos. Jansson llegaba el último, siempre lo hacía. Siempre derramaba café en la alfombra y nunca pedía perdón ni lo secaba. Schyman respiró.
– Bueno, quizá deberíamos… -dijo Torstensson sin saber dónde mirar. Nadie parecía reparar en él. Jansson entró tambaleándose, adormilado, con el cabello revuelto y un cigarrillo en la comisura de los labios.
– Aquí no se fuma -dijo el jefe de redacción.
Jannson derramó café en la alfombra, dio un profundo resoplido y fue a sentarse a la parte más alejada de la oficina. Sjölander, el jefe de sucesos, hablaba por su móvil casi junto a él. Ingvar Johansson ojeaba un paquete de cables, Bild-Pelle estaba de pie riendo por algo que había dicho el jefe de espectáculos.
– Vale -dijo Schyman-. Siéntense, a ver si podemos terminar cuanto antes.
Los rumores se apaciguaron; alguien apagó la radio. Sjölander terminó con su llamada, Jansson tomó un bizcocho. Schyman permaneció de pie.
– En retrospectiva, consideramos que hicimos lo correcto al apostar por la cobertura del huracán -continuó diciendo Schyman mientras el resto tomaba asiento. Cogió el periódico del sábado en una mano y agitó con la otra los de la competencia.
– Fuimos los mejores, de principio a fin, y lo merecemos. Hemos sido previsores y coordinamos nuestros recursos de una manera completamente nueva. Todas las redacciones y equipos de trabajo cooperaron entre sí, dándonos un ímpetu contra el que nadie puede competir.
Schyman dejó los periódicos. Nadie dijo nada. Todo aquello era más controvertido de lo que parecía. Todos aquellos hombres gobernaban su propio territorio, y ninguno quería delegar poder e influencia en otro. Por eso, en situaciones extremas, podía ocurrir que los jefes de redacción ocultaran información para ser los primeros en dar una noticia con su propio equipo o para su propia edición. Si colaboraban entre las diferentes secciones, perdían terreno en la parte superior de la jerarquía, para descender al nivel de jefes de redacción adjuntos, lo cual parecía que era la intención del jefe de redacción general.
Schyman volvió a revisar los periódicos y se sentó.
– La noticia sobre el chico discapacitado también parece haber tenido un gran impacto. Al parecer, el ayuntamiento va a revisar su decisión y le va a dar la ayuda a la que tiene derecho.
El silencio era absoluto. Sólo la CNN y el sistema de ventilación continuaban como si nada. Anders Schyman sabía que a los otros no les gustaba que se trataran viejos asuntos del periódico, que eso eran noticias de ayer. Su lema era: Hoy es otro día, hay que seguir adelante. El jefe de redacción parecía estar en desacuerdo. Él entendía que había que aprender de los errores de ayer para evitar los de mañana, una verdad tan evidente que no había que olvidarla.
– ¿Cómo van los preparativos del congreso de los socialdemócratas? -preguntó Schyman, mirando al responsable de política y sociedad.
– Con muchas ganas de empezar -dijo el tipo de la chaqueta de fieltro, inclinándose hacia delante con algunos papeles en la mano-. A Carl Wennergren le han dado un soplo sobre una de las ministras. Parece que se fue de compras con la tarjeta de crédito del gobierno, y compró pañales y chocolate.
Los hombres rieron entre dientes; a las señoras no se les daba bien el manejo del dinero, de eso no había duda. ¡Pañales! ¡Y chocolate!
Schyman miró imperturbable al otro hombre.
– ¿De veras? -dijo-. ¿Y cuál es la primicia?
Las risas se apagaron. El señor Chaqueta de Fieltro sonrió sin comprender.
– A título personal -dijo-, compró cosas personales con la tarjeta del gobierno; o sea, que utilizó dinero público en algo de uso privado. -Todos asintieron en señal de aprobación. ¡Ésa era la primicia!
– Vale -dijo Schyman-. Lo investigaremos. ¿De dónde vino el soplo?
Un agitado murmullo inundó la sala; esas cosas no se discutían. Schyman suspiró.
– Por el amor de Dios -dijo-. Es evidente que alguien intenta tenderle una trampa. Averiguad de quién se trata. Puede que ésa sea la verdadera primicia, la lucha por el poder en el grupo de la socialdemocracia. El daño que están dispuestos a hacerse unos a otros antes de que empiece el congreso. ¿Alguna otra cosa? ¿Qué pasa con los miembros del Riksdag?
Continuaron pasando revista a las tareas que estaban en marcha: política, espectáculos, noticias internacionales y nacionales. El jefe del personal de redacción tomó nota e hizo comentarios, se establecieron políticas diferentes, se trazaron las líneas a seguir.
– ¿Y los «Chicos de la Pasta»?
El redactor de la sección de trabajo y finanzas sugirió con gran entusiasmo una nueva serie en la exploración de diferentes fondos monetarios: cuáles estaban en ascenso, cuáles habría que evitar, cuáles podían considerarse honestos y cuáles eran seguros a largo plazo. Titulares como «Sea un triunfador» siempre venden periódicos. Todos asintieron, nadie tenía reservas al respecto. Todos los miembros de la banda del Fieltro poseían una considerable cartera de opciones.
– ¿Y los de sucesos?
Sjölander se aclaró la garganta y se irguió. Casi se había quedado dormido en su silla.
– Bueno, tenemos el doble homicidio en el Frihamnen, y, según la policía, esto es sólo el principio. Como habrán visto en el diario de hoy, somos los únicos que salimos con la noticia del cargamento de cigarrillos desaparecidos. Cinco millones. Van a matarse unos a otros hasta que den con ese camión.
Todos asintieron en señal de aprobación. Buen material.
– Y tenemos también el asunto de la privatización del sector público -dijo el jefe de redacción; su voz parecía ahora más clara que la de los otros-. ¿Hay algún reportero trabajando en esto?
Schyman le ignoró.
– Annika Bengtzon tiene algo entre manos, aún no sé dónde nos llevará. Ella se ha puesto en contacto con una fundación algo oscura que hace cosas que los Servicios Sociales ya no están en condiciones de hacer: esconden a mujeres y niños cuya vida corre peligro.
La Panda del Fieltro se removió incómoda. ¿Y qué demonios es eso de «una fundación». Suena muy ambiguo.
– Annika Bengtzon es muy buena buscando y sacando a la luz información, pero está demasiado preocupada con temas de mujeres -dijo Sjölander.
Todos asintieron. Sí, sólo eran ganas de despotricar. Nada de interés periodístico, sin credibilidad, sólo eran historias trágicas y turbias.
– Aunque, claro, se entiende cuando recordamos de dónde viene -dijo Sjölander con una mueca. Los demás también sonrieron. Sí, exacto.
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