Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Yashim sonrió.

– Sí que lo hará pronto -dijo- si no conseguimos apagar esos fuegos.

– Es cierto -repuso Ibou con una débil sonrisa.

Yashim apoyó una mano contra la jamba de la puerta y descansó su peso contra ella, mirando fijamente al suelo. Pensaba en Ibou trabajando solo mientras los eunucos aullaban reclamando al sultán en el patio de la Valide. Pensaba en la puertecita trasera que él acababa de cruzar tan convenientemente, y en el grupo de hombres que había visto bajo el Árbol de los Jenízaros, fuera. La coordinación de los preparativos dejaba poco margen, ¿no? La sublevación en la ciudad y la persuasión del sultán. Los conspiradores necesitarían una manera de comunicarse…

Un intermediario. Alguien que pudiera llevar los rumores del cerrado mundo del harén a los hombres del exterior que amenazaban a la ciudad.

Sintió un gran peso en su garganta.

– ¿Qué fuegos, Ibou? -preguntó suavemente.

Yashim no quería ver la cara de Ibou. No quería enterarse de que tenía razón, de que Ibou era el eje sobre el que giraba todo el complot. Pero vio el esfuerzo de Ibou para responder sin tartamudear. A partir del simple hecho de que ningún archivero, encerrado dentro de las altas paredes de su archivo, podía haber visto u oído nada de los incendios que Yashim había visto encender sólo momentos antes de entrar en el semidesierto palacio.

Ibou ya sabía que tendrían lugar.

Con reticencia, sus ojos se desplazaron hacia arriba, a la cara del joven.

– No ha funcionado, Ibou. El eunuco en jefe está muerto. No hace falta que esperes a nadie más.

Miró más allá del archivero, a los montones de libros y la puerta. La lámpara ante él despedía destellos y brillaba. Yashim cerró los ojos y los volvió a abrir. La luz ardía con claridad.

Ibou se dio la vuelta y dejó cuidadosamente la lámpara sobre la mesa. Mantuvo sus dedos sobre la base, como si fuera una ofrenda, como si estuviera rezando, pensó Yashim. Ibou miraba fijamente hacia el pequeño anillo de llamas, y algo en la tristeza de su expresión le recordó a Yashim al hombre cuyo cadáver yacía abandonado en el patio barrido por la lluvia, afuera. Años atrás, el Kislar Agha debía de haber sido un hombre como Ibou. Flexible y esbelto. Encantador. El tiempo y la experiencia lo habían hecho gordo. Pero antaño había sido hermoso, también.

– No ha acabado todo, Ibou -dijo Yashim lentamente-. Tienes que decírselo. Detén lo que está pasando. La hora no ha llegado.

Ibou estaba respirando rápidamente. Las ventanillas de su nariz se abrieron. Muy suavemente, retiró los dedos de la lámpara, y después levantó una mano y se tiró del lóbulo de la oreja.

Yashim abrió los ojos como platos.

– ¿Darfur? -dijo.

– No hay nada allí. Chozas. Cocodrilos en el río. Pequeños cerdos salvajes en la carretera, perros. Me dijo que debía venir. Yo lo deseaba.

Yashim se mordió el labio.

– Tengo cuatro hermanos y seis hermanas -continuó Ibou-. ¿Qué otra cosa podía hacer? Nos mandaban un poco de dinero de vez en cuando. Cuando él se convirtió en jefe, envió a buscarme.

– Entiendo.

– Es el tío de mi madre -dijo Ibou. Yashim asintió con la cabeza-. Hermano de mi abuelo. Y yo deseaba venir. Incluso ante el cuchillo, estuve contento. No tenía miedo.

«No -pensó Yashim-, sobreviviste.» Bien fuera por la ira o la desesperación, una u otra ayudaban a sobrevivir. En su propio caso, la ira. ¿Y en el de Ibou? Un pueblo de barro y cocodrilos, el cuchillo esgrimido en el desierto, la promesa de una escapatoria.

– Escúchame, Ibou. Lo pasado, pasado. Ya no tienes protector, pero hablaré en tu favor. Pero debes venir conmigo ahora y decirles a los hombres de fuera que el juego se ha terminado. La hora ha pasado. Haz esto, Ibou, antes de que mueran muchas personas.

Ibou se estremeció y se pasó la mano por la cara.

– ¿Usted… usted me protegerá?

– Sí, si vienes conmigo ahora. Tiene que salir de ti. ¿Dónde están esperando… bajo el árbol?

– Junto al Árbol de los Jenízaros, en efecto -casi susurró Ibou.

«Tenemos que ir ahora -pensó Yashim-, antes de que tenga tiempo de asustarse. Antes de que sea demasiado tarde.»

Cogió a Ibou del brazo.

– Vamos -dijo.

Capítulo 123

Cuando llegaban a la Puerta Ortakapi, Yashim aminoró el paso.

– Ibou -dijo en voz baja-, aquí es hasta donde yo puedo llegar. Mi presencia sería contraproducente. Tú debes decirles que el Kislar Agha está muerto, y que el palacio está tranquilo. Sólo eso. ¿Comprendes?

Ibou le agarró del brazo.

– ¿Estará usted aquí?

Yashim vaciló.

– Tengo que encontrar al serasquier -dijo-. Aquí no hay peligro para ti. Esperan al mensajero. ¡Ahora, vamos!

Dio un golpecito a Ibou en el hombro, y observó cómo el joven cruzaba la puerta y se dirigía al grupo de hombres situados bajo las sombras más oscuras de los plátanos. Vio que los hombres se agitaban y volvían y, seguro de que Ibou retenía la atención del grupo, se deslizó a través de la puerta y se dirigió hacia el primer patio, pegándose a las sombras.

Capítulo 124

El cabo de artillería Genghis Yalmuk se metió un dedo bajo la correa de su mentón y lo deslizó de oreja a oreja para aliviar la presión. Había servido durante quince años en la Nueva Guardia, pasando de soldado raso al cuerpo de artillería cinco años antes, y su única queja en aquellos quince años había sido el tocado que se esperaba que llevaran los soldados: unos chacós ferenghi , con duras tiras de piel. Ahora mandaba un pelotón de diez cañones con sus dotaciones: cuarenta hombres, en total.

Paseó su mirada por el Hipódromo y dejó escapar un gruñido. En el pasado había avanzado a través de las arenas y el calor de Siria. Había estado en Armenia, donde los cosacos atravesaban las líneas de infantería y cargaban contra su reducto, con los sables centelleando bajo la luz del sol y los caballos soltando espumarajos por los ollares, al tiempo que su propio oficial amenazaba con disparar contra cualquier hombre que desertara de su puesto. La batalla, aprendió, eran días y horas de espera, de apartar los pensamientos, salpicados de breves, salvajes, enfrentamientos en los que no había tiempo para pensar. «Deja eso -le habían dicho una y otra vez- a los oficiales que están al mando.»

Bueno, él era uno de ellos ahora mismo, y aquel mandato contra pensar seguía vigente, por lo que pudo descubrir. Sus órdenes habían venido directamente del serasquier, que se había estado moviendo por las líneas como un hombre enloquecido, estableciendo la posición de los cañones, instruyendo a las tropas, fijando las elevaciones de las armas y exhortando a todos a la obediencia. Genghis no tenía nada contra eso, por supuesto, pero él era un hombre del viejo Estambul, no uno de sus reclutas anatolios, y le resultaba extraño encontrarse en su propia ciudad, bajo las armas y ocioso mientras el lugar ardía en llamas.

Le habría gustado que lo destacaran con el propio sultán Ahmet, o en la otra, no identificada, ubicación en un lugar más profundo de la ciudad, donde la tropa sin duda estaría atajando los incendios de frente, en vez de recibir instrucciones de arrastrar sus cañones por todas partes e impedir que las multitudes se acercaran a palacio. Pero el serasquier había sido muy preciso en sus instrucciones. Habían sincronizado sus relojes para la barrera de fuego que se iba a iniciar casi exactamente una hora más tarde. La barrera cuyo propósito Genghis Yalmuk ni cuestionaba, ni comprendía, pero que el serasquier había preparado personalmente, yendo de arma en arma con un fajo de coordenadas como si no se pudiera confiar en su cabo artillero para que las fijara por sí mismo.

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