Jason Goodwin - El Árbol de los Jenízaros

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El Árbol de los Jenízaros: краткое содержание, описание и аннотация

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Estambul, 1836. El misterioso asesinato de cuatro soldados de la Nueva Guardia amenaza con romper el frágil equilibrio del poder de la corte. Todos los indicios apuntan a los jenízaros: durante cuatrocientos años fueron los soldados de élite del Imperio otomano, pero se hicieron tan poderosos que el sultán decidió eliminarlos. ¿Estarán organizando su brutal regreso?
Sólo Yashim Togalu puede resolver el caso. Insólito investigador, amante de la cocina y de las novelas francesas, posee la extraordinaria capacidad de pasar desapercibido. Yashim es un eunuco. En busca de la verdad lo seguiremos por mercadillos y callejuelas hasta los conspirativos pasillos del harén, en el apasionante momento en que el Imperio otomano comienza a resquebrajarse.
Una conseguida fusión de novela histórica y novela de detectives ambientada en la exótica Turquía del siglo XIX.

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Las puertas, sin embargo, permanecían firmemente cerradas.

Su puño no resonó en aquellas puertas tachonadas de hierro. Lo mismo podría haber estado golpeando en la piedra. Exasperado, retrocedió unos pasos y miró hacia arriba. Los enormes aleros, realizados en el clásico estilo otomano, sobresalían tres metros o más. Deslizó su mirada por las paredes. Las exteriores estaban rematadas por las cocinas imperiales, una larga serie de cúpulas, como boles alineados en un estante; no había forma de pasar por allí. Torció a la izquierda y empezó a caminar rápidamente hacia los archivos.

Nadie le llamó la atención cuando puso su mano sobre las taraceadas puertas y empujó. La puerta se abrió hacia atrás con un crujido y Yashim penetró en el vestíbulo. La puerta que ahora se alzaba ante él estaba ligeramente entreabierta, y un minuto más tarde Yashim se encontraba nuevamente en la oscura y familiar sala de los Archivos.

Llamó suavemente:

– ¿Ibou?

Ninguna respuesta. Volvió a llamar, un poco más fuerte:

– ¿Ibou? ¿Estás ahí? Soy yo, Yashim.

La pequeña vela que ardía en el otro extremo de la habitación se apagó por un momento; luego reapareció. Alguien se había movido en la oscuridad.

– No temas. Necesito tu ayuda.

Oyó el chasquido de las sandalias sobre el suelo de piedra e Ibou apareció bajo la luz. Sus ojos estaban abiertos de par en par.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -casi murmuró.

– Necesito usar la puerta trasera, Ibou. ¿Puedes hacer que la cruce?

– Tengo una llave. Pero… yo no quiero ir.

– No, tú quédate. ¿Sabes lo que está pasando?

– Soy nuevo. No me han llamado… Pero se trata de una especie de reunión. Peligrosa, también.

Hablaba de una manera que le recordó al Ibou que Yashim conocía, con un flexible encogimiento de sus esbeltos hombros.

– Vamos.

La puertecita daba al corredor donde la Valide Kosem había sido arrastrada a su muerte. Yashim estrechó la mano de Ibou.

– Buena suerte -susurró el joven.

La puerta que daba a la sala de guardia estaba cerrada. Yashim la abrió con un rápido movimiento del pomo y entró en ella.

– He sido convocado -anunció.

Acércate.

Los alabarderos se quedaron paralizados.

No hicieron ningún esfuerzo por impedir que Yashim abriera la puerta, como si fueran soldados de juguete a los que alguien se hubiera olvidado de darles cuerda.

Por un momento él, también, se quedó paralizado, mirando al interior del patio de la Valide.

Luego dio un paso hacia atrás y muy suavemente cerró la puerta.

Capítulo 121

Los dormitorios de los esclavos del harén estaban situados sobre la columnata que se extendía a un lado del patio de la Valide. Abriendo suavemente la puerta, Yashim se encontró en una pequeña y desnuda habitación cubierta de alfombras y colchones y débilmente iluminada por algunas velas instaladas sobre píalos en el mismo suelo. Las camas estaban vacías. Oscuras sombras en la vidriera de celosía le mostraron que los esclavos del harén se apiñaban allí para gozar de una vista mejor.

Una de las esclavas dejó escapar un jadeo cuando Yashim se instaló detrás de ella, al tiempo que se llevaba un dedo a los labios y miraba abajo.

Jamás en su vida olvidaría Yashim aquella visión. A la izquierda, la Valide se encontraba de pie ante la puerta de sus apartamentos, al frente de una multitud de mujeres del harén que salían por la puerta y se alineaban contra las paredes, de tres en fondo. Un centenar de mujeres, tal vez más, calculó Yashim, vestidas y desvestidas de las más diversas maneras. Algunas, que evidentemente acababan de salir de la cama, seguían con sus ropas de dormir.

Al otro lado del patio, ataviados con sus galas, se encontraban los eunucos del palacio, negros y blancos. En sus turbantes brillaban joyas preciosas, oscilantes garcetas. Debía de haber unos trescientos hombres, supuso Yashim, que susurraban y murmuraban como palomas posadas en un árbol.

Un silencio se abatió sobre los eunucos. Éstos volvieron sus rostros hacia la puerta situada bajo la ventana de Yashim, y lentamente empezaron a separarse, formando un corredor. Yashim podía verlos mejor ahora, incluso reconocer algunas caras. Vio martas cibelinas, caftanes y cachemiras, y lo que equivaldría a un rescate imperial en broches y piedras preciosas. Había más urracas que palomas, pensó Yashim, atraídas por todo lo que brillaba, amasando sus nidos de oro y diamantes.

Se puso de puntillas para ver lo que estaba llegando a través de la multitud, aunque ya lo sabía. El Kislar Agha magníficamente ataviado con una enorme pelliza oscura, salpicada por las gotas de la humedad que impregnaba el aire que centelleaba. Caminaba con lentitud, pero sus andares eran sorprendentemente ligeros.

Su mano, que agarraba un bastón, estaba repleta de anillos. Su rostro se perdía bajo un gran turbante de blanquísima muselina, envuelto en torno a un gorro rojo cónico propio de su oficio, de modo que Yashim no logró captar su expresión. Pero vio que los demás eunucos bajaban los ojos hacia el suelo, como si no se atrevieran a mirarlo directamente a la cara. Yashim conocía esa cara, arrugada como la de un simio: los ojos inyectados en sangre, las gordas, grasientas, mejillas, una cara que era la viva estampa del vicio, y que llevaba ese vicio con un aire de absoluta despreocupación.

Los eunucos habían formado ahora dos cuñas, dejando al Kislar Agha solo entre ellos, de cara a la Valide, la cual se hallaba al otro lado del patio. El negro no levantó las manos para ordenar silencio: no necesitaba hacerlo. Nadie se movía.

– Ha llegado la hora.

Hablaba lentamente con su aguda y cascada voz.

– Nosotros, que somos los esclavos del sultán, proclamamos la hora.

«Nosotros, que somos los esclavos del sultán, nos reunimos para su protección.

«Nosotros, que nos arrodillamos ante el trono, defendemos el sacramento del poder.

«Hablamos con tu hijo, nuestro señor y amo, ¡el Shah-in-Shah!

La voz del eunuco jefe se alzó para gritar:

– ¡Ha llegado la hora!

Y un grito recorrió las filas de los eunucos:

– ¡La hora! ¡La hora!

La Valide no se había movido, excepto para dar unos golpecitos con su elegante pie en el peldaño de piedra.

El eunuco en jefe levantó los brazos, sus dedos doblados como zarpas.

– La bandera debe ser desplegada. La ira de Dios y del pueblo tienen que ser apaciguadas. ¡Él saldrá del abismo del descreimiento y esgrimirá la espada de Osmán en defensa de la fe! Es el camino.

»Está escrito que el que sabe se acercará, y se convertirá en uno con el Núcleo. Califa y sultán, Señor de los Horizontes, éste es su destino. El pueblo se ha alzado, los altares están preparados. Es Dios quien nos ha despertado, en el último momento, ¡la Hora de la Restauración!

»¡Tráelo! -bramó luego con una terrible voz. Dobló los dedos en un puño y los dejó caer a sus lados. Su voz descendió hasta convertirse en un ronco susurro-. Revela el Núcleo.

Al igual que Yashim, la Valide pareció encontrar la representación del eunuco en jefe un poco histriónica. Volvió la cabeza para murmurar algo a una muchacha, y Yashim pudo ver su perfecto perfil, todavía claro y hermoso, y reconoció la indolente expresión en su mirada cuando la mujer se dio la vuelta y se concentró en el eunuco en jefe. Indolencia significaba peligro. Se preguntó si el Kislar Agha lo sabía.

– Kislar -dijo la Valide, con una voz teñida de divertido desprecio-. Algunas de nuestras damas presentes no están adecuadamente vestidas. La noche, debo señalarlo, es fría. En cuanto a usted, no está correctamente ataviado.

Levantó la mejilla ligeramente, como inspeccionándolo. Los ojos del eunuco se estrecharon por la furia.

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