Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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No era excelente, tenía que admitirlo; ligeramente dura por los bordes, en realidad, pero maravillosamente buena. Sirvió el té y se lo bebió con azúcar, y se fumó un cigarrillo echándose para atrás en el diván mientras observaba las gotas de lluvia que brillaban en la celosía: había dejado de llover y un débil sol invernal estaba efectuando su última aparición antes de desvanecerse en la noche.

Palieski casi había tenido razón, pensó. Una fiesta peligrosa: siempre un invitado, nunca un protagonista. Obligado a estar en segundo plano, confuso e inerme, mientras la antigua y gran batalla se desencadenaba, una batalla que nunca se ganaría entre lo antiguo y lo nuevo, la reacción y la renovación, la memoria y la esperanza. Llegando demasiado tarde, cuando la manti de la noche anterior estaba ya endureciéndose por los bordes. Hasta que habló con el cabo de artillería, el cual hizo girar los cañones a tiempo.

Al cabo de un rato empezó a mirar alrededor de la habitación, sin moverse pero desplazando su mirada de un objeto al siguiente hasta ver lo que deseaba. Alargó el brazo y lo cogió, medio sonriendo: una pequeña daga de esmalte sin pomo, sólo su hermosamente esmaltado puño y vaina formando un único creciente, estrechándose hasta una fina punta. Sacó a medias la daga y admiró el brillo de su perfecto acero, luego la metió de nuevo, oyendo el pequeño clic cuando volvía a encajarse en la vaina.

Acero de Damasco, forjado en frío, el producto de una experiencia de mil años… y cuanto mejor trabajado estaba, menos se notaba el trabajo. No era así como se realizaban tales cosas hoy. Se preguntó si ella conocería la diferencia; no es que importara. Era una cosa hermosa y satisfactoria. Peligrosa, pero protectora también.

Quizás ella la miraría de vez en cuando, y allá en su blanco, norteño, mundo de hielo le traería algún recuerdo que la haría sonreír.

Durante varios minutos sopesó la daga en su palma, pensando en ello; y entonces frunció el ceño y la dejó a un lado suavemente; luego se levantó y se lavó en la palangana lo mejor que pudo.

Capítulo 130

– Tenemos órdenes de no admitir a nadie hasta que los disturbios hayan cesado -entonó el mayordomo, bloqueando con su ancho cuerpo la puerta de la embajada.

– Ya no hay disturbios -dijo Yashim.

El mayordomo simplemente apretó los labios. Yashim suspiró y alargó un paquetito.

– ¿Querría usted hacer llegar esto a Su Excelencia la Princesa?

El mayordomo bajó la mirada y aspiró por la nariz.

– ¿Y de quién diré que procede?

– Oh… diga sólo de un turco.

– ¡Yashim!

Eugenia estaba bajando lentamente por la escalera, una mano flotando junto a la barandilla y la otra en su mejilla.

– ¡Entra!

El mayordomo se apartó y Eugenia cogió las manos de Yashim entre las suyas y lo acompañó al sofá. El mayordomo revoloteaba sobre ella.

– Todo está bien -dijo Eugenia-. Somos amigos.

– De parte del caballero, Alteza.

El mayordomo le tendió el paquete de Yashim y retrocedió.

– Té para nuestro visitante, por favor -dijo Eugenia.

Cuando el mayordomo se hubo ido, ella dejó caer el paquete en su regazo, volvió a coger las manos de Yashim y lo miró fijamente a los ojos.

– Me parece… que nos vamos a casa. -Esbozó una repentina sonrisa y le apretó las manos-. Derentsov, mi marido, está furioso. Y asustado. Cree que lo han traicionado.

Yashim asintió lentamente.

– Tú sabes quién fue, ¿no es verdad? -Eugenia echó la cabeza hacia atrás y lo estudió con una lenta sonrisa-. Todos piensan que tú no tienes importancia. Pero eres inteligente.

Eugenia vio que él apartaba la mirada.

– ¿Quieres saberlo? -preguntó él, suavemente.

Ella movió la cabeza en un gesto negativo.

– Lo estropearía todo. Tengo un deber con mi marido, y hay algunos secretos que no puedo guardar. Estaba delirando esta mañana, diciendo que lo habían puesto en una situación comprometida. No tiene otra solución que dimitir. Está decidido a que regresemos a San Petersburgo, y a enfrentarse al zar.

– Y a los bailes, las cenas y a las damas con sus abanicos. Lo sé.

– Será duro.

– Pero tienes un deber con tu marido.

Ambos se rieron.

– ¿Qué es esto? -dijo ella, sopesando el paquete que tenía en la mano.

– Ábrelo, y mira.

Así lo hizo, y observó cómo él le mostraba el pequeño cierre que deslizaba la daga de su vaina.

– Me recuerda algo -dijo ella maliciosamente-. Y a alguien.

Sus ojos se encontraron y la mirada maliciosa desapareció.

– No creo que…

– ¿Nos volvamos a ver? No. Pero… siempre soñaré. Contigo.

– Si les contara a las damas de San Petersburgo… -No digas una palabra.

Eugenia movió negativamente su adorable cabeza. -No lo haré -dijo-. Nunca lo haría. Se inclinó hacia delante, torciendo la cabeza ligeramente a un lado de forma que un mechón de su negro cabello quedó balanceando. -Bésame -dijo ella. Y se besaron.

Ruso o no ruso, un mayordomo es un mayordomo. Es impasible. Es discreto.

Yashim se había ido ya antes de que él sirviera el té.

Capítulo 131

– De manera que parece que el serasquier tenía razón -dijo Mahmut II-. Menos mal que lo teníamos con nosotros en la ciudad. Pero qué terrible accidente, justo cuando todo iba a ir tan bien.

– Sí, sultán.

– Dicen que se cayó. Supongo que se encaramó a algún lugar para tener una vista mejor. Incendios que apagar, y todo eso, ¿eh?

– Sí, sultán.

– Le haremos un espléndido funeral, no se preocupe por eso. Ustedes dos se llevaban bastante bien, ¿no?

Yashim inclinó la cabeza.

– Algo nuevo, a él le hubiera gustado eso. Cureñas de artillería, quizás, y algunos pelotones disparando salvas sobre su tumba. Demostrando que el sultán no se olvida de sus amigos. Podríamos incluso ponerle su nombre a la torre contra incendios de Bayaceto. Un objeto muy feo, la verdad. La torre del Serasquier. Humm. El imperio honra a sus héroes, ¿sabe usted?

El sultán se hurgó la nariz.

– Nunca me gustó mucho. Eso es lo peor que puedo decir de él. Al menos conocía su deber.

Yashim mantenía sus ojos fijos en el suelo.

El sultán lo miró con el ceño fruncido.

– Mi madre dice que hizo usted mucho para prepararla para la dura prueba que tuvo que pasar anoche. A mí me parece que hizo usted muy poco.

Soltó un bufido. Yashim levantó los ojos y captó su mirada.

El sultán parpadeó y desvió la suya.

– Uf. Supongo que fue suficiente al fin y al cabo. Y, francamente, los eunucos están absolutamente tranquilos ahora. Usa a un eunuco para cazar a otro.

Cogió un pequeño cepillo y empezó a retorcerlo entre sus dedos.

– La cuestión es que necesito a alguien aquí, dado que el Kislar ya no está. Alguien que esté al tanto de todo, pero un poquito más joven.

Yashim se quedó helado. Era el segundo trabajo que le ofrecían en las últimas veinticuatro horas. ¿Los ojos y oídos de la nueva república? Ahora era el poder y la promesa de los ricos. El segundo empleo que no quería. Ojos y oídos. Ojos desorbitados sobresaliendo del cuerpo político. Oídos esforzándose por escuchar cualquier susurro en la puerta. Agarrados a la máscara del poder como los ojos y oídos de una gigantesca marioneta en la procesión de los gremios.

Empezó a decir que él no era joven. Que era blanco. Blancuzco, en todo caso… Pero el sultán no estaba escuchando.

– Hay un archivero -dijo-. Un hombre nuevo.

Concienzudo, buen aspecto; eso asustaría a algunos de los viejos, ¿no? No puedo reemplazarlos a todos. Y puedo estar pendiente de él, también. Me recuerda al Kislar cuando era joven, antes de que empezara a soltar toda esa tontería de la tradición y a asesinar a las chicas. Y no participó en toda la farsa, tampoco. Eso es lo que me gusta. Déle una levita y un bastón. Ése es mi hombre.

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