Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Excusez-moi - dijo el rubio -. Mais… parlayvoo français ?

El serasquier giró en redondo como si le hubieran disparado.

– ¿Qué es esto? -susurró, lanzando una mirada de advertencia a Yashim.

Éste sonrió. El joven rubio estaba mirando por encima del serasquier, levantando una mano para saludar.

Je vous connais, m'sieur… Le conozco a usted, ¿no es verdad? Yo soy Compston y éste es Fizerley. Usted es el historiador, ¿no?

Había un matiz de desesperación en su voz que, pensó Yashim, no estaba fuera de lugar.

– Son funcionarios de la embajada británica -le dijo al serasquier-. Mucho más modernos de lo que parecen, imagino. Y eficientes, como dice usted.

– Los mataré -gruñó el serasquier.

Les apuntó con su arma y ellos se encogieron entre sus hombros.

– Yo que usted, no lo haría -dijo Yashim-. Su alba republicana podría convertirse en un crepúsculo si atrae usted a las cañoneras británicas a su puerta.

– No tiene importancia -dijo el serasquier. Había recuperado su compostura-. Dígales que se vayan.

Yashim abrió la boca para hablar, pero sus primeras palabras quedaron ahogadas por una amortiguada ex plosión que sonó como un trueno. El suelo tembló bajo sus pies.

Cuando el ruido de la explosión se desvanecía, el serasquier sacó de un tirón el reloj de su bolsillo y se mordió el labio.

«Demasiado pronto -pensó. Y luego-: No importa. Que empiece el fuego.» Y aguardó, mirando el reloj.

«Quince segundos. Veinte segundos. Que disparen los cañones.»

El sudor perlaba su frente.

Se oyó otra explosión, algo más débil que la anterior.

El serasquier levantó los ojos y lanzó una mirada de triunfo a Yashim.

Pero Yashim le había dado la espalda. Estaba sobre el tejado, las manos levantadas, mirando la ciudad mientras el viento agitaba su capa.

Un poco más lejos, el serasquier vio el estallido de luz, dibujando de golpe a Yashim en un brillante relieve contra el cielo. El serasquier oyó el retumbar de los cañones que siguió. Se produjo otro estallido de luz, como de una granada que explotara, y otro profundo retumbar, y el serasquier frunció el ceño. Sabía lo que le estaba desconcertando. El ruido y la luz no se producían en la correcta secuencia.

Debería haber oído rugir los cañones, y luego ver centellear la luz cuando las granadas llegaran a su blanco.

El serasquier saltó de la arcada y empezó a correr; sus pies no hacían el menor ruido sobre las gruesas planchas de plomo.

Yashim se lanzó en su persecución, pero el serasquier era demasiado rápido. En un instante había visto lo que esperaba ver, y, con brillante intuición militar, había captado exactamente lo que todo aquello significaba para él. Los cañones estaban castigando el extremo que no correspondía de la ciudad; las granadas estallaban muy lejos. No moderó el paso. Se encogió ligeramente cuando Yashim llegó a su altura, pero, un momento más tarde, había saltado sobre los canalones, y bajaba medio corriendo, medio deslizándose, por el tejado de plomo de la semicúpula de sostén.

Se movía con una velocidad terrible. Yashim se precipitó hacia el borde y empezó a descolgarse al tejado cónico, pero el serasquier ya se había esfumado. Entonces repentinamente reapareció, más abajo, dando grandes zancadas hacia el sur por un tejado resbaladizo.

Por un momento, la ciudad entera apareció extendida bajo sus pies. Volvió a ver la oscura masa del serrallo. Vio las luces parpadeando en el Bósforo. Vio a hombres y mujeres cruzando apresuradamente la plaza bajo él, y a lo lejos las llamaradas que se desprendían de las repentinas brechas que la artillería estaba practicando en su camino.

En cuanto a él, sólo había una dirección que podía tomar.

Durante muchos años después, un armenio contratista del ejército que se casó con una viuda rica que le dio seis hijos contaba la historia de cómo casi fue aplastado por un oficial que cayó del cielo sobre él.

– No era un soldado raso, de hecho -terminaba su historia, con una sonrisa-. Dios, en su Gracia, me mandó un general, y he estado tratando con ellos desde entonces.

Capítulo 128

– Necesito un acompañante, Palieski -estaba explicando Yashim-.Ya sabes, alguien que esté en buenas relaciones con el sultán. Él esperaría eso. Y vosotros dos sois muy amigotes, ¿no?

Era un sábado por la mañana. La lluvia que azotaba las ventanas de Yashim había estado cayendo sin cesar desde el alba, para alegría de la Nueva Guardia por extinguir los incendios de la ciudad. Con las brechas que sus cañones habían abierto durante la noche, el fuego había sido contenido en la zona portuaria, y aunque se decía que el daño había sido grave, no se acercaba a la magnitud del de 1807 o 1817, o de casi una docena de grandes incendios que habían estallado en aquel distrito durante el siglo anterior. Y el puerto, al fin y al cabo, no era el barrio más preciado de Estambul.

Palieski se tocó el bigote para disimular una sonrisa.

– Amigotes es la palabra adecuada, Yashim. Tengo muchas ganas de ofrecer al sultán una cosita que llegó para mí esta mañana, salvada por la providencia del incendio.

– Ah, la providencia.

– Sí. Dio la casualidad de que observé que las existencias estaban más bien bajando el jueves pasado, así que pedí que otro par de cajas salieran de la aduana inmediatamente. ¿Qué piensas?

– Sí, pienso que el sultán apreciará el gesto. No es que él lo beba, por supuesto.

– Por supuesto que no. No tiene burbujas, en primer lugar.

Se sonrieron.

– Siento lo del criminal de la noche pasada -dijo Palieski.

Yashim bostezó, moviendo negativamente la cabeza.

– No sé con qué lo golpeaste. Estaba suave como un cordero cuando volví. Preen y su amiga estaban de palique con él, no lo creerás. No es que él dijera mucho, naturalmente, pero parecía estar disfrutando de su compañía. Preen dijo que podía llevarle a un médico. Creo que lo que dijo fue un veterinario, pero ahí lo tienes. Parecía muy agradecido cuando se lo expliqué.

– ¿A base de gestos?

– De signos. Es un lenguaje que aprendí cuando estaba en la corte.

– Ya veo. -Palieski frunció el ceño-. Yo no lo golpeé, lo sabes.

– Lo sé. Me alegro. ¿Me llamarás?

Capítulo 129

Yashim durmió profundamente hasta la una, luego siguió durmiendo durante otra hora, deslizándose en, y saliendo de, unos sueños donde oía solamente voces que le hablaban en tonos que conocía y lenguas que no comprendía. En una ocasión vio al serasquier, hablando un perfecto francés con un ligero acento criollo, e hizo un esfuerzo por despertarse. ¿Era un sueño que el serasquier le hubiera hablado en el lenguaje de sus sueños? Un estado de la mente. La frase daba vueltas en su cabeza, y se incorporó, sintiéndose mareado.

Se levantó, dejando su capa sobre el diván. La habitación estaba caliente, la estufa estaba encendida: su patraña debía de haber entrado silenciosamente a encenderla mientras estaba dormido. Cogió la tetera y la puso a calentar. Tomó tres pellizcos de té negro y los dejó caer dentro. Encontró una sartén junto a la estufa con un poco de manti en su interior. Preen debía de haberse guisado la cena y comido con su amiga; y el sordomudo, también, quizás. Habían dejado algo para él.

La puso también sobre la estufa y observó cómo se fundía la mantequilla, después agitó la manti con una cuchara de madera. Pensó en hacer salsa de tomate y luego decidió que la manti ya estaba lista y que él tenía demasiada hambre, de modo que simplemente la vertió en el plato y molió unos pocos granos de pimienta negra sobre ella.

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