Benjamin Black - El lémur

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John Glass ha abandonado su carrera como periodista para escribir una biografía autorizada de su suegro, el magnate de la comunicación y antiguo agente de la CIA, Gran Bill Mulholland. Trabaja en un gran despacho en Manhattan y vuelve a casa (la mayoría de las noches) a los brazos de su rica y bella mujer…
Cuando decide contratar los servicios de un joven e insolente investigador, de asombroso parecido con un lémur, los turbios secretos de su familia política y, quizá, los suyos propios, amenazan con salir a la luz. Toda la cómoda existencia de Glass se tambalea, y acaba de derrumbarse con la muerte del Lémur: ¿quién lo mató?, ¿por qué?, ¿qué sabe?, ¿qué peligros acechan?

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Por la calle corrían juguetonas las rachas de viento. Un repartidor de DHL, que hablaba rápidamente consigo mismo, empujó una carretilla cargada por una puerta abierta. Un sin techo con pelos de rastafari y una sudadera de los St. Louis Cardinals discutía con un policía gordo. Junto a un desagüe, tres gorriones se peleaban por un trozo de bollo tan grande como ellos mismos. Glass sonrió para sus adentros. Nueva York.

– ¿Cómo se las va arreglando? -le preguntó, aunque no dejaba de extrañarle que hubiese ido a verle, pues no acertaba a imaginar qué podría querer de él-. Tiene que ser muy duro.

– Oh, estoy bien, supongo que estoy bien -dijo ella. Se había ceñido la gabardina y se la apretaba contra el cuerpo; debía de haber sido de Riley. Tenía los pies torcidos hacia dentro, e iba con las piernas descubiertas, y un tanto moteadas por el frío-. Dylany yo no llevábamos mucho tiempo juntos. Sólo desde Navidad. Nos conocimos en una fiesta, en Wino's -le miró de reojo-. ¿Lo conoce, ha estado alguna vez en Wino's? Es un sitio que está muy bien -asintió, tragando saliva con dificultad-. A Dylan le gustaba -pareció que contenía con dificultad un sollozo. Glass confió en que no se echara a llorar.

– ¿Tiene usted familia en la ciudad, o amigos? -le preguntó.

– No. Soy de Des Moines. Des Moines, en Iowa -rió-. Capital mundial de las aseguradoras. Hay que verlo, qué edificios, todos ellos propiedad de una compañía de seguros. Joder…

Se desviaron para sortear una cagada de perro de tamaño descomunal -como mínimo, pensó Glass, de un gran danés- y llegaron a Madison Avenue. No había logrado aún acostumbrarse a las sorpresas que se llevaba cada vez que salía de una tranquila bocacalle a una de las grandes avenidas, repletas de viandantes que iban de compras con los ojos despavoridos, de manadas de taxis, de coches de policía con la sirena a todo volumen.

– Usted le caía bien, no sé si lo sabe -dijo Terri Taylor-. Me refiero a Dylan. Le tenía mucho aprecio.

– ¿En serio? -dijo Glass, e intentó no parecer incrédulo.

– Me dijo que usted era uno de sus héroes. Tenía recortados muchos artículos de prensa que usted había escrito; tenía un archivador entero. Estaba muy emocionado cuando le propuso que trabajase para usted… Estaba como un niño con zapatos nuevos. John Glass, decía continuamente. ¡Imagínatelo, John Glass!

– Me alegra saberlo -¿realmente le alegraba? En su fuero interno distaba mucho de estar seguro-. Me halaga.

– Él era así. Era un entusiasta, señor Glass. Un auténtico entusiasta.

Glass estaba acordándose del Lémur, y lo vio despatarrado en el sillón de cuero de su despacho, aquel día, en la planta 39 del edificio, y lo oyó reír por lo bajo, moviendo las mandíbulas como si masticase un chicle imaginario y estirándose el tiro de los vaqueros caídos. Las mujeres ven en sus parejas a un hombre que nadie más acierta a ver.

– ¿Tiene alguna idea de quién… de quién podría…?

Ella negó con un gesto vehemente, comprimiendo tanto los labios que se le pusieron blancos.

– Es una locura -dijo-. Una locura. ¿Quién puede haber querido hacer una cosa tan terrible? Él no había hecho ningún daño a nadie. No era más que un niño grande, sólo se dedicaba a sus juegos de ordenador, a navegar por internet, a recoger información -rió-. ¿Sabe una cosa? Mi abuelo aún guarda los cromos de jugadores de béisbol que coleccionaba cuando era pequeño. Los tiene todos guardados en una caja de zapatos, debajo de la cama. Se los enseña a todo el que desee verlos y charlar un rato con él. ¡Cromos de jugadores de béisbol! Yo tiré mis muñecas Barbie a la basura cuando tenía diez años.

Glass vaciló.

– ¿Tiene usted alguna idea -se aventuró a decir, como si la acera que pisaba de pronto estuviese tapizada de cascaras de huevos- de qué tipo de cosas había averiguado Dylan acerca de mi?

Habían llegado a la esquina de la Calle 45. Una mujer de corta estatura, con un inmenso abrigo de pieles y un dachshund sujeto por una correa tachonada de brillantes echó a caminar pese a estar el semáforo en rojo, y un taxi frenó bruscamente, con un chirrido; el taxista, otro rastafari -con gruesas trenzas-, alzó las manos soltando el volante y echó la cabeza hacia atrás riendo de manera furiosa, con los dientes relucientes. Terri Taylor sonrió al presenciar la escena.

– ¿Cómo? -dijo volviéndose a Glass. Se puso verde el semáforo y echaron a caminar.

– Él sólo me llamó por teléfono, dese cuenta -dijo Glass-. Por lo visto, había dado con algo, no sé de qué puede tratarse, aunque a él le pareció, creo yo, algo… significativo.

– ¿Y de qué puede tratarse?

– Ésa es la cuestión. No lo sé.

Ella pareció meditar. Pasaban por delante de una librería, y en el interior un hombre se volvió hacia la joven que le acompañaba y señaló a Glass y le dijo algo, y la joven miró a Glass quizás con interés, pero sin modificar su expresión. Aún había gente que lo recordaba de aquellos tiempos, ya tan lejanos, en que tuvo una fama fugaz y, si acaso, moderada.

– Yo pensaba -dijo Terri Taylor- que usted lo había contratado para que realizara una investigación acerca de su suegro, no acerca de usted. ¿O no fue así? -estaba perpleja. No acertaba a entender qué le estaba preguntando él.

– Sí, así fue -dijo Glass-. O más o menos fue así. No cerramos un acuerdo formal.

– Bueno, pues él estaba trabajando sobre el señor Mulholland, eso sí lo sé, él me lo dijo.

– ¿Y qué fue lo que le dijo?

Terri Taylor rió en tono lastimero.

– No dijo nada. Le gustaban los secretos, ¿sabe usted? Aunque… -hizo una pausa, y redujo la velocidad con que caminaba, y se miró los pies torcidos hacia dentro, los zapatos de terciopelo negro, rozados y desgastados-. Ahora que lo pienso, sí que dijo un nombre.

Glass aguardó con el corazón en vilo.

– ¿Sí? -dijo, tratando de mantener la voz bajo control.

– Era alguien con el que había trabajado el señor Mulholland. ¿Cómo era…? Mmm… -contrajo el rostro en el intento por recordar-. Era algo así como «varicoso», como cuando se dice que se tienen las venas varicosas. Era…

– Varriker -dijo Glass-. Charles Varriker.

– Eso es. Varriker. Un nombre gracioso. ¿Lo conoce usted?

– No -dijo Glass-. Ha muerto. Murió hace mucho tiempo.

12. La libra protestante

Nada más pudo facilitar Terri Taylor a John Glass, nada más allá del nombre de Charles Varriker, que aparecía una y otra vez, con interesante regularidad. Glass seguía sin saber por qué había acudido Terri a él. Era posible que, para ella, él fuese una de las piedras angulares de Dylan Riley, todas las cuales acaso se hubiera propuesto visitar antes de sentirse libre por completo para regresar a su casa, a Des Moines.

– Nueva York no es mi sitio -le había dicho, y había sonreído con pesar-. Tampoco creo que lo sea Des Moines, claro.

Parecía como si la muerte de Dylan Riley le hubiera causado más cansancio que tristeza. Era joven, la muerte resultaba algo aún excesivo para ella: algo demasiado extraordinario, demasiado desconcertante, demasiado irreal. Se la imaginó al cabo de diez años, casada con un ejecutivo de una compañía de seguros, viviendo con él y con un par de niños en una casita atildada, en una zona residencial de la periferia, donde comenzaban los campos de maíz y se extendían kilómetro tras kilómetro, formando olas relucientes, repasados por el viento, hasta llegar al horizonte de la llanura.

«Usted era uno de sus héroes», le había dicho refiriéndose a Riley. Y alguien le había pegado a Riley un balazo en el ojo.

Por la tarde fue caminando hasta el cruce de Lexington Avenue con la Quinta Avenida para tomar el Hampton Jitney. Una de las ventajas no por cierto menores de estar casado con una adinerada heredera consistía en que no tenía que hacer el equipaje cuando viajaba a la casa de Long Island, ya que en ella le estaba esperando todo cuanto pudiera necesitar, incluido el cepillo de dientes y el pijama y ropa limpia.

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