– No, Kislar, su turbante sí parece estar en regla. Pero usted parece que lleva mis joyas.
«Buen golpe», pensó Yashim, cerrando el puño. La Valide ciertamente sabía utilizar las palabras.
Las ventanillas de la nariz del eunuco en jefe se ensancharon, pero el hombre bajó la mirada rápidamente. Si aquel movimiento -hecho, como si dijéramos, bajo la influencia de una mujer más poderosa que él- le hizo fallar el golpe, o si fue lo inesperado de las observaciones de la Valide, Yashim no podía imaginarlo. Pero lo cierto es que el Kislar abrió la boca y la volvió a cerrar, como si se tratara de un discurso que no podía decir.
La voz de la Valide era seda pura.
– Y usted asesinó por ellas, también, ¿no es cierto, Kislar?
El eunuco levantó un dedo y apuntó con él a la Valide. Yashim vio que estaba temblando.
– Son… ¡gracias a mi poder! -chilló.
Estaba improvisando ahora, arrastrado a una discusión que no quería tener, y no podía ganar. Su poder, tal como lo llamaba él, se iba reduciendo a cada palabra que pronunciaba.
Con el rabillo del ojo, Yashim vio una forma blanca que se deslizaba pegada a la pared. Una figura femenina juvenil había saltado hacia delante, como un gato, y empezaba a correr hacia el eunuco en jefe.
Éste no la vio inmediatamente: la muchacha estaba tapada por su brazo estirado.
– ¡Trae al sultán o sufre las consecuencias! -gritaba el Kislar Agha.
Entonces su cabeza se volvió ligeramente, y en el mismo momento Yashim reconoció a la muchacha.
Era la que había robado el anillo de la gözde.
Yashim cerró los ojos. Y en aquel segundo vio otra vez la belleza de su inflexible rostro, cuando ella no había querido abrirle su mente.
Sólo ahora reconoció aquella expresión. Una máscara de pena.
Una esclava lanzó un jadeo a su lado y Yashim abrió los ojos. La muchacha se había abalanzado ahora sobre el enorme eunuco en jefe. Éste la apartó a un lado como si fuera una mosca. Pero en un momento la muchacha se puso otra vez de pie, y por primera vez Yashim vio que llevaba una daga en su mano, un largo y curvado acero como el aguijón de un escorpión. La esclava volvió a saltar, y esta vez fue como si ambos se abrazaran como amantes: la esbelta muchacha blanca y el enorme negro, que se tambaleaba mientras ella se aferraba a su cuerpo.
Pero la esclava no era un adversario para el Kislar. Las manos de éste le rodearon el cuello y con un tremendo impulso de sus brazos la apartó. Sus largos dedos se extendieron por su cuello como una mancha. Ella movía las piernas frenéticamente pero patinaba en el húmedo suelo de piedra. Alzó las manos para clavarlas en las del eunuco, pero la fuerza de éste era muy superior. Con un gruñido la arrojó a un lado. La muchacha se desplomó contra el suelo y se quedó inmóvil.
Nadie se movía. Incluso el pie de la Valide había dejado de dar golpecitos.
De repente una de las mujeres gritó y se llevó una mano a la boca. El Kislar Agha giró en redondo moviendo su cabeza de un lado a otro como si estuviera esperando otro ataque. Yashim vio que las mujeres se echaban para atrás.
El Kislar Agha abrió la boca para hablar.
Tosió.
Se llevó las manos al estómago.
Detrás de él los eunucos se agitaron. Su jefe empezó a volverse hacia ellos, y mientras se movía Yashim pudo ver con mucha claridad lo que había hecho gritar a las mujeres.
El enjoyado mango de una hoja circasiana.
El Kislar farfulló mientras se daba la vuelta, y entonces empezó a retorcerse hacia el suelo, su enorme torso hundiéndose lentamente a medida que giraba. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas, manteniendo aún el puño de la daga en su abdomen, mostrando la expresión de horrorizada sorpresa que se llevaría consigo a la tumba.
Yashim oyó el enorme ruido producido por el cuerpo del Kislar Agha cuando se desplomó en el suelo con la cabeza por delante.
Reinó un momentáneo silencio antes de que la corte estallara en un pandemónium. Los eunucos salieron en enjambre hacia las puertas, presos de un frenesí por escapar, cualquier cosa para poner una distancia entre ellos y su caído jefe. Los hombres trepaban y resbalaban uno encima de otro para llegar a las puertas, algunos corriendo hacia la Calle Dorada, otros deslizándose bajo la columnata donde Yashim ya no podía verlos. Sin duda aquellos alabarderos permanecerían inmóviles mientras docenas de hombres huían al refugio de sus cuarteles. Al día siguiente no se encontraría ni a uno solo, reflexionó Yashim, que admitiera haber estado allí aquella noche.
Se acusarían mutuamente, sin embargo.
Había uno, al menos, por el que él podría responder personalmente. Se sentía contento de que Ibou hubiera elegido el camino adecuado, quedándose en su mundo de mohosos textos y arruinados documentos.
Los eunucos casi habían despejado el patio, dejando joyas, babuchas e incluso sus bastones esparcidos por las baldosas. Algunos hombres habían tratado de contener la desbandada al producirse el primer pánico, arrastrando a la multitud, gritando palabras de ánimo: «¡Aún es la hora!» Pero los eunucos corrían como gallinas en un corral, y las palabras de aliento se esfumaron. Todo el mundo se había ido.
Sin embargo, las mujeres no se habían movido, aguardando la señal de su ama. El eunuco en jefe y la muchacha muerta yacían aún sobre las relucientes baldosas como piezas capturadas de un gigantesco juego de ajedrez… peón blanco sacrificado por la torre negra. Era un autosacrificio, sin embargo. Siempre había sido su anillo. Una prenda que ella le había pedido a su aman te que llevara, supuso Yashim. Había formas de amor dentro de aquellas paredes que no eran el amor de una mujer por un hombre… si es que la realización del acto podía ser considerada amor. ¿Qué les había dicho el camarero? Que ese anillo iba de un lado a otro, con su esotérico símbolo, su oculto significado. Estaba bastante claro, ahora. Un circuito interminable, serpiente que se come a serpiente. Frustración y excitación y placer en igual medida… y sin salida.
La Valide había bajado al patio, y las mujeres se congregaron en torno al cuerpo de la muchacha, levantándolo y trasladándolo bajo las columnatas.
Aun ahora, Yashim sintió una pizca de compasión por el hombre que había matado a la esclava y a la amante de ésta. Sólo unas horas antes, habían estado hablando juntos, exactamente donde él yacía ahora, y el Kislar le había hecho memoria a Yashim del asesinato del padre del sultán, Selim, mientras tocaba música en el ney para entretenimiento de las chicas de palacio. Estúpido viejo. Era su propio predecesor quien había llevado a cabo el asesinato. ¿Era ésta una de las tradiciones que estaba tratando de mantener: el asesinato de sultanes a manos de sus Kislar Aghas?
Pero ¿por qué cogió las joyas de la Valide? Quizás, de alguna estúpida manera, en su estrecha, taimada, supersticiosa y vieja mente, había llegado a asociar las joyas con el poder, y robarlas era como una especie de talismán, un amuleto, que le permitiría superar las mayores crisis. Tal vez nadie se enteraría nunca.
Las esclavas se habían marchado ya silenciosamente. Yashim las siguió, bajando por la escalera y cruzando la sala de guardia hasta el corredor.
Se detuvo ante la puerta del archivo. ¿Qué le contaría al joven?
Empujó la puerta y ésta se abrió. Ibou estaba de pie inmediatamente tras ella, sosteniendo una lámpara.
– ¿Qué ha pasado? Oí gritos.
Levantó la lámpara para iluminar el corredor, detrás de Yashim.
– ¿Qué pasa? -preguntó Yashim.
Ibou miraba de reojo. Parecía vacilar.
– ¿Está usted solo? Oh… Me pareció oír a alguien. -Levantó el brazo y se abanicó la cara con su mano-. Uf, hace calor.
Читать дальше